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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (15 page)

BOOK: Post Mortem
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Lo primero que hice al llegar a Richmond fue vaciar por completo su refugio y desterrar hasta el último recordatorio de su anterior ocupante... incluyendo la fotografía en que se le veía solemnemente vestido con su toga académica, colgada bajo una lámpara tipo museo detrás de su impresionante escritorio. Todo ello fue enviado al departamento de Patología del Colegio Médico de Virginia, al igual que toda una estantería llena de los macabros objetos que se supone coleccionan los patólogos, aunque la mayoría de nosotros no suela hacer tal cosa.

Su despacho, que ahora era el mío, era una bien iluminada estancia con una alfombra de color azul cobalto en cuyas paredes colgaban unos grabados de paisajes ingleses y otras civilizadas escenas. Tenía algunos objetos de adorno, pero el único de ellos que hubiera podido considerarse un tanto morboso era una reconstrucción facial en arcilla de un muchacho asesinado cuya identidad seguía siendo un misterio. Yo le había puesto una bufanda alrededor del cuello y lo había colocado encima de un archivador desde donde miraba hacia la puerta con sus ojos de plástico, esperando en triste silencio a que lo llamaran por su nombre.

Mi lugar de trabajo era discreto y cómodo, pero eminentemente profesional, pues yo procuraba que mis objetos personales fueran deliberadamente fríos y anónimos. Aunque me decía a mí misma que prefería ser considerada una profesional y no una leyenda, en mi fuero interno tenía mis dudas.

Aún sentía la presencia de Cagney en aquel lugar.

La gente me lo recordaba constantemente a través de anécdotas cada vez más apócrifas conforme pasaba el tiempo. Raras veces usaba guantes cuando hacía un trabajo. Llegaba a los lugares de los hechos comiéndose un bocadillo. Salía de caza con los policías, organizaba barbacoas con los jueces y el anterior comisionado se mostraba servilmente complaciente con él porque Cagney lo intimidaba.

Yo llevaba las de perder cuando me comparaban con él y sabía que me comparaban constantemente. Las únicas excursiones de caza y las barbacoas a las que me invitaban eran los juzgados y las ruedas de prensa donde yo era el blanco y las hogueras se encendían bajo mis pies. Si el primer año del doctor Alvin Amburgey en el cargo de comisionado de Sanidad y Servicios Humanos podía servir de indicación, los tres años siguientes prometían ser un infierno. El podía invadir mi territorio y controlaba todo lo que yo hacía. No pasaba una semana sin que me enviara una arrogante nota electrónica, solicitándome información estadística o exigiéndome que le explicara por qué razón el índice de homicidios seguía aumentando mientras que el de otros delitos había bajado ligeramente... como si yo tuviera en cierto modo la culpa de que la gente se matara entre sí en Virginia.

Lo que jamás había hecho era convocarme a una reunión improvisada.

En otras ocasiones anteriores, siempre que tenía algo que comentar, o me enviaba una nota o me enviaba a uno de sus ayudantes. Tenía la absoluta seguridad de que no se proponía darme una palmada en la espalda y comentarme lo bien que lo estaba haciendo.

Busqué distraídamente entre los montones de papeles de mi escritorio algo que me pudiera servir de ayuda... fichas, un cuaderno de notas, una tablilla con sujetapapeles. Por alguna razón, la idea de presentarme allí con las manos vacías me hacía sentir desnuda. Vaciando los bolsillos de mi bata de laboratorio de todos los desperdicios que solía coleccionar a lo largo del día, decidí tomar una cajetilla de cigarrillos, o de «palillos cancerosos» tal como solía llamarlos Amburgey, y salí a la calle a última hora de la tarde.

Amburgey reinaba al otro lado de la calle en el piso veinticuatro del edificio Monroe. No había nadie por encima de él como no fuera alguna que otra paloma posada en el tejado. Casi todos sus esbirros estaban más abajo en las distintas plantas de las delegaciones del departamento de Sanidad y Servicios Humanos. Yo nunca había visto su despacho. Jamás había sido invitada.

El ascensor se abrió a un espacioso vestíbulo en el que la recepcionista estaba instalada al otro lado de un mostrador en forma de U que se elevaba a un extremo de un vasto campo de alfombra color trigo. Era una exuberante pelirroja que, cuando levantó la vista de su ordenador y me saludó con una afectada sonrisa falsamente cordial, casi me dio la impresión de que me iba a preguntar si tenía habitación reservada y si necesitaba a un botones para que se hiciera cargo de mi equipaje.

Le dije quién era, pero no pareció que me hubiera identificado.

—Estoy citada a las cuatro con el comisionado —añadí.

Consultó su calendario electrónico y me dijo jovialmente:

—Siéntese, por favor, señora Scarpetta. El doctor Amburgey la atenderá en seguida.

Mientras me acomodaba en un gran sofá de cuero beige, busqué en la mesita de reluciente cristal y otras mesitas donde había revistas y preciosos arreglos de flores de seda. No sólo no había ningún cenicero sino que, en dos lugares distintos, figuraban unas placas que decían «Gracias por no fumar».

Los minutos pasaban muy despacio.

La recepcionista pelirroja estaba ocupada tecleando y, de vez en cuando, sorbía agua Perrier a través de una paja. En determinado momento, se le ocurrió la idea de ofrecerme algo para beber. Le contesté con una sonrisa y un «No, gracias», y entonces sus dedos volvieron a volar sobre las teclas y el ordenador se quejó, emitiendo un sonoro pitido. Ella lanzó un suspiro como si su contable acabara de comunicarle una grave noticia.

Mis cigarrillos me estaban pesando en el bolsillo y yo sentía la tentación de ir al lavabo de señoras y encender uno.

A las cuatro y media sonó el teléfono de la recepcionista. Ésta lo volvió a colgar y, esbozando su estereotipada sonrisa, me anunció:

—Puede usted pasar, señora Scarpetta.

Degradada y malhumorada, la «señora» Scarpetta le tomó la palabra.

La puerta del comisionado se abrió con un suave clic del tirador giratorio de latón e inmediatamente se levantaron tres hombres... mientras que yo sólo esperaba ver a uno. Amburgey estaba acompañado de Norman Tanner y Bill Boltz. Cuando a Boltz le tocó el turno de estrecharme la mano, le miré directamente a los ojos hasta obligarle a apartar la mirada.

Estaba dolida y un poco enfadada. ¿Por qué no me había dicho que iba a estar presente en aquella reunión? ¿Por qué no había vuelto a tener noticias suyas desde que nuestros caminos se cruzaran brevemente en la casa de Lori Petersen?

Amburgey me saludó con una inclinación de cabeza que más bien me pareció una despedida y dijo con el entusiasmo de un aburrido juez de delitos de tráfico:

—Le agradezco que haya venido.

Era un hombrecillo de ojos inquietos que había desempeñado su anterior cargo en Sacramento, donde se le habían pegado tantas costumbres de la costa Oeste que ya casi no se le notaban sus orígenes de Carolina del Norte; era hijo de un agricultor y no se enorgullecía de ello. Le encantaban los corbatines que lucía casi religiosamente con trajes a rayas y llevaba en el anular derecho un cacho de plata con una turquesa incrustada. Sus ojos eran tan brumosos y grises como el hielo y los huesos de su cráneo se marcaban visiblemente bajo su fina piel. Estaba casi calvo.

Un sillón orejero de color marfil había sido apartado de la pared y parecía estar esperándome. El cuero crujió y Amburgey se situó detrás de un escritorio que yo jamás había visto, aunque había oído hablar de él. Era una enorme obra maestra de palisandro, muy antigua y muy china.

A su espalda, un ventanal ofrecía un espectacular panorama de la ciudad en el que el río James semejaba una reluciente cinta en la distancia y la Zona Sur era una mancha multicolor. Con un sonoro chasquido, abrió una cartera de documentos de piel de avestruz y sacó un cuaderno de hojas amarillas llenas de apretados garabatees. Había hecho un esquema de lo que pensaba decir. Jamás hacía nada sin consultar con sus apuntes.

—Estoy seguro de que es usted consciente del malestar ciudadano que han producido estas estrangulaciones —me dijo.

—Soy muy consciente, en efecto.

—Bill, Norm y yo celebramos ayer por la tarde una reunión de emergencia por así decirlo. A propósito de varias cosas, entre ellas lo que publicaron los periódicos del sábado por la noche y el domingo por la mañana, doctora Scarpetta. Como tal vez sepa, por culpa de esta cuarta y trágica muerte, el asesinato de la joven cirujana, la noticia se ha transmitido a otros lugares.

No lo sabía. Pero no me extrañaba.

—Sin duda le habrán estado haciendo preguntas —añadió Amburgey en tono pausado—. Tenemos que cortarlo de raíz, de lo contrario nos estallará entre las manos. Ésa es una de las cosas que los tres hemos estado discutiendo.

—Si usted pudiera cortar de raíz los asesinatos —dije a mi vez con la mayor calma posible—, se merecería el premio Nobel.

—Como es natural, ésta es nuestra máxima prioridad —dijo Boltz, que se había desabrochado la chaqueta de su traje oscuro y estaba reclinado contra el respaldo de su sillón—. Los agentes están trabajando horas extraordinarias, Kay, pero todos estamos de acuerdo en que hay que controlar una cosa de momento... y esta cosa son las filtraciones a la prensa. Los reportajes están asustando a la gente y permiten que el asesino se entere de todo lo que estamos haciendo.

—Estoy totalmente de acuerdo —mis defensas se estaban levantando como un puente levadizo e inmediatamente me arrepentí de lo que dije a continuación—: Pueden estar seguros de que no he emitido ningún comunicado desde mi despacho aparte la obligatoria información sobre el caso y sus circunstancias.

Había contestado a una acusación que todavía no me habían formulado y mi instinto jurídico se erizó ante aquella metedura de pata. Si ellos querían acusarme de indiscreción, yo hubiera tenido que obligarles, o, por lo menos, obligar a Amburgey, a plantear aquel tema tan desagradable. En su lugar, yo misma había encendido la hoguera y les había dado ocasión para que me atacaran.

—Bueno, pues —dijo Amburgey mientras sus pálidos y hostiles ojos se posaban brevemente en mí— acaba usted de poner sobre el tapete una cuestión que, a mi juicio, tenemos que examinar muy detenidamente.

—Yo no he puesto nada sobre el tapete —repliqué enérgicamente—. Estaba simplemente puntualizando una cosa para que conste en acta.

Llamando ligeramente a la puerta con los nudillos, la recepcionista pelirroja entró con el café y toda la estancia se convirtió de pronto en un cuadro mudo. El pesado silencio pareció envolverla por todos lados mientras ella comprobaba con toda calma que no nos faltara nada y su atención se concentraba descaradamente en Boltz. Puede que no fuera el mejor fiscal de la mancomunidad que hubiera habido en la ciudad, pero era sin duda el más guapo... uno de los pocos hombres rubios con quienes el paso del tiempo se mostraba generoso. No se le estaba cayendo el pelo ni había perdido la figura, y unas levísimas arrugas en los ángulos de los ojos eran la única indicación de que se estaba acercando a los cuarenta.

Cuando la recepcionista se retiró, Boltz dijo sin dirigirse a nadie en particular:

—Todos sabemos que los policías tienen a veces algún problema de «Te daré un beso a cambio de información». Norm y yo hemos hablado con los altos mandos. Parece que nadie sabe exactamente de dónde proceden las filtraciones.

Me abstuve de decir nada. ¿Qué esperaban? ¿Que uno de los comandantes estuviera liado con Abby Turnbull o cualquier otra y confesara: «Sí, perdonen ustedes, pero me he ido de la lengua»?

Amburgey pasó una página de su cuaderno de apuntes.

—Hasta ahora, una filtración calificada de «una fuente médica» ha sido citada diecisiete veces por la prensa desde que se produjo el primer asesinato, doctora Scarpetta. Eso me preocupa bastante. Todos los detalles más sensacionales, como las ataduras, la evidencia de ataque sexual, la forma en que entró el asesino y en que fueron encontrados los cuerpos, así como el hecho de que se estén efectuando pruebas de ADN han sido atribuidas a esta fuente médica. ¿Tengo que creer que los detalles son exactos? —preguntó Amburgey, mirándome.

—No del todo. Hay algunas pequeñas discrepancias.

—¿Como cuáles?

No quería decírselo. No quería comentarle aquellos casos. Sin embargo, él tenía el derecho de disponer del mobiliario de mi despacho si hubiera querido. Yo era responsable ante él. Y él sólo era responsable ante el gobernador.

—Por ejemplo —contesté—, en el primer caso los periódicos dijeron que Brenda Steppe tenía un cinturón de tela de color beige atado alrededor del cuello. En realidad, le habían atado el cuello unos pantys.

—¿Y qué más? —apuntó Amburgey tomando debida nota en su bloc de apuntes.

—En el caso de Cecile Tyler, dijeron que tenía la cara ensangrentada y que la colcha estaba empapada de sangre. Era una exageración. No había sufrido lesiones ni desgarros de este tipo. Le había salido un poco de líquido sanguinolento de la boca y la nariz. Un hecho que puede producirse inmediatamente después de morir la persona.

—Esos detalles —preguntó Amburgey sin dejar de escribir—, ¿se mencionaban en los informes DML—1?

Tardé un momento en serenarme un poco. Comprendí lo que Amburgey estaba pensando. Los DML—1, o Departamento de Medicina Legal—1, eran el informe inicial de investigación del forense. El forense de guardia se limitaba a anotar lo que había visto en el lugar de los hechos y lo que le había dicho la policía. Los detalles no siempre eran completos y exactos porque el forense de guardia estaba rodeado por circunstancias confusas y todavía no se había practicado la autopsia.

Además, los forenses de guardia no eran especialistas en patología. Eran médicos que ejercían su profesión, prácticamente unos voluntarios que cobraban cincuenta dólares por cada caso y tenían que levantarse de sus camas en mitad de la noche o bien tenían que perderse el fin de semana por culpa de los accidentes de tráfico, los suicidios y los homicidios. Aquellos hombres y mujeres prestaban un servicio a la comunidad y eran simplemente unos soldados rasos. Su principal misión consistía en determinar si un caso era merecedor de una autopsia, anotarlo todo y tomar un montón de fotografías. No tenía demasiada importancia que uno de mis forenses hubiera confundido unos pantys con un cinturón de color beige. Mis forenses no hablaban con la prensa.

Amburgey insistió:

—Lo del cinturón de tela de color beige y lo de la colcha ensangrentada. Me pregunto si estos detalles se mencionaban en el primer informe.

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