—Pero ¿no lo entiendes, Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí el irme.
—Claro que sí —dijo él—; es más difícil para ti. Pero yo soy tú ahora.
Ella no dijo nada.
Jordan la miró. Estaba sudando de una manera tremenda. Hizo un esfuerzo para hablar, deseando convencerla de una manera más intensa de lo que había deseado nunca en su vida.
—Ahora te irás como si fuéramos los dos —dijo—; no hay que ser egoísta, conejito, tienes que hacer lo que debes.
Ella negó con la cabeza.
—Tú eres yo —siguió él—; tienes que darte cuenta, conejito. Conejito, escucha. Es verdad. Me voy contigo. Te lo juro.
Ella no dijo nada.
—¿No lo comprendes? —preguntó—. Ahora veo que lo comprendes. Ahora vas a marcharte. Bien. Ahora te vas. Ahora has dicho que te ibas. —Ella no había dicho nada.— Ahora te voy a dar las gracias por irte. Vete dulcemente y en seguida. Vete en seguida, para que nos vayamos los dos en ti. Ponme la mano aquí. La cabeza ahora. No, aquí. Muy bien. Ahora yo pondré mi mano aquí. Está muy bien. ¡Qué buena eres! Ahora no pienses más. Ahora vas a hacer lo que debes. Ahora obedecerás. No a mí, sino a los dos. A mí, que estoy en ti. Ahora te irás por los dos. Así es. Nos vamos los dos contigo ahora. Es así. Te lo he prometido. Eres muy buena si te vas, muy buena.
Hizo una seña con la cabeza a Pablo, que le miraba desde detrás de un árbol, y Pablo se acercó. Pablo hizo un signo a Pilar con el pulgar.
—Iremos a Madrid otra vez, conejito —siguió él—. Es cierto. Ahora levántate y vete, y nos iremos los dos. Levántate. ¿No ves?
—No —dijo ella, y se agarró a su cuello.
Jordan hablaba con mucha calma, aunque con una gran autoridad.
—Levántate —dijo—. Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde ahora. Levántate.
Ella se levantó lentamente, llorando con la cabeza baja. Luego volvió a sentarse en seguida a su lado y se levantó de nuevo, muy lentamente, muy pesadamente, mientras Jordan decía:
—Levántate, guapa.
Pilar la sujetaba por los brazos, de pie, junto a ella.
—Vámonos —dijo Pilar—. ¿No necesitas nada, inglés? —le miró y movió la cabeza.
—No —dijo Jordan, y continuó hablando a María—. Nada de adioses, guapa; porque no nos separaremos. Espero que todo vaya bien en Gredos. Vete ahora mismo. Vete por las buenas.
—¡No!
Siguió hablando tranquilamente, sensatamente, mientras Pilar arrastraba a la muchacha.
—No te vuelvas. Pon el pie en el estribo. Sí, el pie. Ayúdale —dijo a Pilar—. Levántala. Ponla en la montura.
Volvió la cabeza, empapado en sudor, y miró hacia la bajada de la cuesta y luego dirigió de nuevo la mirada al lugar donde la muchacha estaba montada en el caballo con Pilar a su lado y Pablo detrás.
—Ahora, vete —añadió—. Vete.
María fue a volver la cabeza.
—No mires hacia atrás —dijo Robert Jordan—. Vete.
Pablo golpeó al caballo en las ancas con una maniota y María intentó deslizarse de la montura, pero Pilar y Pablo cabalgaban junto a ella y Pilar la sostenía. Los tres caballos subieron por el sendero.
—Roberto —gritó María—; déjame contigo. Déjame que me quede.
—Estoy contigo —gritó Robert Jordan—. Estoy contigo ahora. Estamos los dos juntos. Vete.
Y se perdieron de vista en el recodo del sendero mientras él se quedaba allí, empapado de sudor, mirando hacia un punto en donde no había nadie.
Agustín estaba de pie junto a él.
—¿Quieres que te mate, inglés? —preguntó, inclinándose hacia él—. ¿Quieres? Es una cosa sin importancia.
—No hace falta —contestó Robert Jordan—. Puedes marcharte; estoy muy bien aquí.
—Me cago en la leche que me han dado —gritó Agustín. Lloraba y no veía a Robert Jordan con claridad—. Salud, inglés.
—Salud, hombre —dijo Robert Jordan. Miró cuesta abajo—. Cuida bien de la rapadita, ¿quieres?
—Eso, ni se pregunta —dijo Agustín—. ¿Tienes todo lo que te hace falta?
—Hay muy pocas municiones para esta máquina; así es que me quedo yo con ella —dijo Robert Jordan—. Tú no podrías hacerte con más. Para la otra y la de Pablo, sí.
—He limpiado el cañón —dijo Agustín—. Se llenó de tierra al caer tú al suelo.
—¿Qué fue del caballo carguero?
—El gitano logró cazarlo.
Agustín estaba ya a caballo, pero no tenía ganas de marcharse. Se inclinó hacia el árbol, contra el que Robert Jordan estaba recostado.
—Vete, amigo —le pidió Robert Jordan—. En la guerra suceden cosas como ésta.
—¡Qué puta es la guerra! —dijo Agustín.
—Sí, hombre, sí; pero vete.
—Salud, inglés —dijo Agustín, cerrando el puño derecho.
—Salud —dijo Robert Jordan—; pero vete, hombre.
Agustín dio media vuelta a su caballo, bajó el puño de golpe, como si maldijera, y subió por el sendero. Todos los demás estaban fuera del alcance de la vista desde hacía rato.
Se volvió cuando el sendero se perdía por entre los árboles y sacudió el puño. Robert Jordan le hizo un ademán y luego Agustín desapareció también. Jordan se quedó mirando la pendiente cubierta de hierba, hacia la carretera y el puente. «Estoy aquí tan bien como en cualquier otra parte. Todavía no vale la pena que corra el riesgo de arrastrarme sobre el vientre con este hueso tan cerca de la piel, y veo bien desde aquí.»
Sentíase como vacío y agotado a causa de la herida y de la despedida y tenía un sabor a bilis. Por fin no tenía ya problemas. De cualquier manera que sucediesen las cosas y cualquiera que fuese el modo como ocurrieran, en adelante no habría para él ningún problema.
Se habían ido todos y se había quedado solo, recostado contra un árbol. Miró la verde ladera de la colina y vio el caballo gris que Agustín había rematado. Un poco más abajo de la cuesta, vio la carretera y, más abajo todavía, la porción arbolada. Luego miró al puente y a la otra orilla y observó los movimientos que había en el puente y en la carretera. Veía los camiones en la carretera en la parte descendente. La columna gris de los camiones aparecía entre el verdor de los árboles. Luego miró a la otra parte de la carretera, al lugar donde asomaba por lo alto del cerro y pensó: «Van a venir en seguida.»
«Pilar cuidará de ella lo mejor que pueda. Lo sabes. Pablo debe de tener un buen plan; si no, no lo hubiera intentado. No tienes que preocuparte por Pablo. No sirve de nada pensar en María. Intenta creer en lo que le has dicho. Es lo mejor. ¿Y quién dice que no es verdad? Tú, no. Tú no lo dices, de la misma manera que no dirías que las cosas que han pasado no han pasado. Agárrate a lo que crees en estos momentos. No te hagas el cínico. El tiempo es muy corto y acabas de despedirte de ella. Cada cual hace lo que puede. Tú no puedes hacer nada por ti; pero quizá puedas hacer algo por otro. Bueno, hemos tenido suerte durante cuatro días. Cuatro días, no. Fue por la tarde cuando llegué aquí, y aún no es mediodía. En total, no hace más que tres días y tres noches. Haz la cuenta exacta. Tienes que ser exacto. Creo que harías mejor si fueses acomodándote. Debieras resolverte a buscar un sitio desde donde pudieras ser útil, en vez de permanecer recostado contra ese árbol como un vagabundo. Has tenido mucha suerte. Hay cosas peores que esto. A todos les llega, un día u otro. No sientes miedo porque sabes que tiene que ser así, ¿no es verdad? No. Es una suerte de todas formas que el nervio haya quedado deshecho. Ni siquiera me doy cuenta de lo que tengo por debajo de la fractura.»
Se tocó la pierna y era como si no formase parte de su cuerpo. Volvió a mirar a lo largo de la ladera y pensó: «Siento tener que dejar todo esto. Lamento muchísimo tener que dejarlo y espero haber hecho algo de utilidad. Intenté hacerlo con todo el talento de que era capaz. Con todo el talento de que soy capaz, quiero decir. Eso es, con todo el talento de que soy capaz.
»He estado combatiendo desde hace un año por cosas en las que creo. Si vencemos aquí, venceremos en todas partes. El mundo es hermoso y vale la pena luchar por él, y siento mucho tener que dejarlo. Has tenido mucha suerte —se dijo a sí mismo— por haber llevado una vida tan buena. Has llevado una vida tan buena como la del abuelo, aunque no haya sido tan larga. Has llevado una vida tan buena como pueda ser la vida, gracias a estos últimos días. No vas a quejarte ahora, cuando has tenido semejante suerte. Pero me gustaría que hubiese un modo de transmitir lo que he aprendido. Cristo, cómo estaba aprendiendo estos últimos días. Me gustaría hablar con Karkov. Eso sería en Madrid. Ahí, detrás de esas colinas y atravesando el llano, descendiendo nada más dejar las rocas grises y los pinos, la jara y la retama, a través de la altiplanicie amarilla, se ve aparecer la ciudad, hermosa y blanca. Eso es tan verdad como las mujeres viejas de que habla Pilar, que beben sangre en los mataderos. No hay una cosa que sea la única verdad. Todo es verdad. De la misma manera que los aviones son hermosos, sean nuestros o de ellos. Al diablo si lo son. Y ahora, tómalo con calma. Túmbate boca abajo mientras tengas tiempo. Oye ahora una cosa. ¿Te acuerdas de eso? De lo de Pilar y la mano. ¿Crees en esa patraña? No. ¿No crees, después de lo que ha pasado? No, no creo en eso. Pilar estuvo muy amable a propósito de eso esta mañana, antes que empezase todo. Tenía miedo acaso de que yo creyera en ello. Pero no creo. Ella, sí. Los gitanos ven algunas cosas. O bien sienten algunas cosas. Como los perros de caza. ¿Y las percepciones extrasensoriales? ¿Y las puñeterías? Pilar no quiso decirme adiós porque sabía que, si me lo decía, María no hubiera querido irse. ¡Qué Pilar ésa! Vamos, vuélvete, Jordan.» Pero sentía pereza de intentarlo. Entonces se acordó de que llevaba la pequeña cantimplora en el bolsillo, y pensó: «Voy a tomar una buena dosis de ese matagigantes, y luego lo intentaré.» Pero la cantimplora no estaba en el bolsillo. Y se sintió mucho más solo sabiendo que no tendría siquiera ese consuelo. Debiera haber contado con ello, se dijo.
«¿Crees que Pablo la ha cogido? No seas idiota; debiste perderla cuando lo del puente. Vamos, Jordan, vamos. Tienes que decidirte.»
Cogió con las dos manos su pierna izquierda y tiró con fuerza, con la espalda todavía apoyada contra el árbol. Luego se tumbó y se sujetó la pierna, para que el hueso roto no rasgara la piel, y giró lentamente sobre la rodilla hasta quedar de cara a la barranca. Luego, sujetándose siempre la pierna con las dos manos, apoyó la planta del pie derecho en forma de palanca sobre el izquierdo y, sudando abundantemente, dio la vuelta hasta que se quedó con la cara pegada al suelo. Se apoyó sobre los codos, estiró la pierna izquierda, acomodándola con un empujón de ambas manos, y apoyándose luego, para hacer fuerza, en el pie derecho, se encontró donde quería encontrarse, empapado en sudor. Se palpó el muslo con el dedo y lo encontró bien. El extremo fracturado del hueso no había perforado la piel y se encontraba hundido en la masa del músculo.
«El nervio principal debió quedar destrozado cuando ese maldito caballo se me cayó encima —pensó—. La verdad es que no me duele nada, sino algunas veces, cuando cambio de postura. Eso debe de ser cuando el hueso pellizque alguna otra cosa. ¿No ves? ¿No ves qué suerte has tenido? Ni siquiera has tenido necesidad de emplear ese matagigantes.
Alcanzó el fusil automático, quitó el cargador del almacén y, buscando cargadores de repuesto, en el bolsillo, abrió el cerrojo y examinó el cañón. Volvió luego a colocar el cargador en la recámara, corrió el cerrojo y se dispuso a observar la pendiente. «Tal vez una media hora. Tómalo con calma.» Miró la ladera de la montaña, los pinos, e intentó no pensar en nada.
Miró el torrente y se acordó de lo fresco y lo sombreado que estaba debajo del puente. «Me gustaría que llegaran ahora. No quiero estar medio inconsciente cuando lleguen. ¿Para quién es más fácil la cosa? ¿Para los que creen en la religión o para los que toman las cosas por las buenas? La religión los consuela mucho; pero nosotros sabemos que no hay nada que temer. Morir sólo es malo cuando uno falla. Morir es malo solamente cuando cuesta mucho tiempo y hace tanto daño que uno queda humillado. Ya ves: tú has tenido muchísima suerte. No te ha pasado nada parecido. Es maravilloso que se haya marchado. No importa nada ya, ahora que se han ido todos. Es lo que yo había supuesto. Es verdaderamente como yo lo había pensado. Imagino lo que hubiera sido de haber estado todos diseminados sobre esta cuesta, ahí donde está el tordillo. O si hubieran estado todos paralizados aquí esperando. No, se han marchado. Están lejos. Si la ofensiva, al menos, tuviera éxito... ¿Qué deseas ahora? Todo. Lo quiero todo y aceptaré lo que sea. Si esta ofensiva no tiene éxito, otra lo tendrá. No me he fijado en qué momento han pasado los aviones. ¡Dios, que suerte que haya podido hacerla marcharse!
»Me gustaría hablar de esto con mi abuelo. Apuesto a que él no tuvo nunca que atravesar una carretera, reunirse con su gente y hacer una cosa parecida. Pero ¿cómo lo sabes? Quizá lo hiciera cincuenta veces. No. Sé exacto. Nadie ha hecho cincuenta veces una cosa semejante. Ni siquiera cinco. Es posible que nadie haya hecho esto ni tan siquiera una vez. Bueno. Claro que sí que lo habrán hecho.
»Me gustaría que vinieran ahora. Me gustaría que vinieran inmediatamente, porque la pierna empieza a dolerme. Debe de ser la hinchazón. Estaba saliendo todo a las mil maravillas cuando el proyectil nos alcanzó. Pero es una suerte que no sucediera eso cuando yo estaba debajo del puente. Cuando una cosa empieza mal, siempre tiene que ocurrir algo. Tú estabas fastidiado cuando dieron las órdenes a Golz. Tú lo sabías, y es sin duda eso lo que Pilar barruntó. Pero más adelante se organizarán mejor estas cosas. Deberíamos tener transmisores portátiles de onda corta. Sí, hay tantas cosas que debiéramos tener... Yo debería tener una pierna de recambio.»
Sonrió penosamente, porque la pierna le dolía muchísimo por la parte en que el nervio había sido destrozado cuando la caída. «¡Oh, que lleguen! —se dijo—. No tengo deseos de hacer como mi padre. Si hace falta, lo haré; pero querría no hacerlo. No soy partidario de hacerlo. No pienses en eso. No pienses en eso. Me gustaría que esos bastardos llegaran. Me gustaría mucho que llegaran en seguida.»
La pierna le dolía mucho. El dolor había empezado de golpe con la hinchazón, al desplazarse, y se dijo: «Quizá debiera hacerlo ahora mismo. Creo que no soy muy resistente al dolor. Escucha: si hago eso ahora mismo, ¿no lo tomarás a mal, eh? ¿A quién hablas? A nadie —dijo—. Al abuelo, creo. No. A nadie. ¡Ah!, mierda, quisiera que llegasen. Oye: tendré que hacer eso quizá, porque, si me desvanezco o algo así, no serviré para nada; y si me hacen volver en mí me harán una serie de preguntas y otras muchas cosas, y eso no marcharía bien. Es mucho mejor que no tengan que hacer esas cosas. De manera que, ¿por qué no va a estar bien que lo haga en seguida para que todo termine? Porque, ¡oh, escucha!, que lleguen ahora.