Por quién doblan las campanas (5 page)

Read Por quién doblan las campanas Online

Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
6.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En la cueva. La muchacha sabe guisar un poco. Dije que guisaba bien para halagarla. Pero lo único que hace es ayudar a la mujer de Pablo.

—¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?

—Una bestia —dijo el gitano sonriendo—. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.

—Pablo era valiente al principio —dijo Anselmo—. Pablo antes era muy valiente.

—Ha matado más gente que el cólera —dijo el gitano—. Al principio del Movimiento, Pablo mató más gente que el tifus.

—Pero desde hace tiempo está muy flojo —explicó Anselmo—. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.

—Será porque ha matado tanta gente al principio —dijo el gitano filosóficamente—. Pablo ha matado más que la peste.

—Por eso y porque es rico —dijo Anselmo—. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.

—Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército —dijo el gitano—. A mí no me gustaría entrar en el ejército.

—A ningún gitano le gusta —dijo Anselmo.

—¿Y para qué iba a gustarnos? —preguntó el gitano—. ¿Quién es el que quiere estar en el ejército? ¿Hacemos la revolución para entrar en filas? Me gusta hacer la guerra, pero no en el ejército.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Jordan. Se sentía a gusto y con ganas de dormir gracias al vino. Se había tumbado boca arriba, en el suelo, y contemplaba a través de las copas de los árboles las nubes de la tarde moviéndose lentamente en el alto cielo de España.

—Hay dos que están durmiendo en la cueva —dijo el gitano—. Otros dos están de guardia arriba, donde tenemos la máquina. Uno está de guardia abajo; probablemente están todos dormidos.

Jordan se tumbó de lado.

—¿Qué clase de máquina es ésa?

—Tiene un nombre muy raro —dijo el gitano—; se me ha ido de la memoria hace un ratito. Es como una ametralladora.

«Debe de ser un fusil ametrallador», pensó Jordan.

—¿Cuánto pesa? —preguntó.

—Un hombre puede llevarla, pero es pesada. Tiene tres pies que se pliegan. La cogimos en la última expedición seria; la última, antes de la del vino.

—¿Cuántos cartuchos tenéis?

—Una infinidad —contestó el gitano—. Una caja entera, que pesa lo suyo.

«Deben de ser unos quinientos», pensó Jordan.

—¿Cómo la cargáis, con cinta o con platos?

—Con unos tachos redondos de hierro que se meten por la boca de la máquina.

«Diablo, es una Lewis», pensó Jordan.

—¿Sabe usted mucho de ametralladoras? —preguntó al viejo.

—Nada —contestó Anselmo—. Nada.

—¿Y tú? —preguntó al gitano.

—Sé que disparan con mucha rapidez y que se ponen tan calientes que el cañón quema las manos si se toca —respondió el gitano orgullosamente.

—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Anselmo con desprecio.

—Quizá lo sepa —dijo el gitano—. Pero me preguntó si sabía algo de la máquina y se lo he dicho. —Luego añadió—: Además, en contra de lo que hacen los fusiles corrientes, siguen disparando mientras se aprieta el gatillo.

—A menos que se encasquillen, que les falten municiones o que se pongan tan calientes que se fundan —dijo Jordan, en inglés.

—¿Qué es lo que dice usted? —preguntó Anselmo.

—Nada —contestó Jordan—. Estaba mirando al futuro en inglés.

—Eso sí que es raro —dijo el gitano—. Mirando el futuro en inglés. ¿Sabe usted leer en la palma de la mano?

—No —dijo Robert, y se sirvió otra taza de vino—. Pero si tú sabes, me gustaría que me leyeras la palma de mi mano y me dijeses lo que va a pasar dentro de tres días.

—La mujer de Pablo sabe leer la palma de la mano —dijo el gitano—. Pero tiene un genio tan malo y es tan salvaje, que no sé si querrá hacerlo.

Robert Jordan se sentó y tomó un sorbo de vino.

—Vamos a ver cómo es esa mujer de Pablo —dijo—; si es tan mala como dices, vale más que la conozca cuanto antes.

—Yo no me atrevo a molestarla —dijo Rafael—; me odia a muerte.

—¿Porqué?

—Dice que soy un holgazán.

—¡Qué injusticia! —comentó Anselmo irónicamente.

—No le gustan los gitanos.

—Es un error —dijo Anselmo.

—Tiene sangre gitana —dijo Rafael—; sabe bien de lo que habla —añadió sonriendo—. Pero tiene una lengua que escuece como un látigo. Con la lengua es capaz de sacarte la piel a tiras. Es una salvaje increíble.

—¿Cómo se lleva con la chica, con María? —preguntó Jordan.

—Bien. Quiere a la chica. Pero no deja que nadie se le acerque en serio. —Movió la cabeza y su lengua chascó.

—Es muy buena con la muchacha —medió Anselmo—. Se cuida mucho de ella.

—Cuando cogimos a la chica, cuando lo del tren, era muy extraña —dijo Rafael—; no quería hablar; estaba llorando siempre, y si se la tocaba, se ponía a temblar como un perro mojado. Solamente más tarde empezó a marchar mejor. Ahora marcha muy bien. Hace un rato, cuando hablaba contigo, se ha portado muy bien. Por nosotros, la hubiéramos dejado cuando lo del tren. No valía la pena perder tiempo por una cosa tan fea y tan triste que no valía nada. Pero la vieja le ató una cuerda alrededor del cuerpo, y cuando la chica decía que no, que no podía andar, la vieja le golpeaba con un extremo de la cuerda para obligarla a seguir adelante. Luego, cuando la muchacha no pudo de veras andar por su pie, la vieja se la cargó a la espalda. Cuando la vieja no pudo seguir llevándola, fui yo quien tuvo que cargar con ella. Trepábamos por esta montaña entre zarzas y malezas hasta el pecho. Y cuando yo no pude llevarla más, Pablo me reemplazó. ¡Pero las cosas que tuvo que llamarnos la vieja para que hiciéramos eso! —movió la cabeza, acordándose—. Es verdad que la muchacha no pesa, no tiene más que piernas. Es muy ligera de huesos y no pesa gran cosa. Pero pesaba lo suyo cuando había que llevarla sobre las espaldas, detenerse para disparar y volvérsela luego a cargar, y la vieja que golpeaba a Pablo con la cuerda y le llevaba su fusil, y se lo ponía en la mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco... Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero fue una suerte que no tuvieran caballería.

—Debió de ser muy duro lo del tren —dijo Anselmo—. Yo no estuve en el tren —explicó a Jordan—. Estaban la banda de Pablo, la del Sordo, al que veremos esta noche, y dos bandas más de estas montañas. Yo me encontraba al otro lado de las líneas.

—Y además estaba el rubio del nombre raro —dijo el gitano.

—Kashkin.

—Sí, es un nombre que no logro recordar nunca. Nosotros teníamos dos que llevaban ametralladora. Dos que nos había enviado el ejército. No pudieron cargar con la ametralladora al final y se perdió. Seguramente no pesaba más que la muchacha, y si la vieja se hubiera ocupado de ellos, hubieran traído la ametralladora. —Movió la cabeza al recordarlo, y prosiguió—: En mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato. Luego se acercó el tren haciendo chu-chu chu-chu, cada vez más fuerte, y después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre la nube negra; las traviesas de madera saltaron a los aires como por encanto, y luego la máquina quedó tumbada de costado, como un gran animal herido. Y luego una explosión de vapor blanco antes que el barro de la otra explosión hubiese acabado de caer. Entonces la máquina empezó a hacer ta ta ta ta —dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados, levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria ametralladora—. Ta ta ta ta —gritó, entusiasmado—. Nunca había visto nada semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo; y fue entonces cuando puse la mano en la máquina, y estaba tan excitado, que no me di cuenta de que quemaba. Y entonces la vieja me dio un bofetón y me dijo: «Dispara, idiota; dispara, o te aplasto los sesos.» Entonces yo empecé a disparar, pero me costaba trabajo tener la máquina derecha, y los soldados huían a las montañas. Más tarde, cuando bajamos hasta el tren a ver lo que podíamos coger, un oficial, con la pistola en la mano, reunió a la fuerza a sus soldados contra nosotros. El oficial agitaba la pistola y les gritaba que vinieran tras de nosotros, y nosotros disparamos contra él, pero no le alcanzamos. Entonces los soldados se echaron a tierra y empezaron a disparar, y el oficial iba de acá para allá, pero no llegamos a alcanzarle, y la máquina no podía dispararle a causa de la posición del tren. Ese oficial mató a dos de sus hombres, que estaban tumbados en el suelo, y, a pesar de ello, los otros no querían levantarse, y él gritaba y acabó por hacerlos levantarse, y vinieron corriendo hacia nosotros y hacia el tren. Luego volvieron a tumbarse y dispararon. Después escapamos con la máquina, que continuaba disparando por encima de nuestras cabezas. Fue entonces cuando me encontré a la chica, que se había escapado del tren y se había escondido en las rocas, y se vino con nosotros. Y fueron esos mismos soldados quienes nos persiguieron hasta la noche.

—Debió de ser un golpe muy duro —dijo Anselmo—. Pero de mucha emoción.

—Es la única cosa buena que se ha hecho hasta ahora —dijo una voz grave—. ¿Qué estás haciendo, borracho repugnante, hijo de puta gitana? ¿Qué estás haciendo?

Robert Jordan vio a una mujer, como de unos cincuenta años, tan grande como Pablo, casi tan ancha como alta; vestía una falda negra de campesina y una blusa del mismo color, con medias negras de lana sobre sus gruesas piernas; llevaba alpargatas y tenía un rostro bronceado que podía servir de modelo para un monumento de granito. La mujer tenía manos grandes, aunque bien formadas, y un cabello negro y espeso, muy rizado, que se sujetaba sobre la nuca con un moño.

—Vamos, contesta —dijo al gitano, sin darse por enterada de la presencia de los demás—. ¿Qué estabas haciendo?

—Estaba hablando con estos camaradas. Este que ves aquí es un dinamitero.

—Ya lo sé —repuso la mujer de Pablo—. Lárgate de aquí y ve a reemplazar a Andrés, que está de guardia arriba.

—Me voy —dijo el gitano—. Me voy. —Se volvió hacia Robert Jordan—. Te veré a la hora de la comida.

—Ni lo pienses —dijo la mujer—. Has comido ya tres veces, por la cuenta que llevo. Vete y envíame a Andrés en seguida.

—¡Hola! —dijo a Robert Jordan, y le tendió la mano, sonriendo—. ¿Cómo van las cosas de la República?

—Bien —contestó Jordan, y devolvió el estrecho apretón—. La República y yo vamos bien.

—Me alegro —dijo ella. Le miraba sin rebozo y Jordan observó que la mujer tenía bonitos ojos grises—. ¿Ha venido para hacer volar otro tren?

—No —contestó Jordan, y al momento vio que podría confiar en ella—. He venido para volar un puente.

—No es nada —dijo ella—; un puente no es nada. ¿Cuándo haremos volar otro tren, ahora que tenemos caballos?

—Más tarde. El puente es de gran importancia.

—La chica me dijo que su amigo, el que estuvo en el tren con nosotros, ha muerto.

—Así es.

—¡Qué pena! Nunca vi una explosión semejante. Era un hombre de mucho talento. Me gustaba mucho. ¿No sería posible volar ahora otro tren? Tenemos muchos hombres en las montañas, demasiados. Ya resulta difícil encontrar comida para todos. Sería mejor que nos fuéramos. Además tenemos caballos.

—Hay que volar un puente.

—¿Dónde está ese puente?

—Muy cerca de aquí.

—Mejor que mejor —dijo la mujer de Pablo—. Vamos a volar todos los puentes que haya por aquí y nos largamos. Estoy harta de este lugar. Hay aquí demasiada gente. No puede salir de aquí nada bueno. Estamos aquí parados, sin hacer nada, y eso es repugnante.

Vio pasar a Pablo por entre los árboles.

—Borracho —gritó—. Borracho, condenado borracho. —Se volvió hacia Jordan jovialmente—: Se ha llevado una bota de vino para beber solo en el bosque —explicó—. Está todo el tiempo bebiendo. Esta vida acaba con él. Joven, me alegro mucho que haya venido —le dio un golpe en el hombro—. Vamos —dijo—, es usted más fuerte de lo que aparenta. —Y le pasó la mano por la espalda, palpándole los músculos bajo la camisa de franela.— Bien, me alegro mucho de que haya venido.

—Lo mismo le digo.

—Vamos a entendernos bien —aseguró ella—. Beba un trago.

—Hemos bebido varios —repuso Jordan—. ¿Quiere usted beber? —preguntó Jordan.

—No —contestó ella—, hasta la hora de la cena. Me da ardor de estómago. —Luego volvió la cabeza y vio otra vez a Pablo. — Borracho —gritó—. Borracho. —Se volvió a Jordan y movió la cabeza.— Era un hombre muy bueno —dijo—; pero ahora está acabado. Y escuche, quiero decirle otra cosa. Sea usted bueno y muy cariñoso con la chica. Con la María. Ha pasado una mala racha. ¿Comprendes? —dijo tuteándole súbitamente.

—Sí, ¿por qué me dice usted eso?

—Porque vi cómo estaba cuando entró en la cueva, después de haberte visto. Vi que te observaba antes de salir.

—Hemos bromeado un poco.

—Lo ha pasado muy mal —dijo la mujer de Pablo—. Ahora está mejor, y sería conveniente llevársela de aquí.

—Desde luego; podemos enviarla al otro lado de las líneas con Anselmo.

—Anselmo y usted pueden llevársela cuando acabe esto —dijo dejando momentáneamente el tuteo.

Robert Jordan volvió a sentir la opresión en la garganta y su voz se enronqueció.

—Podríamos hacerlo —dijo.

La mujer de Pablo le miró y movió la cabeza.

—¡Ay, ay! —dijo—. ¿Son todos los hombres como usted?

—No he dicho nada —contestó él—; y es muy bonita, como usted sabe.

—No, no es guapa. Pero empieza a serlo; ¿no es eso lo que quiere decir? —preguntó la mujer de Pablo—. Hombres. Es una vergüenza que nosotras, las mujeres, tengamos que hacerlos. No. En serio. ¿No hay casas sostenidas por la República para cuidar de estas chicas?

—Sí —contestó Jordan—. Hay casas muy buenas. En la costa, cerca de Valencia. Y en otros lugares. Cuidarán de ella y la enseñarán a cuidar de los niños. En esas casas hay niños de los pueblos evacuados. Y le enseñarán a ella cómo tiene que cuidarlos.

Other books

Dingo Firestorm by Ian Pringle
The First Stone by Mark Anthony
Must Love Wieners by Griffin, Casey
Frozen by Lindsay Jayne Ashford
Robin Lee Hatcher by Loving Libby
The Reluctant Rancher by Patricia Mason, Joann Baker
Listening to Mondrian by Nadia Wheatley
In a Class of His Own by Hill, Georgia
Warrior from the Shadowland by Cassandra Gannon