Politeísmos (59 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Paula no pudo evitar sonreírse.

—Álex. ¿Siempre tienes que ser tan literal? Me haces gracia, ¿sabes? ¿Lo dices tú, el casto? A ti te gusta follar más que a un tonto un lápiz. ¿O intentas hacerme creer que llevas siete años cantándole a la luna en solitario?

—Eso eran presas —respondió él, encogiendo los hombros.

—Pero qué jeta tienes...

—No, es distinto, Paula. Yo lo que puedo jurarte es que no me he tirado en toda mi vida a más lobas que tú.

—Fabuloso. ¿Debería sentirme especial, Álex? Apuesto a que lo que ha pasado es que no te has encontrado con ninguna, ¿no es eso?

—Pues te equivocas completamente, princesa. Que yo he tenido mis manadas, aquí donde me ves, lobo viejo, matrero y destrozado. Pero yo soy tuyo y a mí no me toca otra loba, ¿me oyes? Te esperaré el resto de mi puta vida —apretó las muelas y habló entre dientes—. Ya podrías haber hecho tú lo mismo, joder... Aunque no sé si cabrearme o no: un perro también es presa, así que no estoy seguro de si te lo tiras o te lo meriendas...; pero llevas demasiado tiempo con él como para no habértelo comido ya y haber escupido el fémur a trozos, la verdad. A los lobos les encanta comer perros. Es un odio racial, profundo y antiguo; y la presa es fácil, gorda y estúpida. Lo suficientemente estúpida como para acercarse meneando la cola a visitar a sus abuelos. Pero saben a pienso. Es repugnante. Saben a lo que comen —soltó el humo en una nube neblinosa—. Viva el anuncio de Dog Chow, ¿eh? Uno de los motivos por los que no tengo tele es por no ver babeando a tanto chucho histérico en pantalla. Me pone enfermo verlos correr detrás del frisbie. ¿Qué le das de comer a tu perro, princesa? No a Fran, al otro. ¿Bolas de barro fritas, como a todos? Y seguro que le encantan.

—Álex, no digas chorradas —replicó ella, entre la risa y el cabreo, sin saber por cuál decidirse—. Se las come porque no le pongo otra cosa, pero pierde el culo en coger lo que se cae de la mesa. Te creerás que un perro es imbécil. Si le plantara un ciervo crudo, reciente, se ponía loco de contento.

—Y al día siguiente tenía una diarrea de cojones fijo. Joder, si están mal hechos. Quince mil años de convivencia con el hombre revientan hasta el intestino. ¡Yo he visto a un perro comer chocolate! ¡Chocolate! ¡Joder!

—Ya. Tu perro, ¿verdad?

El lobo pareció muy incómodo.

—Era un niño... —murmuró—. Me lo regaló mi madre. No iba a tirarlo por la ventana...

—Álex. No es nada vergonzoso haber tenido un perro. Pareces idiota. Recuerdo cómo bufaste el día que encontré la foto en tu cuarto. No sé qué te cabreó más, si que viera tu pinta de capullo con siete años, corte de pelo a cepillo y polo rojo o el pedazo de pastor alemán al que estabas abrazando. ¿Cómo se llamaba?

—Akela. Siempre he sido mazo de original. Y era un bicho estúpido, todo el rato babeando detrás de mí. Lo suficientemente estúpido como para cruzar la calle cuando pasaba un coche a toda hostia. Quedó reventado contra el asfalto, joder... —giró la taza sobre el platillo y contempló el sobre de azúcar sin abrir que se empapaba en el café que había derramado—. Paso de hablar de perros, princesa. En serio. Los detesto cordialmente y me avergüenzan. Se pegan al hombre, lo adoran y hasta intentan hablar para comunicarse con él. No tienen dignidad ni siquiera para estarse callados. El lobo no ladra; sólo canta.

La chica le apretó la mano un instante, ante el asombro de Álex, al que, en esa circunstancia, no le hizo puta la gracia que le tocara, porque supo que lo hacía para consolarle.

—Sé perfectamente cuándo mientes, Álex —decía ella—, y lo que te revienta es admitirme que estuviste llorando meses a tu perro, y que todavía te entran ganas de llorar cuando te acuerdas de él —Paula torció la cabeza. Un mechón de pelo se meció, negligentemente, con el movimiento—. Un perro, Álex, aunque te joda, es un lobo. Pueden cruzarse. Un lobo puede domesticarse y un perro puede asilvestrarse. Los dos son
canis lupus
. Vienen del mismo sitio.

—Pero van hacia lugares
diferentes
, Paula. ¿Nos vamos a poner místicos? Pues no, no es el mismo dios, me cago en la puta. ¿Nos parecemos Fran y yo en algo?

—En mucho, Álex. Y es lo que te jode. Que cuando le miras, ves todo lo que te repatea de ti mismo. ¿Me equivoco?

—¿Y tú, princesa? —replicó él con una sonrisa repentinamente malévola—. ¿Me dices eso porque es lo que a ti te pasa? Pues vaya sufrimiento; espero que folléis a cuatro patas para al menos ese rato no verle la cara —Álex encendió otro pitillo—. Mira, yo con Fran siempre he tenido un problema. Más bien, él siempre lo ha tenido conmigo. Vale, me sigue. Pues de puta madre; que haga lo que le salga de las pelotas. Pero nunca me he podido quitar de la cabeza la sensación, joder, de que...

—De que te envidiaba. Lo sé. Es la pura verdad. En casa no se te puede ni nombrar, Álex...

—... de que, si se atreviera, nada le haría más feliz que darme de hostias hasta dejarme en el suelo. No sé, Paula... —tomó aire—. Ésta es una guerra muy vieja; eterna, entre el hombre y el lobo. Y el perro lucha al otro lado, princesa, con un collar de pinchos en el cuello para desgarrar la garganta del lobo cuando le muerde. Es un puto traidor. Eso es lo que es.

—Es un lobo que defiende a su manada; sólo que su manada no tiene cuatro patas. Coge a un lobo desde cachorro, críalo en cautividad y luego me lo cuentas.

—Me la pela, Paula. Un lobo de zoológico no es un perro. Sus hijos, tal vez. Pero él no. Sólo está atrapado y confundido. Ábrele la puerta y verás cómo corre, si no le vence el pánico. Así es como estás tú, y lo trágico es que te muestro la salida y metes el rabo entre las piernas. Recapitulando: quieres tener crías para aportar al planeta una nueva generación de parásitos que produzcan kilo y medio de basura al día, y Fran te viene a mano, aunque estás hasta los huevos de él, ¿me equivoco?

—Álex —respondió ella acabándosele la paciencia—, ¿quieres que te hable en tu idioma? Pues te repito lo que te dije entonces: si se trata de acabar con las almas humanas, cuantos más hijos tengas, más rápido acabas con ellas y precipitas el final.

—Claro. No, si los del Opus en el fondo... Paula, ya he oído esa teoría antes y no me convence en absoluto. La primera vez que me lo dijiste me pareció una puta excusa que te acababas de montar para salirte con la tuya. Estas criaturas repugnantes dentro de las que vivimos también tienen su pequeño, diminuto y retorcido instinto de conservación, y quieren perpetuarse para seguir destruyendo el medio, deforestando el planeta y llenando el campo de cepos de acero y estricnina para acabar con los pocos, poquísimos competidores que les quedan, que encima resulta que, por una ironía del destino, son los antepasados de “sus mejores amigos” los chuchos. Culpa del lobo, siempre. Enseña a su peor enemigo a cazar en equipo en el paleolítico y luego se sorprenderá de que le intente cazar a él. Al menos la batida del monte tiene su punto épico de guerra abierta, con los putos hombres del campo con la boina y la garrota y el lobo al frente, metiéndose entre las peñas, separándose para despistarlos...

—Álex. No sabes de lo que hablas. Todo lo que dices lo has leído en libros y visto en documentales. Yo he estado en una batida un verano. Tú no.

—Ya me lo has contado. Mira que es irónico, ¿eh? ¿Cuántos años tenías? En el 84 el lobo pasó a ser especie protegida, pero seguro que a los cabreros eso se la soplaba. Siempre lo he dicho: ¿quieres acabar con el problema? Pues con sus armas. Dales una cantidad fija anual, aunque sea pequeña, a todos los ganaderos que vivan en zonas loberas. Si se acaban los lobos, se acaban las pelas. Ya verías cómo les interesaba un huevo no cargarse a uno solo...

—Ojalá se arreglara tan fácilmente —murmuraba ella—. Aquello fue trágico. Agustín ya iba al instituto, así que yo tendría unos nueve años. En principio parecía muy divertido, ya sabes, todo el pueblo echándose al monte, hasta los niños. Hacía buen tiempo y llevábamos bocadillos para pasar el día; era como una excursión. Hasta que se escuchó el primer grito: “¡El llobu! ¡El llobu!”. Agustín me llevaba de la mano. Me cogió a caballito y empezamos a subir y a subir. No lo recuerdo bien, pero no se me olvidará el lobo. Estaba a menos de diez metros. Cortaba la respiración, Álex. Tú eso no sabes lo que es.

—Por desgracia, no.

—Agustín iba a dar una voz para avisar cuando yo le pregunté por qué llevaba el lobo en la boca un peluche. No me acuerdo de eso; me lo contó él.

—Je. Claro. Verano. Una loba cambiando a la camada de madriguera.

—Mi hermano... se dio media vuelta, se metió por otro sitio y ahí empezó a gritar que había visto al lobo. La loba se libró, pero a los demás cachorros los metieron en un saco y los mataron a pedradas. Yo estuve llorando sin parar dos días porque no quería que los mataran, quería que me los dieran. Se rieron de mí. Mi abuelo me justificaba diciendo que “la niña era muy sensible” y que se creía que los lobos eran como sus perritos y podía jugar con ellos... Claro, como yo era “de ciudad” (y se refería a Oviedo), no podía comprender que eran unas alimañas...

—Hubiera sido la hostia que hubieras podido robarlos —interrumpió él—. Así comienzan los centros de protección de especies: recogiendo animales —Álex puso una mueca—. Tu hermano mayor es la polla, ¿eh, Paula? Otro pedazo de lobo como la copa de un pino. Pero de los que no se rinden. Él es ingeniero de montes y tú camarera. Y no lo digo por joderte. Lo digo para que espabiles.

Paula apretó los puños.

—Sí, él es ingeniero de montes y yo camarera. ¿Quieres sabes por qué? Yo no hice selectividad en junio, Álex —él pestañeó estupefacto—. ¿No lo sabías? ¿Estabas demasiado ocupado pensando sólo en ti, tú, tú, tú, el daño que yo te había hecho, lo mucho que te había decepcionado y a los demás que les den por culo?

—Pero si te vi...

—Sí, y me saludaste con un “que te follen”, Álex. En ese momento me di media vuelta y me marché. No entré en la clase. No, no es culpa tuya —añadió al verle la mirada—. Culpa mía, sólo mía: era una cría estúpida y estaba enamorada de un gilipollas. Actué por impulso; no pensé. Y todavía lo pago —dijo mientras recorría con los dedos los canales de punto que hacía la lana tostada de su chaqueta—. En septiembre lo saqué y con nota, pero ya daba igual: no había plazas. Ni en montes ni en biología, y no me daba la real gana ponerme a estudiar algo que no me interesaba ni lo más mínimo. Perdí un año, trabajando en estupideces y sobreviviendo. Ya no podía quedarme en la residencia de estudiantes; busqué piso compartido, pero no soy de convivencia sencilla y lo sabes. Me agarré a Fran como a un clavo ardiendo. Tú puede que seas un lobo solitario: yo no. Yo quiero manada. Yo quiero pareja. Y yo quiero cachorros. Son cosas sencillas, elementales, pegadas a la tierra y al instinto: parir entre sangre, dar leche del pecho, ver crecer al niño, enseñarle a cazar y echarle a mordiscos. Por eso discutimos. No me digas que discutimos porque yo tuviera miedo de irme a Lisboa. Discutimos porque tú no querías tener hijos.

—Paula, tenías dieciocho años. No me jodas.

—¡No quería tener hijos entonces! ¡Quería tenerlos... ahora! Y quería tenerlos contigo, Álex. Y tú, maldita sea, me llamaste
perra
. ¿Te parece normal?

—Va contra la causa —replicó automáticamente—. Lo sabes perfectamente.

—Contra la tuya, te repito. Tu visión es tan válida como la mía.

Él hundió los hombros. Tardó en admitirlo.

—Sí —rezongó—. Pero no se puede tener todo, Paula. No conmigo.

—Por eso empecé con Fran.

—Eso sí que me parece una gilipollez. Podías haber buscado lobos, princesa. Que yo me hiciera la vasectomía si tuviera pelas no significa que todos compartan mi forma de pensar...

—Yo no quería
un
lobo, imbécil. Yo te quería a ti, ¿me oyes? —exclamó con la voz aguda, apremiante—. No... no me hubiera gustado estar comparando de continuo, Álex. Creo que cualquier otro hubiera salido perdiendo. Con Fran sabía lo que había. Sabía lo que era. Era mi amigo. Era una buena persona que tragaría con lo que le pidiera, que estaría a mi lado pasara lo que pasara. Que no desaparecería un día y no volvería hasta después de siete años.

Álex bajó la mirada. Paula seguía hablando.

—Nos fuimos a vivir juntos; yo no tenía dónde caerme muerta con mi sueldo y estaba harta de bailar de piso en piso. Él ganaba poco; yo menos. Me matriculé en montes por fin, pero no pude ir a clase por el maldito trabajo; y no se puede sacar una ingeniería sin ir a clase, Álex, y menos el primer año, que todas las asignaturas son matemáticas puras y duras. La materia que me gustaba empezaba a partir de segundo, y tener que empollar cosas que no tienes ni la menor idea de qué tienen que ver con lo que quieres hacer no te da precisamente ánimos. Yo lo sabía, Fran lo sabía, y me decía que para qué lo intentaba. Me dio exactamente igual; lo único que pretendía era sacarme una para que no me echaran. Aprobé Cálculo en septiembre: cinco pelado. Al año siguiente no me quité ninguna. Fran no dejaba de repetirme que estaba perdiendo el tiempo, que íbamos mal de dinero, que lo dejara...

—Será hijo de puta... —soltó Álex sin poder contenerse—. A ése lo que le pasa es que le jodería en su orgullito tener una novia ingeniero de montes mientras él es un puto electricista, ¿a que sí?

Paula sonrió con tristeza. No le respondió.

—El tercer año me saqué un cuatrimestre, pero suspendí el segundo y no me guardaron la nota en septiembre. Al año siguiente volví a hacer pleno. A mí se me da bien estudiar; me gusta. Siempre he sacado nota. Me desanimé entonces. Empecé a pensar si sería estúpida, si no valdría, y Fran venga a decirme que ya lo haría, que había tiempo... Lo colgué; no para siempre. Necesitaba olvidarme de ello; me estaba torturando, me estaba matando por dentro. Cuando Jaime puso la tienda y contrató a Fran, íbamos más desahogados, y quise volver a intentarlo. La Politécnica me dijo que sí, que muy bien, que muy bonito, pero que no había plazas; de nuevo. Al año siguiente, lo mismo: que los antiguos alumnos van detrás de todos los nuevos, incluso de los que aprueban en septiembre, y no se puede reabrir el expediente si no hay plazas, claro. Y hasta el momento. Álex: la vida te va llevando. A ti también, me temo: no he visto tu cara en ninguna revista de música siniestra, y te juro que estuve un tiempo comprándolas porque estaba convencida de que acabarías triunfando, simplemente porque te gustaba, porque te gustaba tanto... —el lobo giraba la taza en el platillo—. Pero no basta con eso. Nunca basta. Y no, yo no he comido arroz un año. Yo lo que he comido es mierda. A cucharadas, y despacito. El plato entero. Hasta que te empachas.

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