Politeísmos (25 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—E. L. G. A. T. O.

—Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.

—E. L. Z. O. R. R. O.

—Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.

—E. L. C. U. E. R. V. O.

—Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.

—Chicas... —susurró Mónica—. Mirad las sombras.

Las otras dos levantaron la vista, pestañearon y se quedaron sin habla. Contra la pared distinguieron tres siluetas que se sacudían con las luces de las velas y que parecían cualquier cosa menos humanas. La sombra de Rebeca se estiraba hasta rozar el techo; al llegar al ángulo se dividía en las aristas de la cabeza de un gato con sus orejas picudas. El rabo se perdía en la esquina opuesta. Tras Verónica se retorcía un zorro dando coletazos. En la de Mónica se abrían unas inmensas alas.

—A. H. O. R. A. O. S. L. O. S. D. O. Y —la ficha se fue hasta el centro—. A. H. O. R. A. O. S. L. O. S. Q. U. I. T. O.

Sopló un viento helado desde la nada y las velas se apagaron de golpe. Las tres chillaron de pánico con todas sus fuerzas, como si quisieran romperse los tímpanos. Se habían quedado completamente a oscuras. No dejaron de gritar en un buen rato, excepto para coger aire y seguir aullando.

La luz de la calle entraba por la ventana abierta. Salía un humillo leve de las mechas. Según pasaron los segundos, se les acostumbraron las pupilas y volvieron a distinguir la tabla.

—D. E. C. I. D. L. E. S —giraba el taco de madera—. A. D. I. O. S.

—¡No! ¡No! ¡NO! —clamó Rebeca angustiada—. ¡NO!

—No es posible... —exhaló Mónica—. No puede ser. ¿Nos los ha quitado? ¿Se los ha llevado?

—¡No! —exclamó Vero—. ¡Me niego a creérmelo! ¿Quién coño es él para quitarnos a nuestros dioses?

—E. L. Q. U. E. E. S. T. A. P. O. R. E. N. C. I. M. A. E. N. L. A. C. A. D. E. N. A. A. L. I. M. E. N. T. A. R. I. A.

—Dios... dios... dios...

—E. L. S. U. P. E. R. P. R. E. D. A. D. O. R.

—No puede ser...

—E. L. P. R. I. M. E. R. C. A. I. D. O.

—Por favor... —imploró Rebeca—. ¿Qué te hemos hecho nosotras?

—E. L. L. U. C. I. F. E. R. D. E. L. P. A. N. T. E. O. N.

—Oh dios mío... —gimió Mónica—. Por favor...

—¡No quiero estar sola! —rugió Verónica—. ¡No quiero!

—¿Nos los vas a devolver?

—G. A. N. A. O. S. L. O. S.

Rebeca se mordió la boca con histeria.

—Entonces no hay más de que hablar, ¿no?

Mon estaba llorando a lágrima viva. Verónica, colérica, apretaba el puño izquierdo, sin atreverse a retirar la mano de la ouija, pero la pieza móvil del tablero se había quedado quieta.

—¿Se ha ido ya? —preguntó Mónica con un hilo de voz.

—N. U. N. C. A. M. E. M. A. R. C. H. O. S. I. E. M. P. R. E. E. S. T. O. Y. A. H. I —se dirigió al centro de un giro seco—. V. I. G. I. L. A. N. D. O.

—¿Podemos quitar el dedo?

—H. A. C. E. D. L. O.

La ficha se movió entre la jota y la a rápidamente antes de detenerse de golpe. Las chicas se abrazaron entre ellas, temblando. Verónica, de rabia. Las otras dos, de terror.

—Dios mío... dios mío...

—¿No os sentís... raras? —preguntó Rebeca—. Como vacías...

—¡Vacías, joder! —explotó Vero—. ¡Vacías! ¡Hijo de la grandísima puta!

—¡Verónica, cierra la boca, que está todavía aquí!

—Ha dicho que no se marcha
nunca
...

—¡Es un jodido farol! ¡A ver! ¿Qué más puede hacerme? ¡Venga!

—¡Cállate! ¡Maldita sea! ¡Cállate! —Rebeca la aferró y le puso la mano en la boca—. ¡Cállate si no quieres que te dé una hostia, Verónica! ¡Sabes perfectamente que lo hago!

Dejó de gritar. Tomó aire jadeando.

—Vale. Ya estoy tranquila. Ya está —apretó los dientes—. ¿Y ahora qué? ¿Hacemos otra ouija?

—¿Tú te has vuelto loca? ¡Ni de coña vuelvo yo a poner las patitas en esa tabla!

—A mí me da miedo hasta tocarla... —susurró Mónica—. Encended la luz, por favor. Encended...

—Yo... —Rebeca se clavó los dientes en el labio—. No me atrevo a ir hasta la pared.

—Pues yo tampoco. Rebeca. Abrázame, por favor... Estoy muy asustada...

—¡Ya voy yo, coño! ¡Y coge a ésta para que no se haga pis encima! ¡Suéltame, Rebeca! ¡Joder!

Verónica se soltó de la presa, se incorporó y le dio al interruptor.

—Hale. Ya. Luz.

Se dejó caer de piernas y brazos cruzados con una mueca enfurruñada. Le dio un empellón a la tabla de ouija, echándola contra las velas y derramando cera tibia sobre la madera del suelo.

—¿Tú eres tonta o qué te pasa? —interpeló Rebeca a Vero mientras mecía a Mon, que lloraba como un bebé.

—Sí. Soy tonta. Eso es lo que pasa. Que encuentro una cosa que me importa y la pierdo a la semana. Eso es lo que pasa. Que soy imbécil.

—Rebeca... —tremuló Mónica entre sollozos—. Vamos a ver a Álex. Álex puede ayudarnos. Él sabrá qué hay que hacer para que vuelvan con nosotras.

—¡Es cierto! —asintió Rebeca cayendo en la cuenta—. Es su dios. Él puede pedirle que nos quite la maldición. Vamos a buscarle ya mismo.

—¡Ni en broma! ¿Estáis gilipollas?

—Verónica, trágate tu puto orgullo. Estamos bien jodidas y Álex puede ayudar y lo sabes. ¿O es que tú te sientes
completa
?

Vero derrumbó los hombros. Se echó hacia delante hasta combar toda la espalda y dejar que resbalaran los bucles rojos contra el parqué. Golpeó con los puños el suelo y rompió a llorar.

—Estoy vacía...

—No está aquí —dijo Verónica saliendo del local—. Su puta banqueta junto al pincha está ocupada por un gilipollas, así que tampoco he notado mucho el cambio. Si queréis le preguntamos a él...

—¿Vamos entonces al H***? —sugirió Rebeca—. En el S*** yo no lo le he visto jamás, pero a lo mejor va por el D***. Eso sí, me he quedado sin un duro; no puedo pagar la entrada... ¿Pasas tú sola, Vero?

La chica bufó.

—Éste está delante del ordenador en su casa o poco le conozco. ¿No ves que es antisocial?

Mientras caminaban hablaban de sus respectivos agujeros en las entrañas. Se notaban vacías. Ligeras. Como si el viento pudiera levantarlas y llevárselas sin esfuerzo; el peso tranquilizador de las almas se había desvanecido. Mónica iba callada. Al lado del portal, suspiró como quien está acostumbrado a perderlo todo.

—Yo no siento ninguna diferencia —dijo.

—¿No? —le interrogó Verónica inclinando la cabeza—. Venga ya, Mon. Yo... yo me siento tan sola..., tan hueca... que tengo ganas de gritar. De gritar... ¡De gritar!

A Vero le entró un espasmo de llanto. Presionando muy fuerte los puños, los ojos y la mandíbula, consiguió que se pasara. Rebeca le rozó el hombro.

—Tía...

—Yo no siento nada —repitió Mónica de forma terminante—. De verdad... No hay ninguna diferencia. Yo siempre he estado así. Siempre me he sentido así. Hueca, como decís vosotras. Yo lo estoy. Así que... —apartó la vista—. Llevo un rato dándole vueltas... He estado pensando... que Álex se equivocó. Yo debo de ser..., no olvidaré su frase: “uno de esos seres insulsos que aún no han sido atacados por un dios y que están vacíos”.

—Qué dices, Mon.

—No digas tonterías.

—No es ninguna tontería. Es la pura verdad —se recostó contra la pared e inclinó el torso, ocultando la cara con la mata de pelo y apoyando las manos en las rodillas—. Así que valorad lo que habéis perdido. Vosotras al menos los tuvisteis un tiempo. Es mejor tener algo y perderlo que no haberlo tenido nunca; y sé de lo que hablo.

—Mónica, cariño...

—Siempre pensé que yo no era lo bastante fuerte... lo bastante buena... como para tener un dios sólo para mí. Y además un cuervo. ¡Un cuervo! —se rió por no llorar—. ¿Por qué se iba a fijar en mí? Yo no soy tan especial. Yo no soy nadie.

—Mon. No te consiento que pienses así.

—No puedes hacer nada por evitarlo, Rebeca. Fue bonito creer en todo esto, ya sabes. Pero se ha acabado.

Verónica le dio una patada al suelo.

—Aquí no se ha acabado nada, ¿me oyes? —la cogió por los hombros y la sacudió—. ¡Espabila! Tú eres tonta. ¿Te crees que me rebajo por el primero que pase a subir a hablar con ese subnormal? ¿Te lo crees de verdad? ¡Lo hago por ti, imbécil! ¡Por las dos! ¿Tú te crees que yo soy amiga de cualquiera? ¡Mónica! Estúpida, idiota —le dio un abrazo potente, rápido, feroz. Se separó—. Mon. Yo te quiero un huevo, ¿de acuerdo? Y no hay nada que más me joda que el que seas así. Por eso te meto caña, joder.

—Yo... —dijo conmovida por el contacto— no puedo evitar ser como soy... Perdona.

—¡No me pidas perdón!

—Lo siento —se rió—. Otra vez. No lo hago a propósito.

Verónica se quedó pensativa.

—Mira —acabó diciendo—. Tíratelo.

—¿Qué?

—Que te lo tires. Creo que es lo que te hace falta, Mónica. Echar un maldito polvo. Y Álex será un cerdo y un gilipollas, pero eso sí sabe hacerlo.

—¿Hablas en serio?

—Completamente. Vas y le pones el coño en la cara. Le encantará.

—Estás de broma... —se rió agudamente—. Además, no sé por qué se iba a fijar él en mí.

—Otra. Joder, igual que con lo del Cuervo. Pues mira, no tengo ni puta idea de por qué te escogió tu dios, pero sí sé que Álex se folla todo lo que tiene tetas y coño, así que deja de decir chorradas. Él es puro sexo. Y violencia. Tú le pones la pierna y se te abraza y se sacude como un chucho, ¿de acuerdo? Ahora vamos a subir, vamos a aguantar su maldita ironía, su sonrisa de lobo hambriento y sus “princesa”. Y según lo que nos diga, veremos si te lo follas. Si tú no te atreves se lo digo yo —guardó silencio, maquinando—. Fíjate lo que estoy dispuesta a hacer por ti, Mon —recapacitó antes de soltarlo—. Me lo follo por última vez contigo. A un trío te juro que no dice que no ni aunque le maten. Aunque yo esté con la regla, estoy segura de que se la sopla. Le tienes bailando si se lo pedimos. Y eso sí que sería un acontecimiento.

Mónica tenía los ojos salidos de las cuencas.

—No estarás hablando en serio...

—Pruébame —los ojos verdosos le relampagueaban—. ¡Rebeca! Llama al portal.

—Llevo ya un buen rato dándole. A lo mejor ha salido.

—Hay luz. Éste está con los cascos. Insiste. Más tarde o más temprano se los quitará para ir a mear.

Sonó el zumbido y empujaron. Subieron los tres pisos. Álex se apoyaba en la jamba de la puerta con una larga sonrisa repleta de dientes. Estaba en pantalones, descalzo y sin camiseta. Les cerraba el paso con los brazos cogidos a los marcos de madera, el izquierdo con el cigarro.

—Pero si son los tres cerditos... —saludó soltando el humo de la calada—. ¿Otra vez os habéis quedado sin casita?

Fue como si las hubiera apuntado con una pistola.

—¿Qué? ¿Qué he dicho? —preguntó al verles las caras congeladas de pánico. Se hizo a un lado—. Anda, que tenéis unas horas de venir de visita... Pasad, que estoy aburrido de código. ¿Ya has acabado con la regla, Verónica?

—Que te jodan —respondió.

—Estamos agresivos, ¿eh? —se rió él—. Me parece perfecto. La sangre que a mí me gusta no es la menstrual, princesa. ¿Alcohol?

Vero lo miró con un espeluzno de desagrado por el vocativo. Mónica y Rebeca ahogaron unas risas nerviosas, que se les pasaron enseguida al recordar por qué estaban ahí. Él se puso a revolver en la alacena.

—Veamos. Tengo aquí vuestra botella de J&B casi sin tocar. Tú, coge unos vasos. Ya sabes dónde están.

—Sí —respondió Rebeca—. En el fregadero, sucios.

—Pues mira, te lo lavas. Y ya de paso los friegas todos si no tienes nada mejor que hacer.

—Imbécil —resopló Vero.

Él levantó una ceja.

—Te noto tenuemente más violenta que de costumbre, Verónica. Verás, a mí que me insulten sólo me gusta mientras follo. Así que mi pregunta es: si estás cabreada conmigo por haberte dejado ayer en la estacada, ¿qué coño has venido a hacer aquí?

Vero no respondió.

—Tenemos un problema —declaró Rebeca—. Un problema serio.

Él iba a hacer un comentario hiriente, pero no le gustaron ni un ápice sus caras. Estaban asustadas de verdad. Incluso Verónica; se lo notó por debajo de toda la mala hostia que llevaba. Mordió el filtro del cigarro y, sin quitárselo de la boca, sacó hielos del congelador y los echó en cuatro vasos sucios tras enjuagarlos un poco. Los llenó de whisky hasta la mitad. Se los tendió y se sentó en el suelo. Acercó un cenicero. Lanzó el paquete de tabaco y el mechero delante de él.

—Listo. Se abre el consultorio del teléfono de la esperanza. Contadme.

Las chicas tomaron asiento a lo indio. Bebieron un trago y se quedaron calladas.

—Adelante. No os voy a morder. Habéis venido aquí para decirme algo, ¿no? Pues soltadlo.

—Hicimos una ouija... —empezó Mónica.

—Aaah... —tiró la cabeza hacia atrás—. No digáis que no os lo advertí. ¿Cuál es el problema? —levantó los bordes de los labios sin poder evitar que se le escapara la ironía a chorros—. ¿Muertos bajo circunstancias extrañas que os piden que les hagáis cositas? ¿Voces en la cabeza? ¿Posesión? Para un exorcismo yo os recomiendo un sacerdote. Pero os habéis equivocado de edificio. San Ildefonso está al final de la calle...

—Álex —interrumpió Rebeca—. Me temo que tú eres el único sacerdote que hay de esto.

Él ciñó la mirada entre los párpados sonriendo.

—Pues lo de la castidad no lo llevo nada bien, princesa.

—Por favor —suplicó Mónica de repente—. Por favor, no te rías de nosotras, que ya tenemos bastante.

—No me río —respondió poniéndose serio—. ¿Qué coño pasa? No soy adivino.

—Los hemos... los hemos perdido.

—¿Que habéis perdido qué?

—Nuestros dioses, maldito lobo hijo de puta —reventó Verónica—. Hemos perdido a nuestros dioses. Por tu culpa.

—A ver —la paró él—, esquizofrenias no. Si empezamos a culpabilizar no juego. Por partes. ¿De qué me estáis hablando? ¿Qué se supone que he hecho yo?

—Vero. Él no ha sido —informó Rebeca—. Él no tiene ni idea de lo que pasa. Álex —empezó a relatar—. Hicimos una ouija y vino el Lobo.

Él hizo auténticos esfuerzos para mantener el gesto inalterable.

—Con mayúscula.

—Con mayúscula. Y nos amenazó. Nos dijo... nos dijo que si necesitábamos algo tan humano como una ouija para comunicarnos con nuestros dioses no merecíamos llevarlos dentro.

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