—No es mío.
—¡Aja! ¡Algo más! —Poirot extrajo un pequeño objeto del fondo de la caja. Era una cigarrera plana, hecha de moaré negro.
—¡Mi cigarrera! —gritó el señor Hardman.
—¿Suya? No, señor. Éstas no son sus iniciales.
Le enseñó dos letras de platino entrelazadas. Hardman la cogió.
—Tiene usted razón. Es muy parecida a la mía, pero las iniciales son distintas. Una «P» y una «B». ¡Cielos! ¡Es de Parker!
—Un joven muy descuidado, especialmente si el guante es suyo también —dijo Poirot—. Una doble pista. ¿No le parece?
—¡Bernard Parker! —murmuró Hardman—. ¡Qué alivio! Bien, monsieur Poirot, espero que recupere las joyas. Recurra a la policía si lo considera necesario. Claro, siempre que esté seguro de su culpabilidad.
—¿Ve, amigo mío? —me dijo Poirot mientras salíamos de la casa—. Hardman mide con una vara a los nobles y con otra a los plebeyos. Yo aún no he sido agraciado con un título, por lo tanto estoy en el bando de los últimos. Eso hace que me sienta inclinado favorablemente hacia el joven Parker. Cuando Hardman sospecha de lady Runcorn, de la condesa y de Johnston, resulta que hay pruebas contrarias a nuestro hombre.
—Y usted, ¿por qué sospecha de los otros dos?
—
Parbleu!
Es muy fácil ser condesa rusa exiliada y millonario sudafricano. Cualquier mujer puede llamarse a sí misma condesa y nada prohíbe que un hombre adquiera una casa en Park Lane y se diga millonario sudafricano. ¿Quién va a contradecirles? Estamos en la calle Bury. Nuestro descuidado joven vive aquí. Como se suele decir, golpeemos el hierro caliente.
Parker estaba en casa. Lo encontramos reclinado sobre almohadones, con un llamativo batín púrpura y naranja. Raras veces he sentido tan desagradable impresión como la experimentada al ver a este joven de rostro blanco, afeminado y de lenguaje pomposo.
—Buenos días, monsieur —dijo Poirot—. Vengo de casa del señor Hardman. Ayer, durante la fiesta, alguien robó todas sus joyas. Dígame, ¿este guante es suyo?
Los reflejos del joven, parecían embotados. Necesitó demasiado tiempo para estudiarlo, como si tratase de ganar minutos para así ordenar sus ideas. Al fin preguntó:
—¿Dónde lo encontró?
—¿Es suyo, monsieur?
El señor Parker se decidió:
—No, no lo es.
—¿Y esta cigarrera es suya?
—Tampoco. Siempre llevo una de plata.
—Muy bien, monsieur. Pondré el asunto en manos de la policía.
—¡Yo no haría eso si fuese usted! —gritó Parker—. ¡Recurrir a una gente tan antipática! Espere un poco. Iré a ver al viejo Hardman.
Seguí a Poirot, que se marchó sin hacerle caso.
—Le hemos dado algo en qué pensar —se rió—. Mañana sabremos lo ocurrido.
Sin embargo, el destino se empeñó en recordar el asunto Hardman aquella tarde. Sin previa advertencia, la puerta se abrió para dar paso a un torbellino de forma de mujer que vino a romper nuestra intimidad. La condesa Vera Rossakoff tenía una personalidad turbadora.
—¿Es usted monsieur Poirot? ¿Cómo se atreve a culpar a ese pobre muchacho? ¡Es una infamia! Ese joven es un polluelo, un cordero. ¡Jamás robaría! No pienso permitir que sea martirizado.
—Dígame, madame, ¿esta cigarrera es de él? —Poirot le enseñó la cigarrera de moaré negro.
La condesa empleó un momento en inspeccionarla.
—Sí, es suya. La conozco muy bien. ¿Y qué? ¿La encontró en casa del señor Hardman? Debió de perderla allí. Ustedes, los policías, son peores que la guardia roja.
—¿Es suyo este guante?
—¿Cómo voy a saberlo? Un guante se parece mucho a otro. Eso no justifica que se le prive de libertad. Tienen que aclarar su inocencia. ¿Lo hará usted? Venderé mis joyas y le pagaré bien por ello.
—Madame...
—¿De acuerdo, pues? No, no discuta. ¡Pobre muchacho! Vino a mí con lágrimas en los ojos. «Yo le salvaré —le dije—. ¡Iré a ver a ese hombre, a ese ogro, a ese monstruo!» Ahora ya está resuelto. Me voy.
Con la misma ceremonia que había entrado, desapareció de la estancia, dejando un intenso perfume de naturaleza exótica tras sí.
—¡Vaya mujer! —exclamé—. ¡Y qué pieles lleva!
—Sí, son auténticas. Una condesa falsificada no llevaría pieles auténticas. Hastings, realmente es rusa. Bien, bien, ahora resulta que nuestro joven fue sangrando a ella.
—La cigarrera es de él. Me gustaría saber si también lo es el guante.
Con una sonrisa Poirot se sacó del bolsillo un segundo guante y lo colocó junto al primero. Obviamente, se trataba del mismo par de guantes.
—¿Dónde lo consiguió, Poirot?
—Estaba con un bastón sobre la mesa del vestíbulo en la calle Bury. De veras, monsieur Parker es un joven muy descuidado. Bien, bien,
mon ami
. Sólo para cubrir el expediente haremos una visita a Park Lane.
Acompañé a mi amigo. Johnston no estaba, pero sí su secretario particular. Éste nos dijo que Johnston hacía poco que había regresado de Sudáfrica. En realidad nunca estuvo antes en Inglaterra.
—¿Le interesan las piedras preciosas? —preguntó Poirot.
—Las minas de oro, en todo caso, señores —se rió el secretario.
Poirot salió de la entrevista pensativo. Aquella noche lo encontré estudiando una gramática rusa.
—¡Cielos, Poirot! ¿Aprende ruso para conversar con la condesa en su propio idioma?
—Ciertamente no escucharía mi inglés, amigo mío.
—Los rusos de buena cuna hablan francés —dije yo.
—Es usted una mina de información, Hastings. Bien, renunciaré a los laberintos del alfabeto ruso.
Tiró el libro con gesto dramático. A mí no me satisfizo su modo de obrar, si bien advertí su peculiar parpadeo, signo inequívoco de que se hallaba satisfecho consigo mismo.
—¿Duda de que realmente sea rusa? ¿Piensa comprobarlo? —pregunté.
—Sé que es rusa.
—¿Cómo lo sabe?
—Si quiere distinguirlo personalmente, Hastings, le recomiendo
Los primeros pasos de ruso;
es una ayuda valiosísima.
Luego se rió y ya no dijo nada más. Recogí el libro del suelo y me puse a curiosearlo, pero fui incapaz de sacar algo en claro.
En la siguiente mañana no hubo noticias nuevas. Esto no pareció preocupar a mi amigo. A la hora del desayuno me anunció su propósito de visitar al señor Hardman. Lo encontramos en su casa con aspecto más tranquilo que el día anterior.
—Bien, monsieur Poirot, ¿hay noticias? —preguntó ansioso.
Poirot le tendió una hoja de papel.
—Aquí tiene escrito el nombre de la persona que robó las joyas. ¿Pongo el asunto en manos de la policía? ¿O prefiere usted que recupere las joyas sin que intervengan los estamentos oficiales?
El señor Hardman miraba el papel. Al fin dijo:
—¡Sorprendente! Prefiero soslayar un posible escándalo. Le concedo carta blanca, monsieur Poirot. Estoy seguro de que será discreto.
Un taxi nos condujo al hotel Carlton, donde Poirot se hizo anunciar a la condesa Rossakoff. Minutos después nos hallábamos en sus dependencias. La condesa salió a nuestro encuentro con las manos extendidas, envuelta en un bello conjunto de dibujos primitivos.
—¡Monsieur Poirot! —exclamó—. ¿Lo ha conseguido? ¿Está ya libre de acusación el pobre infante?
—Madame
la comtesse
, su amigo el señor Parker es inocente.
—¡Es usted un hombrecillo inteligente! ¡Soberbio! Y, además, muy rápido.
—También he prometido al señor Hardman que las joyas le serán devueltas hoy.
—¿Ah, sí?
—Madame, le agradecería muchísimo que me las entregase sin demora. Lamento tener que presionarla, pero me espera un taxi por si es necesario ir a Scotland Yard. Nosotros los belgas, madame, practicamos ese deporte que se llama economía.
La condesa había encendido un cigarrillo. Durante unos segundos quedó inmóvil, soplando anillas de humo, con los ojos fijos en Poirot. Luego estalló en carcajadas, se puso en pie, se encaminó hasta su secreter, abrió un cajón y sacó un bolso de seda negro, que echó a Poirot.
El tono de su voz fue suave, y con cierto deje de indiferencia.
—Nosotros los rusos, por el contrario, practicamos la prodigalidad. Y para esto, desgraciadamente, se necesita dinero. No es preciso que mire su interior. Están todas.
Poirot se levantó.
—Le felicito, madame, por su inteligencia y prontitud.
—Puesto que le aguarda un taxi, ¿puedo ayudarle...?
—Es usted muy amable, madame. ¿Se queda mucho tiempo en Londres?
—Temo que no, debido a usted.
—Acepte mis excusas.
—¿Nos veremos en otra ocasión?
—Así lo espero.
—Yo no lo deseo —exclamó la condesa riéndose—. El mío es un gran cumplido; hay muy pocos hombres en el mundo a quienes yo tema. Adiós, monsieur Poirot.
—Adiós, madame
la comtesse
. Ah, disculpe, me olvidaba; permítame que le devuelva su cigarrera.
Y con una inclinación, le entregó la pequeña cigarrera negra de moaré que habíamos hallado en la caja. La aceptó sin ningún cambio de expresión, salvo una ceja levantada al murmurar:
—Comprendo.
La esposa del pastor dobló la esquina de la rectoría con los brazos llenos de crisantemos. Sus fuertes brazos mostraban huellas inequívocas de estancia en el jardín, pues aparecían manchados de barro, e incluso su nariz lucía alguna muestra de la fértil tierra, si bien ella no se había enterado de tal cosa.
Le costó abrir la verja, que, oxidada, medio pendía fuera de sus goznes. Una ráfaga de aire hizo que su maltrecho sombrero adoptase una postura de mayor descuido.
—¡Qué lata! —exclamó Bunch.
El optimismo indujo a sus padres a bautizarla con el nombre de Diana. Pero la señora Harmon fue conocida por Bunch desde su más tierna edad, y nunca más dejó de llamarse así. Abrazada a sus crisantemos, cruzó la verja y caminó hasta la puerta de la iglesia.
El aire de noviembre era cálido y húmedo. Las nubes corrían por el cielo, mostrando algún que otro parche azul. La oscuridad y el frío eran la nota predominante en el interior de la nave, donde la calefacción se encendía sólo a las horas del servicio religioso.
—¡Brrr! Será mejor que termine ahora mismo o moriré congelada —murmuró.
Con esa rapidez que da la práctica, recogió los diversos jarros destinados a las flores. «Me gustaría que tuviésemos lirios —pensó—. ¡Me cansan los crisantemos!» Sus entumecidos dedos arreglaron los tallos en los respectivos envases.
Ni la originalidad ni el arte lucían en la disposición de las flores. Bunch nunca había sido original ni artista. No obstante, era un adorno casero muy agradable. Cogió los jarros con sumo cuidado y se encaminó al altar. Entonces salió el sol.
Los rayos penetraron a través de la vidriera situada en el lado este, cuyos cristales de color azul y rojo, donativo de un rico feligrés victoriano, refulgieron con repentina opulencia. «Parecen joyas», pensó Bunch.
De pronto se detuvo y sus ojos quedaron fijos en los peldaños del presbiterio, donde yacía una forma oscura.
Dejó las flores en el suelo, ascendió los peldaños y se inclinó sobre el hombre tendido. Luego se arrodilló a su lado y lenta, cuidadosamente, le dio la vuelta. Sus dedos buscaron el pulso en una de las muñecas, y lo halló tan débil como significativa la verdosa palidez del rostro. Sin duda alguna, el hombre se moría.
Tendría unos cuarenta y cinco años y llevaba puesto un traje oscuro no muy limpio. Bunch soltó la fláccida mano que había levantado y miró la otra, que parecía cerrada sobre el pecho. Un examen más detenido le permitió ver que aprisionaba un pañuelo. En la mano se observaban también algunas salpicaduras de color castaño seco, que supuso sangre coagulada. Bunch se sentó sobre sus talones con el ceño fruncido.
Hasta entonces los ojos del hombre habían permanecido cerrados, pero en aquel momento los abrió para fijarlos en el rostro de ella. Aquellas pupilas la miraron sin el más leve atisbo vidrioso. Eran unos ojos llenos de vida e inteligencia. Los labios del desconocido se movieron y Bunch se inclinó para oír las palabras o, más bien, la palabra. Pues sólo pronunció una.
—
Santuario
.
Creyó percibir una desmayada sonrisa en el moribundo, que pasado un momento volvió a repetir:
—
Santuario
.
Luego de un largo y débil suspiro, cerró de nuevo los párpados. Una vez más, los dedos femeninos buscaron el pulso. Lo encontró, si bien más débil e intermitente. Se levantó decidida.
—No se mueva. No intente hacerlo. Voy en busca de ayuda.
Los ojos del hombre se abrieron otra vez, si bien parecieron fijarse en la colorida luz de la vidriera. Murmuró algo que ella no logró captar. Sobresaltada, pensó en que tal vez nombrara a su marido.
—¿Julián? —preguntó—. ¿Vino usted en busca de Julián?
No obtuvo respuesta. El hombre tenía los ojos cerrados y su respiración se hizo más lenta.
Bunch salió presurosa del templo. Miró su reloj y le satisfizo saber que el doctor Griffiths estaría en su consultorio, sólo a un par de minutos de distancia. Entró sin llamar.
—Doctor, venga en seguida. Hay un moribundo en la iglesia.
Minutos más tarde el doctor Griffiths se alzó del suelo, después de examinar al herido.
—¿Podemos trasladarlo a la rectoría? Allí lo atenderé mejor, si bien temo que sea inútil.
—Claro que sí. Iré a disponer las cosas. Le enviaré a Harper y Jones y que le ayuden a trasladarlo.
—Gracias. Telefonearé pidiendo una ambulancia, aunque me temo que...
La frase quedó inconclusa. Bunch preguntó:
—¿Hemorragia interna?
El doctor Griffiths asintió:
—¿Cómo diablos vino?
—Supongo que lleva aquí toda la noche. Harper abre la iglesia por la mañana al irse al trabajo, si bien por regla general no entra.
Cinco minutos más tarde el doctor Griffiths dejaba el receptor en su cuna para regresar al cuarto donde el herido yacía sobre sábanas encima de un sofá. Bunch le llevó una palangana llena de agua y las demás cosas para la cura de urgencia.
—Bien, ya está —dijo Griffiths—. He pedido una ambulancia y lo he comunicado a la policía.
Con el ceño fruncido contempló al paciente, que seguía con los ojos cerrados. El hombre se pasaba la mano izquierda por encima de la herida.
—Le dispararon un tiro —explicó el doctor—. Un disparo a corta distancia. Hizo una pelota con el pañuelo y se la aplicó para evitar la hemorragia.