Pisando los talones (79 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Levantó la vista hacia el cielo y comprobó que, si bien había luna llena, ésta quedaba prácticamente oculta tras un banco de nubes que, a lo largo de la tarde, habían acabado por cubrir casi por completo el cielo de Escania. Seguía haciendo una temperatura agradable, pero había empezado a soplar el viento. «¿Qué hacer?», se preguntaba angustiado. «¿Y qué planea hacer Larstam?».

Miró el reloj. Pasaban siete minutos de la medianoche del jueves 22 de agosto. Pero ya no era ningún consuelo el que fuesen más de las doce de la noche. Larstam lo tenía atrapado. ¿Era posible que hubiese sospechado que Wallander y sus colegas mantendrían vigilada la fiesta del hotel?

El inspector intentaba asimismo hallar una explicación al modo en que Larstam habría podido acceder a su apartamento. Pero no tuvo que meditar mucho tiempo para comprender cómo se las había ingeniado, lo que, por otro lado, le proporcionó la clave para intuir, por primera vez, un modelo de actuación en la conducta del asesino. En efecto, Larstam aprovechaba cualquier circunstancia fortuita. El día anterior, mientras Svedberg recibía sepultura, todo el Cuerpo de Policía estuvo presente en la iglesia. Esa coincidencia le propició el que pudiese disponer de tiempo ilimitado para entrar en su apartamento, antes de hacerse con el juego de llaves que allí tenía guardado.

Un torbellino de ideas se agolpaba en la mente de Wallander. Le dolía la mejilla, y la sangre le bombeaba el miedo, difundiéndolo por todo su cuerpo. Con toda intención, evitaba enfrentarse a la cuestión más importante: la de por qué Larstam lo habría elegido precisamente a él. «He de resolver esto yo solo como sea», se conminó. El edificio que tenía a su espalda no albergaba más que oficinas. De otro modo, habría podido llamar a alguna ventana y despertar a alguien. Consideró también la posibilidad de ponerse a gritar, pues, en ese caso, algún vecino terminaría llamando a la policía. Pero servirse de aquel recurso entrañaba el riesgo de provocar una situación caótica, que no le brindaría la menor oportunidad de avisar a los colegas que acudiesen en el coche patrulla.

Y así, mientras estaba sumido en tan frenética reflexión, oyó el ruido. Era, sin duda, el chasquido de unos pasos en la distancia. Alguien se aproximaba a pie. Los pasos se acercaban. Vio a un hombre que doblaba la esquina. El individuo se dirigía hacia Wallander, que se desprendió de entre las sombras de forma tan repentina que el hombre se detuvo en seco, sobresaltado. Sacó las manos, que llevaba hundidas en los bolsillos, en ademán temeroso. Cuando vio que Wallander se le acercaba, dio un paso atrás.

—Soy policía —susurró Wallander—. Ha ocurrido un accidente y necesito tu ayuda.

El hombre, que rondaría la treintena, lo miró sin comprender.

—¿Acaso no oyes lo que te digo? Soy policía. Llama a la comisaría y diles que Larstam se encuentra en el apartamento de Wallander, en la calle Maríagatan. Pero que deben tener cuidado. ¿Me has entendido?

El hombre meneó la cabeza, antes de balbucir unas palabras en lo que Wallander reconoció una lengua extranjera, polaco. «¡Joder!», exclamó para sí. «¿Cómo no iba a toparme yo con un polaco errabundo en Ystad y en estas circunstancias?».

Intentó comunicarse con él en inglés, a lo que el hombre respondió con monosílabos. Empezó a perder la paciencia. Dio un paso hacia el hombre y le lanzó un rugido que provocó su huida.

Wallander se encontraba solo de nuevo. Larstam estaba allá arriba, tras las ventanas sin luz. Pronto comprendería por qué no acudía nadie, y Wallander no tendría otra salida que darse a la fuga.

Se esforzaba por pensar; estaba seguro de que había otra solución. Por fin, cayó en la cuenta de cuál era. Alzó una mano, como si le hiciese señas a alguien que se encontrase al otro lado de la calle, al tiempo que gritaba y señalaba hacia su apartamento. Torció la esquina hacia el lado desde el que Larstam no podía verlo por la ventana. «Es imposible que sepa que no hay nadie aquí», se dijo. «Y eso me dará unos minutos, aunque siempre existe el riesgo de que se marche, antes de que le resulte totalmente imposible escapar».

En aquel momento sucedió algo en lo que no se había atrevido a confiar. En efecto, un coche giró en dirección a la calle Maríagatan. Sin dudarlo, Wallander se colocó en medio de la calzada y comenzó a agitar los brazos. El coche frenó en seco mientras Wallander echaba a correr hacia el vehículo. El conductor, a todas luces enfadado, había bajado la ventanilla, pero tan pronto como distinguió el rostro ensangrentado de Wallander, comenzó a subirla de nuevo. Wallander tuvo tiempo, no obstante, de introducir la mano antes de que la hubiese cerrado del todo y de abrir la puerta. El hombre, que parecía rondar los cincuenta, llevaba a una mujer en el asiento del acompañante. Una mujer mucho más joven que él, por cierto. El inspector sospechó enseguida que allí sucedía algo raro, pero en aquellos momentos no tenía tiempo para sopesar la situación. A decir verdad, sentía que no le quedaba en la vida más tiempo que el que le llevaría conseguir que Larstam fuera detenido y la investigación se cerrase.

—¡Soy policía! —rugió al tiempo que se las arreglaba para sacar su placa del bolsillo—. Se ha producido un accidente. ¿Lleváis teléfono en el coche?

—No.

«Pero ¿no lleva hoy en día todo el mundo un teléfono en el coche o en el bolsillo?», se preguntó desesperado.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió el hombre lleno de preocupación.

—Eso no importa. El caso es que podéis dar por requisado el coche. Irás directamente a la comisaría. Sabes dónde está, ¿no?

—Pues no, no soy de aquí.

—Yo sí lo sé —intervino la mujer.

—Bien, os vais a la comisaría —prosiguió Wallander—. Y dais aviso de que Larstam se encuentra en el apartamento de Wallander. ¿Lo recordaréis?

El hombre asintió.

—A ver, repítelo —ordenó Wallander.

—Larstam se encuentra en el apartamento de Wallgren —obedeció el hombre.

—¡Qué no, joder! ¡¡Wallander!!

—Larstam se encuentra en el apartamento de Wallander.

—Eso es. Después les dices que Wallander necesita ayuda y que tengan cuidado.

En esta ocasión, el hombre repitió correctamente sus palabras.

—Pero ¿qué ha sucedido? —quiso saber la mujer.

—No puedo decíroslo. ¡Andando! —gritó el inspector.

El hombre asintió de nuevo y el coche se perdió de vista. Wallander se apresuró a regresar a la esquina del edificio y asomó la cabeza. ¿Cuánto tiempo había estado alejado de allí? Poco más de un minuto. Larstam debía de seguir en el apartamento. Wallander miró el reloj. El primer coche de policía tardaría, como máximo, diez minutos en aparecer. La cuestión era si Larstam pensaba esperar tanto.

El dolor le llegaba ya a la cabeza y necesitaba orinar. Se bajó la cremallera sin apartar la vista del portal. Habían pasado tres minutos. Si la mujer sabía realmente dónde estaba la comisaría, ya habrían llegado y, quienquiera que estuviese de guardia, comprendería que era urgente. Wallander comenzaba a abrigar alguna esperanza.

No obstante, transcurridos diecisiete minutos, seguía sin presentarse ningún coche. Wallander empezó a sospechar que no se habían dirigido a la comisaría, que lo habían engañado, de modo que se encontraba como al principio.

Seguía esforzándose por dar con una solución cuando, de pronto, oyó un ruido. En un primer momento, no pudo ni identificarlo ni localizar su procedencia. Prestó atención, pero el ruido había cesado. Por otro lado, había empezado a considerar la posibilidad de bloquear la puerta desde fuera. Larstam estaría alerta, sin duda. Si abría la puerta cuando Wallander estuviese en el rellano de la escalera, éste no tendría escapatoria: en esta ocasión, Larstam no fallaría.

Interrumpió sus reflexiones el ruido que, en la parte posterior del edificio en el que él vivía, hizo el motor de un coche al ponerse en marcha. Sin poder explicar cómo, supo enseguida que era Larstam. Comprendió que el ruido que había oído segundos antes era el provocado por unos pasos sobre el tejado. De modo que se le había pasado por alto aquella vía de escape. En efecto, en el apartamento de Wallander, a media altura, había una claraboya que Larstam debía de haber descubierto. Después, debía de haberse deslizado por el tejado, quién sabe cómo. Mientras razonaba de este modo, cruzó la calle a la carrera y llegó a la otra esquina a tiempo de ver cómo se alejaba un coche rojo. Aunque le resultaba imposible distinguir a la persona que se hallaba al volante, no le cabía la menor duda de que era Larstam. Sin pensárselo dos veces, corrió hasta su propio coche, lo puso en marcha y comenzó a perseguirlo hasta divisar las luces posteriores del coche de Larstam. «Si es que no lo sabe ya, no tardará en darse cuenta de que soy yo quien le va a la zaga», se dijo Wallander. «Pero es imposible que sepa que no voy armado». Salieron, uno tras otro, a la carretera 19, en dirección a Kristianstad. Larstam conducía a gran velocidad y Wallander comprobó que el indicador de su depósito de gasolina estaba en el límite de la banda roja de la reserva. Intentaba imaginarse adónde se dirigiría Larstam, pues estaba convencido de que tenía un objetivo. De hecho, el que condujese tan aprisa no tenía por qué significar que se hubiese entregado a una fuga alocada e imprevista. Atravesaron Stora Herrestad, donde el tráfico era escaso y el inspector no vio circular más que dos coches. «¿Qué hago si se detiene y sale del coche pistola en mano?», se preguntó. Preparado para dar un frenazo en cualquier momento, mantenía la distancia con el otro coche. A aquellas alturas, Larstam debía de haber comprendido que era Wallander quien lo perseguía. De repente, el inspector notó que el coche al que seguía aumentaba la velocidad. Llegaron a un tramo de carretera lleno de curvas, donde Wallander perdió de vista el coche de Larstam. A la salida de cada una de las curvas, se preparaba por si Larstam se había detenido y lo aguardaba al borde de la carretera. Entretanto, no cejaba en su esfuerzo febril por hallar una solución. Estaba solo y nadie sabía dónde se encontraba, con lo que no había quien pudiese facilitarle la ayuda que necesitaba.

El vehículo de Larstam apareció de nuevo ante su vista justo a tiempo de que Wallander lo viese tomar el desvío hacia Fyledalen.

En ese instante, Larstam apagó las luces.

Wallander frenó en seco. Muy despacio, se acercó al desvío. Por entre las grietas del manto de nubes asomaba de vez en cuando la luna llena. Por lo demás, hacía una oscura noche de agosto. Wallander se detuvo al borde de la carretera y apagó también los faros de su coche. Se apeó y se apartó rápidamente del coche. La calma era absoluta. Larstam también debía de haber detenido su coche, pues no se oía ruido alguno de motor. Wallander se adentró en la espesa negrura, siempre por el borde de la carretera. Se subió la cremallera del chaquetón y plegó hacia dentro el cuello de la camisa: el chaquetón era de color azul oscuro, pero la camisa era blanca y podía divisarse claramente en la oscuridad, y se rozó sin querer la mejilla, que comenzó a sangrar de nuevo. Después gateó hasta atravesar el arcén y se encontró en medio de unos pastos, donde pisó algo que emitió un leve y repentino tintineo. Profirió una muda maldición y continuó avanzando por el borde del arcén, a fin de mantenerse apartado del lugar. «No soy yo el único que se muestra atento a los ruidos», razonó. «También Larstam está alerta». Se agazapó e intentó penetrar la oscuridad con la vista. Alzó los ojos al cielo y comprobó que no había ya ni rastro de la luna; sin embargo, una grieta abierta en el manto de nubes se aproximaba lentamente, y calculó que un haz de luz no tardaría en iluminar la noche.

Continuó adelante, sigiloso, siempre por el borde del arcén, hasta que descubrió unos arbustos que se alzaban a su lado. Se ocultó tras ellos pensando que, si no había calculado mal, se encontraba ya en frente de la entrada del parque natural de Fyledalen. Movió un pie y notó un objeto que ofrecía resistencia. Comprobó que se trataba de un viejo tablón de madera y lo asió en su mano con firmeza. «No parece sino que, de forma paulatina, vaya transformándome en un hombre primitivo», concluyó para sí. «La policía sueca se defiende con tablones de madera. Tal vez sea ésta la imagen verdadera de la Suecia que estamos creando: un regreso a las antiguas leyes forales que, en su día, justificaban sangrientas venganzas».

Tal y como él había previsto, por entre las nubes se abrió paso la luz de la luna. Wallander se agazapó aún más tras los arbustos, que despedían un suave perfume a tierra y a lodo. Gracias al resplandor, pudo ver el coche de Larstam, aparcado a la entrada del desvío hacia Fyledalen. Todo parecía en calma en torno al vehículo. Wallander intentó atravesar con la mirada las sombras que lo circundaban. De nuevo las nubes cubrieron la luna y la oscuridad volvió a envolverlo todo. Wallander se esforzaba por pensar con claridad. Tenía la certeza de que Larstam no se encontraba ya en el interior del coche. Pero ¿qué planeaba hacer? Sabía que Wallander le había seguido los pasos y, como el hombre cauto que era, habría contado con que el inspector iría armado. Tampoco cabía duda de que ya habría adivinado por qué los acontecimientos no se habían sucedido como era de esperar, por qué los coches de la policía no habían llegado: el inspector no había logrado establecer contacto con la comisaría. En otras palabras, estaban los dos solos en Fyledalen. Dos hombres armados. Wallander estaba convencido de que su única ventaja, lo único que tenía a su favor, era el hecho de que Larstam ignoraba que su única arma consistía en el tablón de madera que sostenía en sus manos.

Wallander no cesaba de reflexionar. ¿Qué podía hacer? ¿Aguardar al alba? ¿Detener a cualquier vehículo que pasara y, después, ya con los refuerzos, acordonar todo Fyledalen, el límite noroeste de Ystad? No, aquello no daría ningún resultado. Para cuando dispusieran los cordones policiales y los perros policía estuviesen en camino, Larstam ya se habría esfumado. Wallander se había percatado de la enorme capacidad de su oponente para buscarse vías de escape alternativas, de su habilidad para escabullirse.

El inspector sopesaba alternativas inexistentes mientras intentaba percibir cualquier ruido. Pero sólo se oía el murmullo del viento. La sensación de tener a Larstam a su lado lo paralizó en varias ocasiones. En algún lugar, a su espalda, junto a sí, empuñando su arma, la misma que, silenciosa, había apuntado con anterioridad contra su frente. Antes, en su casa, Wallander no había llegado a oír el estallido del proyectil; simplemente, había sentido el dolor tras notar que algo rasgaba su mejilla. A buen seguro, llevaba silenciador.

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