—Permítame observar, Sir Walter —dijo el señor Shepherd una mañana en Kellynch Hall, dejando el periódico—, que las actuales circunstancias se inclinan a nuestro favor. Esta paz traerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales de marina. Todos necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, Sir Walter, para elegir a unos inquilinos, a unos inquilinos responsables. Se han hecho muchas grandes fortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, Sir Walter…!
—Sería un hombre muy afortunado ése, Shepherd —replicó Sir Walter—; esto es todo lo que tengo que decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?
Shepherd sabía que se tenía que reír de la agudeza, y se rió, agregando en seguida:
—Quisiera añadir, Sir Walter, que en lo que a negocios se refiere, los señores de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de negociar y no tengo reparos en confesar que son muy liberales, lo que los hace más deseables como inquilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos pudiésemos topar. Por lo tanto, Sir Walter, lo que yo— querría sugerirle es que si algún rumor trasciende su deseo de reserva (cosa que debe ser tenida por posible, pues ya sabemos lo difícil que es preservar los actos e intenciones de una parte del mundo del conocimiento y curiosidad de la otra; la importancia tiene sus inconvenientes, y yo, Juan Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia, porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot tiene pendientes de él miradas que son muy difíciles de esquivar), yo apostaría, y no me sorprendería nada que a pesar de toda nuestra cautela se llegase a saber la verdad, en cuyo caso querría observar, puesto que sin duda alguna se nos harán proposiciones, que debemos esperarlas de alguno de nuestros enriquecidos jefes de la Armada especialmente digno de ser —atendido, y me permito añadir que en cualquier ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos horas y evitarle a usted el trabajo de contestar personalmente.
Sir Walter sólo meneó la cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo, sarcástico:
—Me figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se maravillen de encontrarse en una casa como ésta.
Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendecirían su buena suerte —dijo la señora Clay, que se hallaba presente y a quien su padre había llevado con él debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una visita a Kellynch—. Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería un inquilino muy deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de su generosidad, son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter, si quiere usted dejarlos, estarán perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que hay dentro y fuera de la casa! Los jardines y florestas se conservarían casi en tan buen estado como están ahora. ¡No tema usted, señorita Elliot, que dejen abandonado su precioso jardín de flores!
—En cuanto a eso —replicó desdeñosamente Sir Walter—, aun suponiendo que me decidiese a dejar mi casa, no he pensado en nada que se refiera a los privilegios anexos a ella. No estoy dispuesto en favor de ningún inquilino en particular. Claro está que se le permitiría entrar en el parque, lo cual ya es un honor que ni los oficiales de la Armada ni ninguna otra clase de hombre están acostumbrados a disfrutar; pero las restricciones que puedo imponer en el uso de los terrenos de recreo son otra cosa. No me hago a la idea de que alguien se acerque a mis plantíos y aconsejaría a la señorita Elliot que tomase sus precauciones con respecto a su jardín de flores. Me siento muy poco proclive a hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de Kellynch Hall, se lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son soldados.
Después de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:
—En todos estos casos hay costumbres establecidas que lo allanan y facilitan todo entre el dueño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter, están en muy buenas manos. Puede estar usted tranquilo; me cuidaré muy bien de que ningún nuevo habitante goce de más derechos de los que le correspondan en justicia. Me atrevo a insinuar que Sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la mitad del celo que pone Juan Shepherd.
Al llegar a este punto, Ana terció:
—Creo que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos derechos que cualquier otro hombre a las comodidades y los privilegios que todas las casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan duramente han trabajado.
—Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto —apoyó el señor Shepherd.
—¡Ya lo creo! —agregó su hija.
Pero Sir Walter replicó poco después:
—Esa profesión tiene su utilidad, pero lamentaría que cualquier amigo mío perteneciese a ella.
—¡Cómo! —exclamaron todos muy sorprendidos.
—Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos argumentos. El primero es que da ocasión a gente de humilde cuna a encumbrarse hasta posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían soñado sus padres ni sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo lamentable la juventud y el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más pronto que cualquier otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre corre el riesgo en la Marina de ser insultado por el ascenso de otro a cuyo padre hubiese desdeñado dirigir la palabra el padre del primero, y de convertirse prematuramente en un guiñapo, cosa que no sucede en ninguna otra profesión. Un día de la pasada primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos hombres cuyo ejemplo me impresionó tanto que por eso lo digo: Lord St. Ives, a cuyo padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a Lord St. Ives y a un cierto almirante Baldwin, el sujeto peor trazado que puedan ustedes imaginar: con la cara de color caoba, tosca y peluda en extremo, surcada de líneas y de arrugas, con nueve pelos grises a un lado de la cabeza y nada más que una mancha de polvos en la coronilla. «¡Por Dios!, ¿quién es ese vejete?», pregunté a un amigo mío que estaba allí cerca (Sir Basil Morley). «¿Cómo que vejete?», exclamó Sir Basil. «Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?»; yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. «Cuarenta», replicó Sir Basil, «cuarenta solamente». Figúrense mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al almirante Baldwin. Jamás vi una muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el andar viajando por los mares. Me consta que, en mayor o menor grado, a todos los marinos les sucede lo mismo. Siempre andan golpeados, expuestos a todos los climas y a todos los tiempos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una lástima que no reciban un golpe en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.
—No tanto, Sir Walter —exclamó la señora Clay—; eso es demasiado severo. Un poco de compasión para esos pobres hombres. No todos hemos nacido para ser hermosos. Es cierto que el mar no embellece, y que los marinos envejecen antes de tiempo; lo he observado a menudo; pierden en seguida su aspecto juvenil. Pero ¿acaso no sucede lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez con la mayoría? Los soldados en servicio activo no acaban mucho mejor; y hasta en las profesiones más tranquilas hay un desgaste y un esfuerzo del pensamiento, cuando no del cuerpo, que raras veces sustraen el aspecto del hombre de los efectos naturales del tiempo. Los afanes del abogado consumido por las preocupaciones de sus pleitos; el médico que se levanta de la cama a cualquier hora y que trabaja, llueva, truene o relampaguee; y hasta el clérigo… —se detuvo un momento para pensar qué podría decir del clérigo— y hasta el clérigo, ya sabe usted, que se ve en la obligación de acudir a viviendas infectas y a exponer su salud y su físico a las injurias de una atmósfera envenenada. En otras palabras, estoy absolutamente convencida de que todas las profesiones son a la vez necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan ejercer ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos pocos son los únicos que pueden gozar de los dones de la salud y del buen ver hasta el máximo. No conozco otro género de hombres que no pierdan algo de su personalidad al dejar atrás la juventud.
Parecía que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la voluntad de Sir Walter hacia un oficial de la Marina, para inquilino, había sido dotado con la facultad de la adivinación, pues la primera solicitud recibida procedió de un tal almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la Audiencia de Taunton y que le había mandado avisar por medio de uno de sus corresponsales de Londres. Según las referencias que se apresuró a llevar a Kellynch, el almirante Croft era oriundo de Somersetshire y dueño de una respetable fortuna, y deseando establecerse en tierra, había ido a Taunton para ver algunas de las casas anunciadas, las que no fueron de su agrado. Por casualidad se enteró de que Kellynch Hall iba a ser desalojado —pues ya Shepherd había predicho que los asuntos de Sir Walter no podrían permanecer en secreto— y, sabiendo que Shepherd tenía que ver con el propietario, se hizo presentar a él con objeto de requerir datos concretos. En el curso de una grata y prolongada conversación manifestó por el lugar una inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de que sólo lo conocía por las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo que le dio al señor Shepherd, podía tenérsele por hombre digno de la mayor confianza y de ser aceptado como inquilino.
—¿Y quién es ese almirante Croft? preguntó Sir Walter en tono de frío recelo.
El señor Shepherd le informó que pertenecía a una familia de caballeros y nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una breve pausa y Ana agregó:
—Es un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las Indias Orientales, donde permaneció, según creo, varios años.
—Si es así, doy por descontado —observó Sir Walter— que tiene la cara anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.
El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que el almirante Croft era un hombre sano, cordial y de buena presencia; algo atezado, naturalmente, por los vendavales, pero no demasiado; un perfecto caballero en sus principios y costumbres y nada exigente en lo tocante a las condiciones. Lo único que quería era tener una vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse el gusto y no se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le costaría una buena suma, por lo que no se extrañaría que Sir Walter le pidiese más dinero. Preguntó por el propietario y dijo que le gustaría presentarse, desde luego, aunque sin insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una escopeta, pero que nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.
El señor Shepherd derrochó elocuencia sobre el particular, señalando todas las circunstancias relativas a la familia del almirante que lo hacían particularmente deseable como inquilino. Era casado pero no tenía hijos; el estado ideal. El señor Shepherd observaba que una casa nunca está bien cuidada sin una señora; no sabía si el mobiliario corría mayor peligro no habiendo señora que habiendo niños. Una señora sin hijos era la mejor garantía imaginable para la conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante, y estuvo presente mientras ellos trataron del asunto.
—Parece una señora muy bien hablada, fina y discreta —siguió diciendo Shepherd—. Hizo más preguntas acerca de la casa, de las condiciones y de los impuestos que el mismo almirante; creo que es más experta que él en los negocios. Y además, Sir Walter, descubrí que ni ella ni su marido son extraños en esta comarca, pues sabrá usted que ella es hermana de un caballero que vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay, caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momento no puedo recordar su nombre, a pesar de que hace poco lo he oído. Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el nombre del señor que vivió en Monkford, el hermano de la señora Croft?
Pero la señora Clay hablaba tan animadamente con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.
—No tengo idea de a quién puede usted referirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballero residente en Monkford desde los tiempos del viejo gobernador Trent.
—¡Caramba, qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombre con el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como conozco mis propias manos; lo he visto cientos de veces; recuerdo que en una ocasión vino a consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus vecinos: un labriego que entró en su huerto saltando por la tapia, para robarle unas manzanas y que fue cogido
in fraganti
. Luego, contra mi parecer, el hecho fue resuelto por amigables componedores. ¡Qué cosa más rara!
Se hizo una pausa y Ana apuntó:
—¿Se refiere usted al señor Wentworth?
Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.
—¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Wentworth me estaba refiriendo. Tuvo el curato de Monkford, ¿sabe usted, Sir Walter?, durante dos o tres años. Vino hacia el año 5, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan ustedes.
—¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted dándole el tratamiento de caballero. Pensé que hablaba usted de algún propietario. Ese señor Wentworth no era nadie, ya recuerdo. Completamente desconocido, sin ninguna relación con la familia de Strafford. No puede uno menos que extrañarse al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.
Cuando el señor Shepherd se dio cuenta de que este parentesco de los Croft no impresionaba a Sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con el mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad, el número y la fortuna de los componentes de la familia Croft; el alto concepto que tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en arrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino que para ellos no había en esta tierra más felicidad que la de llegar a ser inquilinos de Sir Walter Elliot, lo cual suponía por cierto un gusto extraordinario, que les hacía acreedores a que Sir Walter les considerase dignos de ello.