Perdona si te llamo amor (62 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

BOOK: Perdona si te llamo amor
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Nata, fresas y un semifrío crocante de nueces y melaza. El cocinero llega hasta la mesa y la deja en el centro. Todo el local se prepara. Cantan juntos en una lengua extraña, mezcla de francés e italiano «Cumpleaños feliz…». Niki espera el momento oportuno y se inclina apagando todas las velas. Alguien saca una foto, otro enciende alguna luz. Todos aplauden felices. Niki sonríe un poco azorada y da las gracias. Y luego, sin más, por salir del paso, por hacerles reír, mete un dedo en la tarta y, como si fuese una niña, se lo lleva a la boca. Alessandro aprovecha esa sana y dulce distracción. Se mete la mano en la chaqueta y, cual hábil ladrón, le deja algo frente al plato.

—Felicidades, amor. Gracias por haberme dado una segunda oportunidad.

Y Niki conmovida, aturdida, sorprendida por la fiesta, sonríe… y lo ve. Un pequeño estuche brilla azulado junto al plato de borde decorado.

—¿Es para mí?

Alessandro mira a Niki. Le sonríe. Ella se queda en silencio. No se cree lo que están viendo sus ojos. Lo abre. Y poco a poco asoma del estuche, como el amanecer. Y cada una de las luces del local, cada vela, hasta el más mínimo reflejo se aúnan para poner de relieve su belleza simple. Lo saca. Un precioso colgante, refinado, ligero, elegante, ilumina de repente el rostro de Niki. Una pequeña luna roja, formada con el polvo de un montón de diminutos diamantes y un único diamante en el centro en forma de corazón. Niki la mira fijamente. Miles de reflejos bailan en la piedra, más que un arco iris enloquecido. Baila el azul, el rojo, el azul celeste, el naranja. Hasta las mejillas de Niki adquieren el color de la emoción.

—Es precioso.

Alessandro le sonríe.

—¿Te gusta? Lo diseñé yo mismo en Vivani, en via delle Vite. Huele la caja…

Niki se la acerca a la nariz.

—Hummm, ligero, delicado. ¿Qué es?

—Le eché dos gotas de esta esencia… —Alessandro se saca del bolsillo una pequeña botellita. La abre. Deja caer un poco en su dedo índice—. Es para ti. Es una creación tuya. —Y le toca ligeramente el cuello, acariciándola casi por detrás de las orejas. Niki cierra los ojos. Respira el fresco aroma.

—¡Es buenísimo!

—Es esencia de jazmín.

Alessandro se levanta, coge el colgante, se sitúa a espaldas de Niki. Le pasa un brazo alrededor. Deja el diamante en su pecho. Coge con cuidado los pequeños hilos de oro blanco. Le levanta el pelo con la mano, encuentra el broche y lo cierra. Deja caer lentamente la pequeña gota. Ésta se detiene, en equilibrio sobre el fresco escote. Niki abre los ojos y ve su reflejo en el espejo que hay frente a ella. De inmediato se lleva la mano izquierda al pecho, por debajo del colgante, se da la vuelta, inclina levemente la cabeza y sonríe.

—Es precioso…

—No, tú eres preciosa.

En el local siguen tocando. El hombre y la mujer que antes bailaban ahora se ríen. Se están tomando un merlot joven en la barra. Entra un ruidoso grupo de muchachos y topa con su propia alegría. Pero la mesa de Niki y Alessandro está vacía. Se hallan ya lejos, en la noche parisina, abrazados bajo las estrellas subidas en la Torre Eiffel. La miran desde abajo. Nubes altas, y luna, y barcas que se cruzan, y plazas, y ascensores, y turistas que se asoman y se besan y señalan con la mano en el vacío algo que está más allá, a lo lejos, que se ve desde allí arriba. En las postales no parece tan grande. Y un taxi para dar una vuelta. Los Champs-Elysées y Pigalle y un saludo desde fuera al museo del Louvre con la promesa de regresar pronto. Luego un recuerdo del último Mundial de Fútbol, sin olvidar el famoso cabezazo, y también la frase «¡Devolvednos la Gioconda!». Dejarse llevar, bajarse del taxi, pagar, dar un paseo perdidos en la noche. Caminar junto al Sena, Montmartre, la iglesia de la Sainte Chapelle. Entran, jóvenes, turistas inexpertos que se pierden en la belleza de esos vitrales, de esas mil cien escenas bíblicas a las que los fieles denominan «la entrada al paraíso»… Y sentirse tan felices que ni siquiera tienen valor para desear nada más, para atreverse, de avergonzarse hasta de rezar, a no ser que sea para pedir no despertar de ese sueño. Llegar así, simples egoístas de felicidad, al hotel.

—¡Ufff… estoy alucinada! —Niki se deja caer de espaldas en la cama. Y de una patada precisa arroja sus zapatos nuevos, que caen lejos. Alessandro se quita la chaqueta y la cuelga en una percha que mete en el armario.

—Tengo una cosa para ti.

—¿Más?

Niki se incorpora y se apoya sobre los codos.

—¡Es demasiado! Ya has hecho un montón de cosas preciosas.

—No es mío. —Alessandro se acerca a la cama con un paquete—. Es de parte de las Olas.

Niki lo coge. Un paquete perfectamente envuelto con una nota en el centro.

—El paquete lo ha envuelto Erica, sé lo cuidadosa que es. La letra de la nota, sin embargo, es de Olly. —Niki la abre y empieza a leer. «¡Hola, chica de dieciocho años fugada! Nos gustaría estar a todas contigo en este momento… pero ¡¡¡también con él!!! ¡Alex nos encanta! Al enterarnos de la sorpresa que pensaba darte, todas nuestras defensas cayeron… ¡Puede hacer lo que quiera con las Olas! Vaya, que una buena orgía no estaría mal, ¿eh?»

Niki deja de leer un momento. No hay nada que hacer, Olly es incorregible. Sigue. «Era una broma… De todos modos, te queremos y queremos estar cerca de ti a nuestra manera. ¡Haz buen uso de esto! En fin, ¡hazle ver las estrellas parisinas!»

Niki no sabe qué pensar. ¿Qué será? Toca el paquete, lo aprieta. Nada. No se le ocurre nada. Lo mira y lo remira, le da vueltas en las manos. Nada. Se decide a abrirlo. Rompe el papel y en seguida lo entiende todo. Sonríe divertida y se lo pone por delante. Un camisón de seda azul oscuro, lleno de encajes y transparencias. Empieza a bailar con él en la mano hasta detenerse ante el espejo. Niki inclina la cabeza, mirándose. Alessandro está tumbado en la cama, apoyado sobre un brazo y mira su reflejo. Sus miradas se cruzan. Él sonríe.

—Venga, ¿no te lo vas a probar?

—Sí. Pero cierra los ojos.—Niki empieza a desnudarse, se da cuenta de que los ojos de Alessandro están un poco activos.

—No me fío. —Y apaga la luz. Reflejos nocturnos y la luz de alguna farola lejana y de estrellas ocultas se cuelan entre las cortinas cerradas de la habitación. Niki se acerca a la cama, se sube a ella por el lado de Alessandro, pero permanece apoyada sobre las rodillas. Parece que la hayan dibujado con ese contraluz azul.

—Bien… —Voz cálida y sensual—. ¿Qué tal me queda?

Alessandro abre los ojos. La acaricia suavemente con una mano, buscando el tejido de seda. Baja por las piernas y sigue hacia arriba, más arriba, hasta las caderas, pero no encuentra nada.

—¿Eres una nube acaso? —Y Niki se ríe—. Pues claro, ¿has visto que camisón más ligero? Casi no se nota. —Y un beso, y otra carcajada. Y una noche que pierde sus confines. Y al final las estrellas francesas se ven obligadas a admitirlo. Sí. Otra victoria más. Los italianos lo hacen mejor.

Al día siguiente, un fantástico desayuno en la cama. Cruasanes y huevos escalfados, zumo de naranja y pequeños dulces. Y periódicos italianos que ni siquiera se han abierto. Y se van en un coche alquilado directamente en el hotel. En cuanto se lo traen, se suben con un mapa lleno de indicaciones que les ha escrito encima el joven conserje.

Alessandro conduce mientras Niki le hace de copiloto.

—Derecha, izquierda, derecha de nuevo, sigue recto… al final tienes que girar a la izquierda. —Y se ríe mientras le da un pequeño mordisco a la
baguette
que se ha traído.

Alessandro la mira.

—Eh, hay que ver lo que comes…

Niki acaba de masticar. Cambia de expresión.

—Sí, es raro, ¿verdad? No será que…

Alessandro la mira preocupado.

—¿Niki…?

Ella sonríe.

—Todo bajo control. Me bajó la semana pasada. Es que cuando estoy feliz me entra hambre.

Y siguen por la carretera que sale de París, pero sin alejarse demasiado.

—Mira, allí, es allí. —Niki señala un cartel—. Eurodisney, tres kilómetros. Ya casi hemos llegado.

Poco después aparcan y se bajan.

Y echan a correr cogidos de la mano. Sacan las entradas y entran. Rápidamente, se pierden entre otras personas que sonríen como ellos, chiquillos de todas las edades en busca de sueños.

—¡Mira, mira, ahí está Mickey! —Niki le aprieta la mano—. ¡Alex, hazme una foto!

—¡No tengo cámara!

—No me lo puedo creer. Lo has organizado todo a la perfección y vas y te olvidas lo más simple, la máquina de fotos.

—¡Eso tiene fácil remedio! —Y se compran de inmediato una Kodak de usar y tirar. Y el apretón de manos con Mickey queda inmortalizado al momento. Después un beso a Donald, el abrazo de Goofy y el saludo de Chip y Chop, y otra foto con Cenicienta.

—¡Ahora sí que estás preciosa con esa corona en la cabeza!

Niki lo mira extrañada.

—Pero ¡si yo no tengo ninguna corona! —Entonces Niki mira a Cenicienta, una chica muy hermosa que está a su lado, alta, rubia, etérea, con una sonrisa verdaderamente de fábula. Niki le echa una mirada fulminante a Alessandro, que sonríe.

—Uy, disculpa…, me he confundido. —Y Alessandro sale corriendo, con Niki persiguiéndolo. La Cenicienta se queda allí, sin decir una palabra, parada ante su castillo, mirándolos. Luego se encoge de hombros y sonríe a nuevos visitantes. Por supuesto, no puede entender que también aquello es una fábula.

Y Alessandro y Niki continúan con su paseo, se suben a las Montañas Rocosas y después entran en el mundo de Peter Pan, navegan con el capitán Garfio, se dejan caer por el Oeste, comen algo en un
saloon
y al final, de repente, van a parar al futuro, a bordo de una máquina del tiempo. Tropiezan con Leonardo da Vinci y atraviesan las épocas más diversas. Desde las cavernas hasta el Renacimiento, de la Revolución francesa a los años veinte.

—Oye, podré decirle a mi madre que he estado estudiando historia.

Y siguen, continúan. Se montan en las Space Mountain. Una montaña rusa a velocidad supersónica, sobre el vacío, apuntando hacia la luna para, una vez alcanzada, girar de golpe a la derecha, dejándola atrás y caer de nuevo, con los pelos de punta y el corazón en la garganta latiendo a mil por hora. Las manos muy apretadas sobre el pasamanos de hierro, gritando hasta desgañitarse, con los ojos cerrados, la propia felicidad alocada, irrefrenable, ilimitada.

—Lo hemos probado todo…

—Sí, sí, no nos falta nada.

—Dios mío, estoy muerta. Y sudada… Mira la camiseta se me pega.

Alessandro se acerca y la toca.

—Está empapada, en cuanto lleguemos al coche te la cambias.

—Sí, me pondré la sudadera que llevaba ayer. ¿Qué es eso? ¡Mazorcas de maíz! —Niki echa a correr como una niña por una pequeña plazoleta de estilo antiguo, francés, disneyano. Se acerca al vendedor de mazorcas y, tras un momento de vacilación, señala una con su dedo índice, fino, tímido. Alessandro se le acerca, paga y le sonríe. Joven papá de esa niña que tuvo demasiado pronto y que no se le parece ni siquiera un poco.

—Gracias… —Y un mordisco a la mazorca y un beso a él, y otro mordisco y otro beso. Largo. Muy largo. Demasiado largo. Y alguien sonríe y mueve la cabeza. Y pensamientos casi cinematográficos.
Mi padre, mi héroe
. O mejor aún:
El amor no tiene edad
.

—Eh… —Alessandro mira su reloj—. Nos tenemos que ir. El avión sale dentro de poco.

—No me importaría perderlo. Pero mañana tengo el último examen de historia.

Y se van corriendo, dejando una mazorca mordisqueada lanzada al vuelo en una papelera, al borde de la carretera. Después Niki se cambia de camiseta detrás de la puerta del portaequipajes, en un extraño vestidor parisino.

—¡Creía que por lo menos me harías una exhibición de ballet… o qué sé yo… un cancán!

—Sí, claro, ¡da gracias de que no te muerda dos veces!

—Vamos. —Y Alessandro se ríe, se monta en el coche y salen en la noche. Cuando te sientes así, hasta la broma más estúpida es un buen pretexto para estar alegres. Dejan el coche en el parking. Después una pequeña cola, la documentación, el asiento asignado, las pequeñas maletas de ruedas. Alessandro se saca algo del bolsillo. Pasa el control. Cuando le toca a Niki suena algo. Se le acerca un gendarme francés. Coge un pequeño detector de metales y se lo pasa a Niki por encima buscando a saber qué.

—Niki —dice Alessandro a sus espaldas—, ¿qué has robado?

—¡La Copa del Mundo! —Niki empieza a cantar feliz—. Po po po po po po po…

—Calla, pórtate bien, estáte quieta… ¡que no nos van a dejar salir! —Pero Niki sigue cantando.

—¡Además, no se la robamos, la ganamos! —También Alessandro empieza a cantar—. Po po po po po po po… —Y abraza a Niki feliz. Y se van, dando la espalda, pero juntos, no como en ciertas canciones…

Y nubes ligeras, y una puesta de sol a lo lejos, que desaparece lentamente por el horizonte. El avión se mueve un poco. Niki se aprieta fuerte a Alessandro. Poco a poco, el vuelo recupera la estabilidad y ella se queda dormida. Alessandro la mira, apoyada en él, le acaricia el cabello, suavemente, con la mano izquierda. Se lo arregla, lo aparta para ver mejor la línea de su rostro, delicada, dibujada de un modo perfecto y natural. Esas cejas que escapan, pero sin hacer ruido, en pos de quién sabe qué sueño. El de una niña que se ha pasado el día corriendo tras su felicidad y que por una vez le ha dado alcance.

El avión da un pequeño salto, luego otro más fuerte. Se oyen los motores. Niki se despierta de repente y se abraza a Alessandro asustada.

—¿Qué ocurre? ¡Socorro!

—Chissst… tranquila, tranquila, no pasa nada. —Y la abraza—. Acabamos de aterrizar.

Niki suelta un largo suspiro, después sonríe. Se frota los ojos y mira por la ventanilla.

—Volvemos a estar en Roma.

Y no hay cola, ningún equipaje que esperar, el coche listo en el parking.

—Espera, llamaré a mi casa.

Niki conecta su teléfono móvil, y en cuanto acaba de escribir el pin, comienzan a entrarle varios mensajes. Los abre. Son todas llamadas de casa. Instantes después desaparece todo, está entrando una llamada. Niki mira la pantalla. Se pone un dedo en los labios, haciéndole señas a Alessandro para que esté callado. Abre el teléfono.

—¡Hola, mamá!

—¡Sí, hola! Me tenías preocupada. Lo tenías apagado. Hace dos horas que te estoy llamando. ¿Dónde estabas?

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