Pepita Jiménez (19 page)

Read Pepita Jiménez Online

Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Pepita Jiménez
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación, cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porque no están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería voluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionados requisitos.

Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndola en el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación de D. Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre todo.

—Esta mudanza de mi sobrino —dice—, no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.

¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No hay más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuando estuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo lánguido americano: —¡Apenas llega y ya quiere!… ¡Haga méritos si puede!—. Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, mucha penitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y a gozar de sus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo de místico, no hay don ni favor sobrenatural, sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios del amor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara, sin haberse antes quemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpo con privaciones y abstinencias. Apolonio de Tiana se supone que se maceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestros días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real, tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la
Analítica
de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y… ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha que al fin no tiene otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con un candor y un ímpetu selváticos.

* * *

Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, como para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público.

Sigamos ahora la narración.

* * *

Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo, como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado con que fuese digna de la
Leyenda áurea
se convirtiese en un suavísimo y perpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amor terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algo de tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole
Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva
, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo. D. Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a Booz y exclamar:
Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primera bondad con ésta de ahora
. Así se disculpaba D. Luis de no haber imitado a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba de cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado, porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.

De todos modos no se negaba D. Luis, y esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía, que había destruido su ideal; que había sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero D. Luis se apuraba. D. Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a D. Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Luna decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico lleno de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las familias; y uniendo por último el amor conyugal con el amor de Dios, para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.

Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester allanar antes, y D. Luis se preparaba a allanarlas.

Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien había defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy diversa índole y en cierto modo más grave.

Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros insultos del conde de Genazahar, sino con discursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con que tales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendo que declarar en seguida que Pepita era su novia y que iba a casarse con ella, D. Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños de humana ternura, y de las creencias religiosas que en su alma quedaban íntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginar con su dignidad el abstenerse de romper la crisma al conde desvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepita no necesitaba de la sangre del conde para quedar limpia de todas las manchas de la calumnia, y hasta que el mismo conde, por mal criado y por bruto, y no porque lo creyese, ni quizás por un rencor desmedido, había dicho tanto denuesto. Sin embargo, a pesar de todas estas reflexiones, D. Luis conocía que no se sufriría a sí propio durante toda su vida, y que por consiguiente no llegaría a hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si no empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al conde su merecido, si bien pidiendo a Dios que no le volviese a poner en otra ocasión semejante.

Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle a cabo enseguida. Y pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos, y hacer que trajesen en boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con cualquier otro pretexto.

Supuso además que el conde, forastero y vicioso jugador, sería muy posible que estuviese aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de lo avanzado de la noche, y D. Luis se fue derecho al casino.

El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban; dos eran forasteros como el conde; las otras tres eran el capitán de caballería encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las cosas más al intento de D. Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban en el juego, D. Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir del casino, y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó D. Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le sintiera ni se despertara, subió D. Luis de puntillas a su cuarto con una luz, recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a abrir, y se fue al casino otra vez.

Entonces entró D. Luis en el salón donde jugaban, dando taconazos recios, con estruendo y con aire de taco, como suele decirse. Los jugadores se quedaron pasmados al verle.

—¡Tú por aquí a estas horas! —dijo Currito.

—¿De dónde sale Vd., curita? —dijo el médico.

—¿Viene Vd. a echarme otro sermón? —exclamó el conde.

—Nada de sermones —contestó D. Luis con mucha calma—. El mal efecto que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Vd., señor conde, ha hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella.

—Vamos, me alegro —interrumpió el conde—; pero cuidado, niño, que si la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano.

—Ya de eso cuidaré yo —replicó D. Luis—. Veo que se juega. Me siento inspirado. Vd. talla. ¿Sabe Vd., señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase?

—Tendría chiste, ¿eh? ¡Vd. ha cenado fuerte!

—He cenado lo que me ha dado la gana.

—Respondonzuelo se va haciendo el mocito.

—Me hago lo que quiero.

—Voto va… —dijo el conde, y ya se sentía venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo.

—Ea —dijo el conde, sosegado y afable—, desembaúle Vd. los dinerillos y pruebe fortuna.

Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato.

—No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego —dijo D. Luis—. Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana Vd.

—Así es, amiguito; tiene Vd. un entendimiento macho.

—Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho, como hay tantos por ahí.

—¡Vaya si viene Vd. parlanchín y si saca alicantinas!

Don Luis se calló: jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi siempre.

El conde comenzó a cargarse.

—¿Si me desplumará el niño? —dijo—, Dios protege la inocencia.

Mientras que el conde se amostazaba, D. Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez.

—El fin de todo esto —dijo— es ver si yo me llevo esos dineros o si Vd. se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde?

—Es verdad.

—Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de Vd. debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite.

—¿Qué es eso? ¿Se quiere Vd. largar? ¿Quiere Vd. tomar el olivo?

—Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón de dinero, ¿no hay más que en la banca?

Currito miró, y contestó:

—Es indudable.

—¿Cómo explicaré —preguntó D. Luis—, que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto?

—Eso se explica —respondió Currito—, diciendo: ¡copo!

—Pues, copo —dijo D. Luis dirigiéndose al conde—; va el copo y la red en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes que su enemigo el tres.

El conde que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar.

Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego: pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.

El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el rey de copas, y se detuvo.

—Tire Vd. —dijo el capitán.

—No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja Vd. el dinero.

El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa.

D. Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.

Después de un corto silencio, habló el conde:

—Curita es menester que me dé Vd. el desquite.

—No veo la necesidad.

—¡Me parece que entre caballeros!…

—Por esa regla el juego no tiene término —observó D. Luis—. Por esa regla, lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar.

—Déme Vd. el desquite —replicó el conde, sin atender a razones.

—Sea —dijo D. Luis—. Quiero ser generoso.

El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla.

—Alto ahí —dijo D. Luis—; entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de Vd.?

El conde se quedó turbado y confuso.

—Aquí no tengo dinero —contestó—, pero me parece que sobra con mi palabra.

D. Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo:

—Señor conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad que casi voy ya conquistando; pero, desde que vi esta mañana la crueldad con que trató Vd. a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no quiero hacerme culpado para con Vd. del mismo delito. No faltaba más sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de Vd., prestándole dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que debe a Pepita Jiménez.

Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada:

—¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima…!

Esta última injuria, que recordaba a D. Luis la falta de su nacimiento y caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos.

Other books

You Will Never Find Me by Robert Wilson
Summer of Lost and Found by Rebecca Behrens
Legacy of the Witch by Shayne, Maggie
Forests of the Heart by Charles de Lint
Grave Deeds by Betsy Struthers
The Erasers by Alain Robbe-Grillet