Pathfinder (32 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Sintió que aún llevaba los pantalones, aunque a esas alturas estaban a la altura de sus tobillos. Antes de entrar en contacto con el agua, Rigg ya estaba doblado sobre sí mismo para agarrar el cinturón, y justo después de que sus dos cuerpos chocaran con las aguas marrones del río, ya había introducido el pasador del cinturón en el agujero de la cerradura.

El peso de los grilletes los arrastró al fondo. Para cuando llegaron allí, Rigg ya tenía la mano derecha libre. Se retorció sobre sí mismo y se soltó el tobillo.

Pero no era suficiente. No estaba intentando escapar, como Hogaza y Umbo. Y tampoco quería que Talisco muriera. Si lograba salvarlo, le sería útil. Así que siguió conteniendo la respiración mientras abría los grilletes de los brazos y las piernas del oficial. Ahora, el único peso que los arrastraba era el de su ropa. Pisó una de las perneras del pantalón y sacó las piernas de una sacudida. Luego, aprovechando sus dotes de nadador, arrastró al hombre inconsciente a la superficie.

Cuando su cabeza emergió, Rigg inhaló una bocanada de aire antes de sacar la cabeza de Talisco del agua.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Talisco se está ahogando!

El barco ya se había detenido y los ribereños, utilizando sus pértigas, lo impulsaban corriente arriba. Momentos después, Rigg había logrado llevar al oficial hasta el casco. El general Ciudadano ordenó con voz tensa que se olvidaran de Talisco y cogieran al muchacho.

—¡Soy lo único que impide que se hunda! —gritó Rigg, usando toda la autoridad de su voz. Y, en efecto, los soldados y los ribereños lo obedecieron instintivamente y cogieron también a Talisco. Entonces, Rigg subió por la borda casi sin ayuda. Vio cómo tumbaban a Talisco sobre la cubierta.

Saltaba a la vista que había dejado de respirar.

—¡Llevad al chico adentro! —ordenó el general.

—¡No hasta que consiga que ese hombre vuelva a respirar! —ordenó Rigg a su vez. Y, de nuevo, la autoridad de su voz obró el milagro y los soldados que ya habían extendido los brazos hacia él vacilaron un instante. Rigg lo aprovechó para abalanzarse sobre el cuerpo inconsciente de Talisco y comenzó a hacer con él lo que Padre había enseñado a hacer a todos los niños en Vado Otoño.

Los ribereños tenían su propio método, que consistía en colocar cabeza abajo a los ahogados y golpearlos en la espalda con pértigas o remos. Al parecer, las víctimas de este proceso se recuperaban con la suficiente frecuencia para que los hombres de todo el curso del río continuaran utilizándolo. Lo que estaba haciendo Rigg —presionar el pecho de Talisco para que expulsara el agua y luego juntar su boca con la del oficial y meterle aire en los pulmones a la fuerza— era algo que no habían visto nunca. Algunos de los marineros le gritaron que se quitara de en medio para que pudieran devolverle la vida a garrotazos.

Una herida ensangrentada en la frente de Talisco atestiguaba la fuerza del golpe que Rigg había conseguido propinarle. Se preguntó si el golpe lo habría matado. Pero desde el punto de vista de sus objetivos, tampoco importaba. Mientras alguien lo viera salvar, o tratar de salvar, a Talisco, eso sería lo que contarían todos. El golpe en la frente se consideraría un accidente, que probablemente ni siquiera se atribuyera al propio Rigg, puesto que nadie pensaría que un mozalbete podía tener la fuerza necesaria para asestar un golpe fatal.

Y tendrían razón. Talisco no estaba muerto. Al cabo de unos momentos estaba tosiendo, vomitando agua y respirando por sí mismo, con rápidas y breves inhalaciones.

—Había oído hablar de eso —dijo uno de los ribereños.

—Yo no —dijo otro.

—¿Puedes enseñarnos a hacerlo, chico? —preguntó un tercero.

Pero para entonces, el general Ciudadano volvía a tener la situación bajo control, y estaba furioso y ansioso, por una vez.

—¡Que os llevéis al chico al camarote! —ordenó y, esta vez, Rigg se dejó llevar a empujones de regreso a su prisión.

Momentos después, el general estaba en el camarote con él. Sin alzar la voz, preguntó:

—En el nombre del Muro, ¿qué creías que estabas haciendo?

—Escapar no —dijo Rigg.

—¿Por qué? —preguntó el general—. ¿A qué juegas?

—Las últimas palabras que me dijo mi padre fueron que buscara a mi hermana. Si de verdad soy Rigg Sessamekesh, mi hermana es Param Sissaminka y tengo que llegar a Aressa Sessamo para encontrarla. Y vosotros vais hacia allí, así que seguiré a bordo.

El general Ciudadano lo agarró por la empapada camisa y pegó su boca a la oreja de Rigg.

—¿Qué te hace pensar que dejaremos que te acerques alguna vez a la familia real?

—Bueno, lo que es seguro es que no podré hacerlo si estoy muerto —dijo Rigg—. Pero a la gente le costará más creer que ha sido un accidente después de este intento fallido.

—¿Qué intento? —preguntó el militar—. He visto todo lo sucedido. Ha sido obra tuya de principio a fin.

—¿Quién más lo verá así? —Rigg sacudió la cabeza—. Talisco me dijo que pensaba matarme y hacer que pareciera un accidente. Para convencer a la gente, estaba dispuesto a morir. Yo lo único que he hecho ha sido acelerar la situación y utilizarla en mi propio beneficio.

El general parecía sinceramente sorprendido.

—¿Te dijo eso?

—Me dijo que era su deber. Había decidido que por eso habíais ordenado que nos pusieran los grilletes juntos, para poder enmendarse por haber dejado que escaparan Hogaza y Umbo.

—Yo no ordené tal cosa —dijo el general.

—Naturalmente que no —dijo Rigg—. Vos sólo ordenasteis que nos cargaran de grilletes. Lo demás lo dedujo él solo.

—Me refiero a que no quería eso. ¿De verdad eres tan estúpido?

—Eso depende —replicó Rigg—. Creo que no lo he hecho tan mal. He derribado a un hombre que me duplica en peso y fuerza, me he quitado los grilletes y lo he salvado de morir ahogado.

—Muy teatral. Aplaudiría, pero los hombres que nos escuchan desde fuera podrían creer que estaba golpeándote.

—Puede que pertenezcáis al partido monárquico… el partido monárquico masculino, o puede que estuvierais poniéndome a prueba. Lo ignoro. Pero creo que Talisco pretendía matarme, lo desearais vos o no. Y no tengo intención de morir sin haber conocido a mi hermana.

—Tu hermana —dijo el general—. ¿Y tu madre?

—Mi padre habló de mi hermana. Por lo que yo sé, Param Sessaminka no es mi hermana y Hagia Sessamin no es mi madre. Pero me dijo que mi madre está en Aressa Sessamo, así que allí es a donde me dirijo. Y si me sucede algo ahora, la historia de mi caída al agua con Talisco cobrará un cariz distinto… como vuestro primer intento de asesinarme.

—No te quiero muerto, idiota. Te quiero vivo.

—Pues entonces no me maniatéis con fanáticos antimonárquicos.

El general lo soltó y cruzó el camarote hasta el otro lado. El barco se inclinó a un lado con un movimiento que los hizo tambalearse a ambos.

—Puedes estar seguro de que no lo haré —dijo.

—Cuando lleguemos —dijo Rigg—, dejad que vea a la familia real. Colocadme junto a ellos. Si no me parezco a ellos, la idea de hacerme pasar por su heredero quedaría descartada, al margen de vuestra posición con respecto a tal idea.

—¿Crees que soy idiota? —preguntó el militar.

—Me consta que no lo sois.

—Yo conocí a tu padre, chico. Te pareces a él. Y también a tu madre, tanto que cualquiera que os vea juntos sabrá al instante quién eres.

Rigg no se molestó en fingir que ese comentario no le importaba.

—¿Y no es posible que mi padre, el hombre al que llamaba mi padre, eligiera a un niño que pensara que, al crecer, se pareciese a…?

—No te pareces a ellos —dijo el general—. No eres similar a ellos de un modo vago. Todo el que conociera a tu padre se dará cuenta de que eres su hijo. No eres un impostor, aunque nunca lo reconoceré delante de ninguno de los que van a bordo de este barco. ¿Está claro?

Rigg comenzó a tiritar.

—Supongo que no dejaréis que me ponga algo de la ropa seca que ya no poseo en ese baúl que ya no es de mi propiedad.

El general suspiró.

—Como ya te he dicho, oficialmente no existe aún ningún veredicto. Puedes utilizar la ropa que compraste en O. Ordenaré que te envíen algo seco. Pero sin cinturón.

—No lo necesitaré si no volvéis a cargarme de grilletes.

El general se dirigió a la puerta y allí se detuvo.

—Mearás en un orinal durante el resto del viaje.

Rigg sonrió.

—Ya os lo he dicho, general. Quiero ir a Aressa Sessamo y quiero ir en vuestra compañía. Sólo abandonaré este barco con los pies por delante.

—Te creo —respondió el general—. Pero te vas a quedar aquí, para que ningún otro asesino intente acabar contigo.

—¿Qué vais a hacer con Talisco? —preguntó Rigg.

—Colgarlo, lo más probable —dijo el militar.

—Os ruego que no lo hagáis —dijo Rigg—. Me sentiría como si todo el esfuerzo que he hecho para tratar de salvarlo hubiera sido en vano.

—No te lo agradecerá —dijo el general.

—Siempre puede matarse él mismo —dijo Rigg—. Pero yo no quiero mancharme las manos con su sangre… ni quiero que lo hagáis vos, por mí. Recordad lo que habéis visto, señor. Nunca llegó a levantar una mano contra mí, por mucho que pretendiera hacerlo más tarde. No ha cometido ningún crimen.

—Ha cometido un crimen de estupidez estando bajo mi mando —respondió el militar.

—Oh, vaya —dijo Rigg—. ¿Y últimamente cuelgan a la gente por eso?

El general le dio la espalda y llamó dos veces a la puerta. Se abrió. El militar salió. La puerta volvió a cerrarse y echaron el cerrojo.

Rigg se quitó la ropa empapada, se envolvió en una manta y se sentó sobre el suelo, donde, hecho un ovillo, comenzó a tiritar. Sólo ahora podía afrontar lo que había hecho y pensar con qué facilidad podía haber fracasado y haber muerto. La idea le hizo sollozar de miedo.

13

RIGG SOLO

—Pero aunque cierre los ojos antes de grabar el mensaje en el metal, veré las otras pruebas de que no ha funcionado —dijo el prescindible.

—¿Y eso?

—La existencia del mensaje, después de haberlo grabado, que si el tiempo fluyera en su sentido normal sería antes de que lo hubiera grabado, lo que demuestra que el mensaje se mueve en la misma dirección temporal que nosotros, lo que a su vez significa que el mensaje no está en la versión de la nave que dará, o ya ha dado, el salto.

—Tú cierra los ojos y hazlo —dijo Ram—. Y mantenlos cerrados. Y luego vuelve y dime que lo has hecho sin saber si ha funcionado o no.

—¿Por qué iba a ocultarme datos a mí mismo premeditadamente?

—Porque eso me hará sentirme mejor.

—Entonces miraré y no te lo diré.

—Si lo sabes, tendrás que decírmelo cuando te pregunte.

—Pues no me preguntes.

—Si sé que lo sabes, tendré que preguntar —dijo Ram.

—De modo que tengo que comportarme irracionalmente para darte una esperanza irracional.

—Y luego me moriré —dijo Ram.

—¿Hablas de una situación médica, de una metáfora de tipo emocional o es una intención?

—Una intención —dijo Ram.

—Así que al hacer lo que me pides y permanecer ignorante del desenlace, ¿acelero la llegada del momento en que te quitas la vida?

—No —dijo Ram—. Me la quitas tú.

—No pienso hacerlo.

—Lo harás si te lo ordeno —dijo Ram.

—No puedo —dijo el prescindible.

—Al finalizar el salto por el pliegue, cobraron existencia un total de veinte versiones de mí mismo, diecinueve que marchan hacia delante en el tiempo y yo, o yo y otros diecinueve como yo, que marchan hacia atrás. Sólo puede haber un auténtico Ram Odín.

—Tú —dijo el prescindible.

—Yo soy una versión que no puede hacer nada, cambiar nada ni afectar a nada. A causa de la dirección de mi desplazamiento en el tiempo ya soy, a efectos prácticos, inexistente en el universo real. Declaro que esta copia de mí es defectuosa, inútil y, reconozcámoslo, completamente prescindible. Sólo puede haber una versión real de mí.

—Al matarte a ti sólo eliminaremos al Ram o los Rams que se desplazan hacia atrás en el tiempo —respondió el prescindible—. No afectaremos a los diecinueve Rams que se mueven hacia delante, de los cuales dieciocho serán tan redundantes como tú dices ser.

—Eso no es problema mío —dijo Ram.

El barco tardó veintidós días en llevar a Rigg de O a Aressa Sessamo. Era mucho tiempo para un viaje así, pero a Rigg se le ocurrieron varias razones para explicar esa lentitud.

Para empezar, todas las noches se detenían y echaban el ancla lejos de la orilla y fuera de la corriente. Lo averiguó escuchando con atención las órdenes que se impartían a gritos. Era una práctica muy habitual: se echaba el ancla lejos de la orilla para evitar a los bandidos y no dejarse llevar por la corriente, por miedo a embarrancar en un banco de arena o chocar con cualquier otro escollo en la oscuridad.

En segundo lugar, la corriente perdía fuerza y se dispersaba entre numerosos canales al avanzar por la vasta llanura aluvial del río Stashik. El camino que debían seguir dejaba de estar claro y el piloto no podía saber con total certeza que los canales que antes habían sido seguros no estaban ahora obstruidos por los sedimentos. En dos ocasiones tuvieron que emplear las pértigas para salir de uno de ellos y regresar al canal principal.

En tercer lugar, un avance lento permitiría que los mensajeros que el general Ciudadano hubiera podido mandar por tierra llegaran a Aressa mucho antes que ellos, a pesar de que el camino serpenteaba constantemente y muchas veces estaba bloqueado y en proceso de reconstrucción debido a las frecuentes inundaciones del delta del Stashik. (Muchos de los gobernantes de los imperios que habían hecho de Aressa Sessamo su capital habían sido salvados de los invasores por aquel sistema de fosos y obstáculos, natural e imposible de cartografiar, extendido a lo largo de más de cuatrocientos kilómetros.)

Durante todo este tiempo, después de recibir ropa seca, y ya sin grilletes ni la compañía de un asesino, un espía o lo que quiera que hubiera sido Talisco, Rigg estuvo totalmente solo. Un tripulante —uno distinto cada día— le traía comida en una bandeja por la mañana, que debía durarle todo el día. Se la entregaban bajo los ojos vigilantes de dos soldados, que no decían nada ni tampoco permitían hablar al tripulante o a Rigg.

Rigg se tomaba lo que estuviera caliente para el desayuno y luego guardaba el resto —aunque algunas de las cosas tendían a estropearse— hasta el momento en que oía el ruido que hacían los marineros al echar el ancla, al atardecer. La comida era aceptable —para tratarse de un rancho de a bordo— y debían de mandar botes a la costa de vez en cuando para comprar fruta y verduras frescas, que no escaseaban en la región.

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