Patente de corso (21 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Patente de corso
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El caso es que me ocupaba yo, como ven, en tan alegres reflexiones, cuando los ingleses, o lo que fueran, le pagaron al limpia sus cuarenta u ochenta duros, y después les dio por hacerse unas fotos limpiándose unos a otros los calcos con los utensilios del betunero. Debía de parecerles muy turístico fotografiar el paripé para luego enseñarle, supongo, las fotos a sus madres cuando éstas volvieran a casa de madrugada, tras la dura jornada laboral en las calles de Birmingham, o de Hamburgo, o de donde resultasen naturales las dignas señoras. Uno -el del bañador- hasta había cogido el cepillo y, mientras sus compañeros colocaban los pies en el banco del limpia, hacía ademán de arrodillarse para el afoto. Pero el limpiabotas dijo que ni hablar, y que verdes las habían segado. Que con sus chismes no se fotografiaba nadie. Le ofrecieron entonces un billete de mil, y el hombre se los quedó mirando tieso, erguido, torero, con sus brazos flacos llenos de tatuajes y su pinta de hecho polvo, y les dijo, alto y claro:

- Ezto e un trabajo mu zerio, míster. Y tiene zu dignidá.

Con lo que recogió sus trastos y se fue muy flamenco, la cabeza alta, con su paso inseguro de vino tinto y carajillo, mientras Curro el de los periódicos y los camareros de La Campana lo jaleaban con palmas medio en guasa medio en serio. Y todavía, antes de alejarse, se detuvo un segundo ante mi mesa y, vuelto a medias hacia los guiris, de perfil, añadió, entre dientes:

- Hihosdelagranputa.

Sin duda le dolía lo del billete de mil, pero ya no era cosa de echarse atrás. Así que se tocó el ala del sombrero cordobés con la insignia del Tercio, y se perdió calle Sierpes abajo, tarareando una copla. Y yo volví a mí periódico y a lo del fletan y el bacalao inglés, y la sardina moruna, y lo que aún esté por venir. Y a la foto del ministro Solana y del otro que no sé cómo carajo se llama, el de la pesca; los que gracias a Europa y a la madre que la parió iban a comerse a las patrulleras canadienses sin pelar y a ponemos un piso en Terranova o en los caladeros de Rodolfo Langostino. Y me dije: hay que joderse con el patio, Arturín. Un país condenado de por vida a ser el buen vasallo que fuera si tuviese buen señor. Una tierra donde tienen más dignidad y más vergüenza los limpiabotas que los ministros.

El Semanal, 07 Mayo 1995

Los artistas del spray

Un día palmaré en la carretera. Esta vez no pienso echarle la culpa a nadie, porque tenemos unas carreteras y unas autovías excelentes. Lo malo es que lo que ganas en seguridad lo pierdes en aburrimiento. O por lo menos a mí me pasa. Será cosa de los años y el metabolismo, pero la facilidad en la conducción implica menos necesidad de maniobra, la atención se relaja y entra el sueño, y ya ni soy capaz de advertir los coches de afotos de Picolandia que hace unos días, por fin, me cazaron de marrón total (20 km/h de exceso, a un talego el km= 20.000). Así que para retrasar el fatal desenlace, el arriba fimante recurre a dos tácticas de supervivencia: paro a echar un sueño y/o tomar un café, o me distraigo leyendo las chorradas escritas en los carteles indicadores del MOPT.

No me refiero al texto oficial, por supuesto. Nada tengo que objetar a que se me advierta de que estoy a ciento veinte kilómetros de San Roque o entrando en Las Pedroñeras, capital del ajo manchego y universal. Todo eso es útil y necesario. Lo que me revienta son los rotulistas espontáneos, empeñados en utilizar esa señalización rutera para reivindicaciones y mensajes propios. Porque viajar en automóvil por España es hacer un recorrido increíble por un museo nacional de la estupidez a base de spray, pintura y rotulador.

Echen un vistazo, si no. Uno lleva cincuenta kilómetros, verbigracia, preguntándose cuánto le queda para, no sé, San Serenín de la Sierra, y cuando por fin pasa ante un cartel indicador, la cosa es ilegible porque un capullo partidario de la inmersión lingüística del andaluz ha pintado encima Zan Zerenín de la Zierra. O en vez de kilómetros ha puesto la distancia en leguas, o millas náuticas. O ha escrito que don Cosme es un ladrón y un corrupto, cosa que puede ser muy cierta en el pueblo del tal don Cosme; pero que a mí, que voy de Madrid a Reus, me importa un carajo.

Muchas de esas reivindicaciones o consignas resultan, no lo dudo, legítimas. E imagino que, planteadas en los lugares apropiados, despertarían sin duda mi solidaridad, en vez del estado de cabreo en que me sumen cada vez que me saltan a la cara. Una pintada en un monumento, en un edificio o en un lugar de utilidad pública siempre es detestable porque afea las cosas, y se borra mal, y da una impresión de desaliño y suciedad muy poco agradable. Y además -esto ya es opinión más personal, pero la comparto conmigo mismo- creo que no sirve para nada. Pero si además destruye el servicio original del soporte sobre el que se escribe, carteles indicadores de carreteras nacionales que utilizan los ciudadanos tras haberlas pagado, y muy caras, con el dinero de sus impuestos, la cosa ya entra en el terreno de la agresión directa. Así que los del spray podrían guardárselo donde les quepa, Y creo sospechar exactamente dónde les cabe.

El otro día, sin ir más lejos, viajé de Cartagena a Orense, por carretera. Y el viaje se convirtió en una sucesión alucinante de tachones, pintadas, burdas modificaciones y hasta insultos en los carteles indicadores. Un tal FRC, o algo así, pretende declararle la guerra a Murcia. Por La Mancha hay de todo, incluidos mensajes de los quintos del 93 y la abyecta afirmación de que una tal Isabel es ligera de cascos. En otro tramo, los vecinos de un pueblecito cercano deciden incorporar el nombre de su localidad al cartel de la autovía bajo los de Valladolid y La Coruña, a la que por otra parte un integrista riguroso convierte en A Coruña tachando la L con un borrón negro enorme, aunque el cartel está en Arévalo. En el límite entre Castilla y León, grandes chorreones de pintura roja sobre la palabra Castilla. Más arriba, áspera división de opiniones entre Bierzo gallego o Bierzo leonés. Un poco más lejos han sustituido con enormes y burdas X todas las jotas de un cartel que informa al turista (que no suele ser nativo de Galicia) sobre el carácter monumental de Monforte. Y de postre, durante ciento y pico kilómetros, alguien parece muy interesado en nacionalizar lingüísticamente los avisos de peligro por hielo; con objeto, imagino, de que todos los que no leemos gallego nos rompamos los cuernos al tomar las curvas.

Hay gente que se pasa mucho, tanto en A Coruña, como en Gasteiz, Truxillo, Garnata y Lleida. Uno comprende que, en los tiempos que corren, y con tanto cacique local sacando partido del río revuelto y subiéndose a los trenes baratos, el tenue paso que va del honesto nacionalismo a la gilipollez galopante resulta difuso, y fácil de franquear. Pero no hay que mezclar las ovejas churras con las merinas. A mí déjenme conducir tranquilo.

El Semanal, 14 Mayo 1995

De color (negro)

Estaba el arriba firmante sentado en Recoletos, cuando pasó un negro. Era un negro normal, con buena pinta, que iba con su bolsa del Corte Inglés en la mano. Cerca de mí jugaba un niño de seis o siete años, con una pistola y una enorme placa de sheriff. Y cuando pasó por delante el fulano, el zagal se fue detrás pegándole tiros. Pum. Pum. El negro se partió de risa y siguió camino, a lo suyo. Entonces, la madre del crio, que estaba cerca, le dijo al enano: «Álvaro, no molestes a ese señor de color».

No dijo a ese negro, ni tampoco a ese señor. El pequeño pistolero obedeció, no sin antes dedicarle al paseante un último tiro, el de gracia, y yo me quedé mirando al niño y a la madre mientras pensaba: ahí la tienes, compadre, una madre responsable, o sea, nada racista en absoluto. Irreprochable, educada. Moderna, con sus matices y todo. Seguro que además es de las que se indignan cuando matan a Lucrecia y compadece a los ilegales que sacan en la tele con su patera, como conejos asustados. Una buena mujer y una limpia conciencia.

Y es que vivimos en el tiempo del eterno marear la perdiz y no llamar a las cosas por su nombre. Del mismo modo que procuramos desterrar el dolor y lo feo de nuestras vidas, inventando un mundo artificial donde no vamos a morir nunca y donde todos seremos eternamente guapos y jóvenes, andamos por ahí soslayando cuanto no encaja en el esquema, o pintando las motos de verde. Supongo que todo radica en que ésta es una sociedad que mira continuamente su ombligo y el del vecino, y donde todo cristo anda pendiente del qué dirán, del vete tú a saber, y del no vayan a pensar que yo, etcétera.

Pero lo grave es que, con tanto abusar de ello, incluso los eufemismos y los circunloquios terminan gastándose, pierden sentido o se devalúan, y hay que buscar otros nuevos, Es así como nos pasamos la vida rizando el rizo de lo idiota. Un maestro, título hermoso y absolutamente digno, se convierte en un docente o un enseñante, término del que algunos cantamañanas del gremio estarán orgullosísimos, pero que al arriba firmante le parece una solemne soplapollez. Las chachas de toda la vida son empleadas de hogar -lo que no impide que sigan sirviendo la sopa o barriendo la salita de doña Trini-, y menos mal que no cuajó la propuesta de llamarlas colaboradoras domésticas. Sin olvidar aquel inefable productores con el que el régimen del Generalísimo quiso elevar el paripé a la categoría de arte, esterilizando las enjundiosas palabras trabajador y obrero. O el más reciente personas especiales para los minusválidos -llamarlos inválidos suena ya casi a insulto-, o ese niños diferentes con el que ahora nos ha dado por bautizar a los chiquillos subnormales, como si la deficiencia mental, que no es un término peyorativo sino una circunstancia desgraciada, fuese algo vergonzoso, o la única diferencia a señalar.

Ustedes me van a perdonar, pero el arriba firmante tiene la impresión de que ese miedo a las palabras en el fondo esconde muy mala conciencia. A mí, sin ir más lejos, todo el mundo me ha llamado blanco en África, a veces como insulto y a veces como mera definición de mi apariencia física, porque en África, como en todas partes, también hay de todo: gente normal sin complejos y perfectos hijos de puta. Resulta muy significativo que los que menos importancia dan al carácter socialmente negativo de tal o cual color de piel sean precisamente los niños. Ningún renacuajo se apartará de otro o dejará de jugar con él porque su raza sea distinta, sino al contrario; la curiosidad natural lo empuja siempre a acercarse, y tocarlo, y estar en contacto. Sólo a medida que nos hacemos mayores, y perdemos la inocencia, la sociedad correspondiente nos impone sus filias y sus fobias, que asumimos para congraciarnos con nuestra tribu. O -estadio más sofisticado- ejercemos su misma demagogia barata, cuando lo que está bien visto no es la xenofobia, sino todo lo contrario.

Lo malo no es admitir que hay otras razas, sino creerse superior a ellas. Por eso me queman la sangre todos los mingafrías que no se atreven a pronunciar la palabra negro por culpa de su mala conciencia, y la disfrazan con la jujana del color, como si así le suavizaran el tinte. En color negro, evidentemente, porque por muchas vueltas que le des, ninguna piel negra es color rosa. O llaman, que ésa es otra, con el estúpido paternalismo que no sé de dónde diablos sacan ciertas mulas de varas y comentaristas deportivos varios, morenito a un licenciado en Filosofía o Química Nuclear. O a un fulano de dos metros que juega al baloncesto y cuando sonríe parece el teclado de un piano.

El Semanal, 21 Mayo 1995

El hombre que salvó a Jorge Negrete

Antonio tiene sesenta y cinco años, y entre caña y caña cuenta que sus padres lo engendraron en la cabina de proyección de un cine, mientras en la pantalla John Barrymore le tiraba los tejos a Greta Garbo en Gran Hotel. Y si los orígenes marcan destinos, el de Antonio estaba cantado. Proyeccionista desde que tuvo uso de razón, por sus manos han pasado, en su mágico estado original de celuloide y luz, todas las películas importantes que en el mundo han sido. También los ratos libres los dedicó al cine, y fue portero, acomodador, y extra en un montón de películas americanas de los sesenta. Incluso, de cuando las salas aún se usaban como teatros, conserva recuerdos que lo hacen sonreír a medias, evocador, torciendo el bigotillo por encima del vaso de cerveza. La elegancia de Amparito Rivelles. Las piernas de Celia Gámez. O la paliza que una vez le dio a Manolo Caracol con un garrote, porque el maestro estaba mamado y llamó ladrón al empresario.

Pero es el cine, la materia de que están hechos los sueños, lo que llena la vida de Antonio. A veces, cuando te toma confianza, imita a Cantinflas de un modo tan asombroso que si cierras los ojos imaginas al fulano allí, contigo. Y no sólo eso. Tantas veces ha visto las películas, dos o tres sesiones diarias semana tras semana, que es capaz de recitar diálogos enteros de sus secuencias favoritas. Tú estás, es un suponer, pelando una gamba, y de pronto Antonio te mira a los ojos y te suelta un parlamento de cinco minutos en el que Ben-Hur le menta la madre al malvado Mésala. O te habla como si fueras Grace Kelly -una estrecha, apostilla interrumpiéndose un momento- y él Clark Cable en Malambo. O te sacude a palo seco la secuencia final de Los siete magníficos, tiros incluidos, empalmándola sin transición con el diálogo entre Burt Lancaster y Jack Palance en Los profesionales. Aunque mi momento favorito es cuando Antonio levanta el vaso de cerveza como si fueran los Diez Mandamientos, e imita la voz de Charlton Heston en lo del becerro de oro, con el Sinaí echando chispas y aquel terremoto que, calcula, al Cecilbedemille tuvo que costarle una pasta, de mujeres, claro. Antonio entiende más que nadie; no en balde ha pasado su vida entre las más hermosas del mundo, Y lo cierto es que ninguna tiene secretos .para él, pues las poseyó a todas una y otra vez, en la intimidad de su cabina de proyección. Greta Garbo era elegante, sin más. Kim Novak una especie de ternera guapa, con buenas tetas. María Félix, bellísima pero frígida -Antonio se detiene un momento, medita- o fría, que en cine viene a ser lo mismo. Ava Gardner sí era toda una hembra, de ésas como los Victorinos, que hasta dan miedo. Pero mujer, lo que se dice mujer, la Marilyn Monroe de La tentación vive arriba, o de Niágara. Aquélla -Antonio moja el bigotillo en la espuma de cerveza y suspira, absorto en sus recuerdos- era la leche.

Cuando le preguntas por la censura, te cuenta de los años cincuenta y sesenta, cuando le proyectaba las películas al arcipreste, y éste marcaba con tiras de papel los planos a eliminar. Después él obedecía o no, porque cargarse algunas secuencias -el baile de Kim Novak y William Holden en Picnic, por ejemplo- era una atrocidad. Así que luego el arcipreste le echaba unas broncas espantosas:

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