Pasiones romanas (33 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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—Sí. Voy a una subasta. Te lo había dicho.

—Me encanta verte, pero no te esperaba. Pasa, hombre. ¿Quieres tomar algo?

—¿Dormías?

—Casi.

—Lo siento, pero tenía que verte esta noche.

—¿Tienes algún problema?

—Sí. Necesitaba verte, porque tengo que hacerte un regalo.

—¿Un regalo?

—Hoy hace seis meses que nos conocimos.

—¿Seis meses? ¿Cómo puede pasar el tiempo tan deprisa?

—Quería celebrarlo.

—¿A estas horas? —Se rio.

—Sí. Traigo una botella de champán y un paquete que tendrás que abrir.

—¡Estás loco! —Volvió a reírse.

Llenaron las copas y brindaron por la vida que olía a sol, aunque fuera de noche. Dana era una figura frágil, con el camisón que la envolvía, los pies desnudos, los cabellos sueltos. Estaban sentados en el sofá, uno junto al otro, muy cerca. Se besaron. Después, él le pidió que cerrara los ojos. Tres paquetes dibujaron una línea horizontal en la pared. Antes de abrirlos, adivinó lo que eran. No se lo podía creer. Intentó hablar, pero las palabras no acudían a sus labios. El mundo y ella misma se habían paralizado. Volvieron a temblarle las manos, como en la ópera. Se abrazaron y ella no habría querido abandonar nunca el refugio de aquel cuerpo. Al fin, murmuró:

—Me has traído los cuadros que deseaba. Las mujeres de las estaciones. Son muy bellas. Gabriele, no sé qué decirte. ¿Cómo puedo agradecértelo?

—No tienes que decir nada. Hace tiempo que te pertenecen. ¿Sabes que es una colección incompleta, porque falta el cuadro del invierno?

—Me gustan mucho. Los colgaré en la pared del comedor. Son una explosión de vida. Me recordarán los primeros tiempos en Roma, los paseos hasta el escaparate, el deseo de poseerlos. Pensaré en ello todos los días.

—No, no falta ninguno. Me había equivocado. Ahora lo veo claro.

—¿De qué hablas?

—La colección está completa, precisamente porque es tuya. Me alegra saberlo: la mujer del invierno eres tú.

XXIV

Marcos y Dana se hicieron amigos. Desde el momento en que él la encontró sentada en el suelo junto a la puerta del piso, incapaz de entrar y de enfrentarse a la soledad, cuando él volvía sin prisa, porque nadie le esperaba. Coincidieron por casualidad. Hasta entonces, el azar había favorecido los encuentros entre unos vecinos que no tenían ningún interés en propiciarlos. Se saludaban. Había el punto justo de cortesía, una amabilidad que no iba más allá. Los dos habían vivido un proceso de pérdida parecido que los invitaba a vivir recluidos en una coraza. Intentaban rehacer sus vidas. Cada uno había comprendido que los recuerdos se tienen que alejar, que la memoria puede traicionarnos cuando menos lo esperamos. Conviene mantenerla en su lugar, en un paréntesis, para que no haga daño. Algunas noches, Dana todavía soñaba con Ignacio. Los sueños no se pueden controlar. Podemos intentar poner bridas al pensamiento, apartar ideas poco sensatas, pero resulta imposible gobernar las rutas de los sueños. Antes de dormirse, Marcos recordaba a Mónica. Veía el rostro de su mujer muerta. Le gustaba dibujar el perfil en las sábanas. Durante el día, se esforzaba en hacer de tripas corazón. Actuaba con la calma impuesta que había adoptado como escudo protector. Por la noche, permitía que le invadiera la añoranza.

Hablaban:

—No hemos vivido la misma experiencia, ni siquiera una parecida —insistía Dana.

—¿Qué dices? Los dos hemos perdido a alguien a quien amábamos. Una persona que nos llenaba la vida, pero que se marchó.

—Hay una gran diferencia: Mónica no quería dejarte. Ella habría sido incapaz de causarte dolor. Le tocó tener que morirse, que es una suerte muy dura.

—Ambos nos dejaron solos. Eso nos rompió la vida.

—Es cierto, pero Ignacio podría haberlo evitado.

—Tal vez sí o tal vez no. ¿Conoces las circunstancias que le empujaron a actuar de ese modo? ¿Quién puede conocer las motivaciones exactas? Te puede la rabia. Si olvidas los reproches que habrías querido hacerle, te queda la realidad, pero te refugias en una simple anécdota que enmascara los hechos. Nuestras vidas corren por caminos paralelos.

La pérdida los acercaba. Favorecía un entendimiento, una forma de enfrentarse a la vida. Podían comprender las actitudes del otro sin pedirle explicaciones. Se respetaban los silencios, la urgencia de desaparecer, el miedo. Cerca de la casa, se encontraba el restaurante L'Ornitorinco. Un día a la semana quedaban para comer. Dana volvía de la librería dando un paseo. Cruzaba el corso del Rinascimento, lleno de escaparates y tiendas, pasaba por la piazza di Sant'Eustachio, recorría la via di Santa Chiara y la via dei Cestari. Marcos trabajaba en casa: hacía traducciones del italiano para una editorial. Estaba muchas horas sentado delante del ordenador, la mirada en las líneas de un texto, el pensamiento en la lectura. La concentración y la quietud le ayudaban a no distraerse. Era una buena fórmula para conseguir el olvido momentáneo, que tranquiliza el espíritu, cuando éste vive demasiado inquieto. Siempre pedían lo mismo:
un risotto ai fiori di zucchina
.

—¿Puede haber algo mejor que un arroz que se hace con flores? —le preguntaba ella con una sonrisa.

Él estaba de acuerdo. Bebían vino tinto de Terre Bruñe. Dana le confesaba historias que no se atrevía a contarle a nadie. Marcos ponía en la conversación una vitalidad que el contacto permanente con la escritura incentivaba. Estaba muchas horas rodeado de papeles, sin relacionarse con otras personas. Dana no era sólo la vecina, sino también la cómplice. A cualquier hora, ambos podían llamar a la puerta de enfrente.

Le habló del titiritero. Le contó que estaba por las mañanas en la piazza Navona, todas las mañanas del mundo, dispuesto a hacer bailar a sus personajes. Adivinaba su camisa amarilla antes de verla. La magia de los dedos, transformados en cuerpos danzarines, la cautivó. Había habido un juego en las miradas que no sabía describir, una aproximación en los gestos. Probablemente, había desvirtuado su sentido. Es fácil equivocarse cuando se necesita compañía, establecer lazos que son un suave engaño para el corazón. Las señales que había imaginado no fueron reales. Había hecho una confusa interpretación, producto del deseo de acercarse a alguien. Se lo contaba a Marcos sin rubor. Cuando se decidió a hablar con el titiritero, se había sentido sola. Quería decirle que tenía una casa, pero no encontró las palabras justas. Entre ellos, tan sólo hubo gestos mal interpretados.

Con Gabriele fue diferente. Cuando le conoció, todavía no se había trasladado a la piazza della Pigna. Vivía en la pensión, en un Trastevere lleno de luz. El descubrimiento fue repentino, pero la aproximación fue lenta. Hay sentimientos que nacen en un instante, pero maduran despacio. La experiencia vivida los somete con lentitud. Son como plantas que van creciendo mientras alguien les va podando las ramas inútiles. Marcos la observaba oscilar entre el entusiasmo y la precaución. Una curiosa prudencia, impropia de su carácter, controlaba sus movimientos en el amor. Había días que daba un paso hacia adelante y tres hacia atrás. Tenía actitudes de mujer asustada, que no toma decisiones definitivas porque no acaba de creerse que los sentimientos de los demás puedan durar mucho tiempo. Confiar en alguien no es fácil. Marcos lo podía intuir. Habría querido hacerla reaccionar, decirle que tenía que dejarse llevar. No podemos pretender sujetar las riendas de la vida. Sabía que los consejos no servirían de nada. Para que fuera capaz de perder la inseguridad, había que escucharla; esforzarse por comprender el mundo de contradicciones en que vivía perdida; un mundo que era muy parecido al suyo.

El pasillo separaba las puertas de los pisos. A ambos lados, cada uno había construido su refugio. Dana vivía en un espacio agradable. Había colgado cortinas y cuadros. Había pintado las paredes. Todas las mañanas abría las ventanas de par en par. El vecino vivía frente a un ordenador que le alejaba del bullicio de las calles. Ambos habían intentado huir. Habían escapado de los lugares del amor, porque los espacios nos traen siempre la memoria de lo que hemos vivido. Se esforzaban por inventarse ilusiones, por llenar la vida de pequeñeces que les hacían los días agradables. Cuando comían arroz que sabía a flores, se miraban con afecto. Si él le comentaba que todavía no había llegado la transferencia de la editorial, ella se ofrecía a prestarle dinero. Marcos le preparaba ensaladas o carne al horno que cocinaba con especias. Le acercaba un cuenco de sopa caliente a su casa. Si tenía prisa, pulsaba el timbre tres veces y lo dejaba en el suelo, cerca de la puerta. Junto al plato, un barco hecho de papel de periódico para que se acordara del vecino, que era un navegante sin nave ni mares.

A veces, Marcos quedaba con una chica para ir al cine o para salir a cenar. Eran encuentros fugaces, que no solía repetir con la misma persona más de dos veces. Se cansaba pronto de los intentos de actuar con normalidad, de conocer gente nueva.

—¿Sabes qué pasa? —le decía—. Probablemente, no es culpa suya. Son mujeres encantadoras que se merecen toda mi atención. Pero yo sólo puedo ofrecerles un comportamiento educado, a menudo distraído, una conversación que nunca entra en terrenos peligrosos. Me gusta evitar las confidencias, esas actitudes de falsa complicidad que favorecen ciertas personas. ¿Qué tendría que contarles? Mi vida, no. Estoy sentado con una de ellas, en un restaurante o en un café, y no se me ocurre nada que decirle. Me doy cuenta de que no me interesa la conversación, de que echo de menos la butaca de mi casa, el libro que leo. Entonces comento alguna película, o me entretengo en divagaciones absurdas sobre la carta de vinos. Si me vieras, te morirías de risa. Quizá te parecería patético. No sé. El problema es siempre el mismo: nunca salgo con una sola mujer. Aunque la otra no lo adivine, somos tres. La recién llegada, Mónica y yo. Hacemos cola en la taquilla del cine, ocupamos las butacas correspondientes en la sala, o en la mesa del restaurante. Pido al camarero los vinos que le gustaban a ella. Me invento el vestido que lleva. Veo su sonrisa en todas las demás sonrisas. ¿Te imaginas la situación? Cuando la soledad me puede e invito a una mujer a subir a casa, hay tres personas entre las sábanas.

Era una noche cálida. No conseguía dormirse. Habían pasado meses desde que se instaló en el piso. La relación con Gabriele se encontraba en punto muerto: ni avanzaba ni retrocedía. A menudo se preguntaba hasta dónde llegaban los límites de la paciencia de aquel hombre. Hacía demasiado tiempo que la esperaba. Ella aplazaba los compromisos con excusas que ya no servían. En cualquier momento, él podía desaparecer de su vida. Dejar de llamarla o de visitarla. Era consciente de que una relación es cosa de dos, de que ella no ponía la suficiente energía. A menudo sólo se dejaba querer. Es una grata sensación permitir que alguien nos acompañe, que nos coja de la mano, que nos llene la vida de belleza. Gabriele era generoso, gentil; ella se había convertido en una criatura llena de recelos. Después del entusiasmo inicial, se había impuesto el miedo. Daba vueltas en la cama, preguntándose por qué no era capaz de reaccionar. No habría querido renunciar, pero no hacía demasiados esfuerzos para evitarlo. Se sentía culpable y, a la vez, paralizada para actuar. Estaba nerviosa. Un nudo en el estómago le dificultaba la respiración. Miró a través de la ventana; la plaza estaba tranquila. No había peatones ni le llegaban ecos de conversaciones. Gotas minúsculas de sudor recorrían su cuerpo. «¿Cuántos miedos tengo que vencer?», se preguntaba. Al miedo de vivir se le sumaba otro: el miedo a perderle. Eran sentimientos que se parecían, pero que implicaban una contradicción profunda. Para poder estar con Gabriele, primero tenía que perder el pánico a la vida. Saltó de la cama. Se puso unos pantalones, una camisa blanca. Con los cabellos sin peinar y una expresión de fatiga, salió al pasillo. Cuando llamó a la puerta de Marcos, el reloj marcaba las dos de la madrugada.

Él no tardó en abrir. Llevaba un pijama de rayas y tenía cara de sueño. El rostro somnoliento de quien se esfuerza por volver a la realidad. Le sonrió, interrogante. Quería saber si no se encontraba bien, si tenía algún problema. Durante un momento, ella sintió la tentación de volver atrás. Le dolía molestarle. ¿Cómo podía decirle que no había razones concretas que justificasen una visita a esas horas tan intempestivas? Sólo la angustia de sentir que la mente vuela. Se abrazaron, el cuerpo de Dana entre los brazos de Marcos. La piel le temblaba. Él le decía cosas tranquilizadoras al oído. No le hizo ninguna pregunta, porque hay momentos en que las palabras no nos sirven. Dana empezó a llorar. Lloraba de impotencia y de rabia por el pasado, por sí misma. Marcos la apretó con fuerza.

Hay lágrimas que curan. Están hechas con el dolor que ha ido acumulándose, que no nos atrevíamos a dejar marchar. Se parecen a la lluvia, que limpia las fachadas de las casas, que se lleva el barro, la suciedad. Son lágrimas que nos devuelven la calma, la vida, la sensación de poder escribir de nuevo el universo. Borran todo lo que estaba escrito con una caligrafía entorpecida por las viejas historias. Dejan un rastro de papel en blanco. Dana no lo sabía, pero estaba volviendo a la vida después de un exilio que había durado muchos meses. Cuando la miró a los ojos, Marcos lo entendió. Le acarició los cabellos, las mejillas húmedas. Se detuvo en los labios entreabiertos. Se besaron sin la euforia de los amantes, pero con la urgencia de quienes necesitan saber que están vivos. Pasaron algunos minutos, hasta que ella le dijo:

—No soy Mónica. ¿Te das cuenta? —Había ternura y gratitud en su voz.

—Yo tampoco me llamo Ignacio. ¿Lo sabías?

—Sí. Tenemos que saberlo: ellos ya no están.

—No volverán jamás. Tenemos que aprender a vivir sin sus sombras.

—Tienes razón.

—Quiero que sonrías. Vamos a dar una vuelta.

—¿A estas horas?

—Cualquier momento es bueno para visitar el
Pasquino
.

—¿A quién?

—Ven conmigo.

Se vistieron y salieron de la casa. La plaza era un oasis de silencio. Anduvieron por calles que conocían de memoria.

En la oscuridad, todo adquiere un aspecto distinto; se suavizan unos contornos, se acentúan otros. Dana contemplaba un nuevo espacio, sin acabar de creerlo. La oscuridad se impone en los lugares donde habita. Si la observamos sin recelo, nos descubre la magia del claroscuro: un juego de sombras que transforma las fachadas de las casas, la piedra gabina, gris y volcánica, el cielo.

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