Authors: Adolfo García Ortega
Pero Sidonie tal vez no esperase una respuesta tan directa y sin rodeos por parte de Balmori. Sí, afirmó mirando la pantalla apagada del televisor. Y añadió que perduraba una herida amorosa sin cerrarse en su alma (fue consciente de estar diciendo la palabra «alma» por primera vez en su vida, una invocación etérea sin demasiado sentido real para él), una herida sin curarse siquiera. Le dijo que era una herida que tenía que ver con su mujer. O mejor dicho su ex mujer. Pero el nombre de Lea Minardi no le sonaba a Sidonie, por mucho que hubiera sido una cantante de éxito. Murió hacía casi dos años. Vino en la prensa de toda Europa. Aunque tal vez solo fuese en la de España, o solo en la de Madrid, Balmori no sabía calcularlo.
Cuando Lea murió, ellos llevaban ya siete años separados; como era lógico, entre ellos no hubo ninguna clase de despedida, ella no mandó avisarlo mientras estuvo enferma, no quedaban rescoldos del pasado por avivar. Sin embargo, para Balmori, la ausencia de Lea, como ex esposa y como ex amante, todavía seguía siendo algo sin resolver en su cabeza. Ahora se ahorró adrede emplear de nuevo la palabra alma. No había dicho «en su alma», sino en su cabeza. Demasiado espiritual, y él no era precisamente espiritual. Pero tampoco estaba resuelto en su alma, esa era la verdad. Porque en realidad Balmori amó a Lea hasta el final, incluso más de lo que ella lo amó a él, quizá, y ahora estaba incapacitado para amar nuevamente. Se había liberado de esa sensación absorbente y corrosiva. Quizá lo único que le pasaba era que estaba tan muerto como Dix ante los caballos.
De Lea había dos cosas que la definían, dos aspectos que Balmori conocía muy bien y de los que no hablaba nunca, por demasiado íntimos. Sin embargo, de pronto se disponía a hacerlo ahora con una extraña como Sidonie, porque extraña seguía siendo pese a haber pegado el cuerpo de ella al suyo, echada a su lado en el sofá en que habían visto la película de Sterling Hayden.
Una de las características de Lea era que inspiraba lujuria como otras mujeres inspiraban ternura o rechazo. Había en cada gesto de Lea una aureola envolvente de carácter lujurioso que remitía directamente al deseo carnal sin paliativos: su ropa, su carmín, su manera de caminar y de cruzar las piernas, su sedosa inminencia en la proximidad, su modo de apoyarse en las caderas, sus curvas, su boca ligeramente abierta, esa mirada intrigante que sabía lanzar a voluntad, su imponente presencia estática.
La otra cosa era que la fidelidad no iba con ella. Para empezar, Lea tenía una natural propensión a coquetear con todos los hombres, inocentemente sin duda, pero también equívocamente, porque ellos percibían algo así como una especie de invitación al viaje, de canto de sirena irresistible, y enseguida creían sentirse reclamados tan solo como machos. Actuaban en consecuencia, llevándosela a la cama. Además, el coqueteo de Lea no era tan inocente, siempre había, tarde o temprano, algún hombre nuevo en su vida, mientras encadenaba sin ruptura la relación con el anterior. De eso, Balmori tardó un tiempo en darse cuenta, y cuando lo supo, al principio no le importó. Prefirió ponerse una venda en los ojos, jugar a ser al menos el número uno, el «oficial», aunque aquella actitud de Lea fue desesperándolo poco a poco, hasta enloquecerlo. Luego llegó el divorcio. Pero él siguió amándola, incluso después de haberse separado.
Al principio la buscaba por Madrid, por los lugares y locales donde habían estado juntos; en cada calle creía que se toparía con ella, ensayaba incluso lo que le diría; iba y venía con la esperanza de encontrarla, vagaba sin reconocerlo por las zonas en donde suponía que Lea podría aparecer, sola o en compañía de otros. Pero le confesó a Sidonie que dejó de hacer aquello porque de pronto se dio cuenta de que, incluso sabiendo ya que había muerto, había continuado buscándola por las calles durante un cierto tiempo, como si no hubiera asimilado todavía que únicamente perseguía su fantasma. La noticia de su muerte le llegó por la última pareja de Lea, un buen tipo, según Balmori, un noruego, que le contó cómo murió porque él insistió en querer saberlo. Cuando se quedó a solas, le dolió como jamás creería que algo pudiera dolerle tanto. Le dolía físicamente. Pero también lo liberó de la última atadura con ella.
Soltó amarras, esa es la expresión, le dijo a Sidonie. Desde entonces se habían sucedido los viajes, esa caprichosa película que filmaba, esas fotos extravagantes, los trenes, etcétera. Pero esta parte de la historia Sidonie ya se la sabía.
¿Y ahora?, preguntó Sidonie.
Ahora nada.
Ella le pidió de repente que se quedase en casa, él se sintió halagado, pero rechazó la invitación; poco después de acabar la película se despidieron. Balmori volvió al hotel que había tomado en la rue Falguière (el Nouveau-Martin, 60 euros sin desayuno, por Montparnasse), un hotel más bien de segunda, correcto para gente de paso. No estaba muy alejado de la casa de Sidonie (por eso lo había elegido, por si regresaban los dos hombres), pero no era
exactamente
la casa de Sidonie. Además, suponiendo que se quedara a pasar la noche, no era sexo lo que buscaba.
A la mañana siguiente, fueron en metro desde Convention, línea 12, hasta Concorde, y allí hicieron transbordo en la línea 1 para bajarse en Bastille. Durante ambos trayectos estuvieron de pie, junto a la puerta, uno frente a otro. Balmori notó que Sidonie estaba más pálida y más delgada que la primera vez que la vio. Al salir del metro, caminaron todavía un trecho sin decirse demasiado. Ella apenas si había abierto la boca hasta ese momento. Estaba algo cambiada, sin duda no parecía la misma de anoche. Desde que llegó a Le Grand Pan, donde se habían citado para ir juntos a la casa de Sinopoulos, Sidonie no dio muestras de buen humor. Más bien su semblante lucía de nuevo descompuesto cuando Balmori le miró a la cara. No fue cordial en los saludos; pidió tan solo un té, sin croissants, y se refugió en beberlo a sorbos.
Con las primeras frases, él comprobó que se encontraba explosivamente al borde de la emoción, sensible, impaciente incluso, como si quisiera irse enseguida de dondequiera que estuviese. Tenía los ojos enrojecidos, irritados tal vez de haber llorado o de haber dormido mal. Sin embargo, parecía haber escogido cuidadosamente el maquillaje, muy leve, y el perfume, también sutil y envolvente. Su cuerpo se estaba revolucionando y eso pasaba factura en los primeros meses de embarazo, dijo Balmori para sus adentros. Las huellas eran visibles. Pensó también que quizá no debería haberse ido a su hotel, sino haber pasado la noche con ella para evitar que sintiera miedo, pero su casa no tenía muchas opciones para la privacidad, todo estaba a la vista, y, además, no le gustaban particularmente los loros sueltos. Le ponían nervioso. Por otra parte, Sidonie ya no era una niña, aunque a veces a él se lo pareciese. Ni que llevara con ella mucho tiempo.
Pero no solo eran los cambios hormonales; también estaba lo otro intangible, la amenaza surgida en el tren. Era imposible no permanecer inquieta ante lo desconocido que la acechaba. De pronto, pasado el paréntesis que fue la tarde anterior, con la película de Sterling Hayden que vieron juntos en un insólito semiabrazo en el sofá, como hicieron en el tren, ahora se imponía la evidencia de su verdadera situación: alguien la acosaba, alguien trataba de asustarla, luego estaba en peligro. Era natural que sintiera un poco de angustia. Seguro que Sidonie no había podido olvidar en toda la noche que estaba en el punto de mira de aquellos dos tipos siniestros con oscuras intenciones. La realidad, esa mañana, había debido de caerle encima como una losa, y así la encontró Balmori, un poco deprimida. Sin embargo, y eso no lo podía saber él, lo que la estaba minando por dentro no era el desánimo, sino la rebeldía. Pese a todo, había elegido no dejar traducir su irritación. Su máscara era de distancia.
De camino a casa de Sinopoulos, pasaron por la Place des Vosges, donde Balmori encendió su Canon y filmó algo para sus «Apuntes visuales sin destino conocido»: el toldo de un café que hacía esquina llamado Café Hugo, cuya existencia captó su atención. Luego echó mano a la caja metálica y sacó un ticket del Dublin Writers Museum, fechado en un día de verano de 1992 (el verano de su décimo aniversario con Lea, un verano feliz), y le pidió a Sidonie que lo sujetara con la punta de los dedos mientras él lo fotografiaba con la fachada del contiguo Musée Victor Hugo como fondo. Capturaba museos con sus imágenes. Luego fotografió los dedos de Sidonie y a Sidonie entera.
Sobre si lo que llevaba en esa caja tenía o no que ver con su película, Balmori guardó silencio. Aunque en el tren le contó algo de su proyecto, Sidonie no debió de entender nada, por eso quería ahora saber más. Pero tampoco había hecho preguntas entonces. Tan solo sonrió. Ahora, en cambio, a Sidonie le surgían las preguntas. Volvió a la carga. ¿Eran una especie de colección o algo así, esas cosas? Algo así. Ella dedujo que era una caja para sacar cosas pero no para meterlas, y acertó, como en una adivinanza, si bien Balmori, cuando pensaba en esa caja, se decía que era una especie de Europa en miniatura, más bien. Era largo de explicar y a él no le apetecía hacerlo en ese momento. Mejor otro día.
Sidonie añadió: ¿Una Europa propia?
Sí, eso era, más o menos, concluyó Balmori.
Sin apenas mover los labios, Sidonie le pidió que le dejase ver la caja. Balmori dudó, en el fondo había sido hasta ese momento un objeto estrictamente privado, pero finalmente, tras meditarlo, se la pasó. Podía abrirla si quisiera, no contenía nada de valor. Sidonie alzó las cejas sorprendida. Le parecía bonita. Entonces torció el cuello para leer lo que había escrito con rotulador indeleble en la tapa de la caja:
Europe Museum, open here
. Obedeció y la abrió. Lo que había en su interior, en efecto, carecía de interés para ella, ni siquiera comprendía qué significaba esa mezcla de objetos, fotos y tickets revueltos. La cerró de nuevo y se la devolvió bruscamente a su dueño con indiferencia. Al hacerlo, él se esperaba una mínima sonrisa, que no se produjo; en cambio Sidonie dijo: Es curiosa tu Europa en miniatura, no cabe nada en ella.
Estriatis Sinopoulos vivía en el 27 de la rue Saint-Claude, en el Marais. En realidad era su vivienda particular y también su consulta, bastante completa, aunque él trabajaba por las mañanas en una clínica en Chaillot. Había insistido en recibir en casa a su viejo amigo Balmori y a esa joven con la que iba. Además estaba solo, su mujer y sus hijos habían viajado a Atenas esa semana.
Cuando Balmori lo llamó por teléfono el día anterior, no tardó en reconocer su voz y su acento, en aquella mezcla de francés, inglés y español con que los dos se entendían. Cuando Balmori le expuso el motivo de su llamada, le confesó también a su amigo Estriatis que no conocía demasiado a la chica, o que más que conocerla, la intuía, pero creía que necesitaba algo de ayuda. Sinopoulos se alegró de la llamada, luego le dijo que en casa tenía de todo y que no sería necesario pasar por Chaillot; además, no había otra manera de verlo, si no, por eso se tomó el día libre.
Los citó a las once de la mañana, con la esperanza de almorzar juntos después. Pulsaron el timbre con puntualidad. Estriatis Sinopoulos les abrió la puerta esbozando un amplio gesto de alegría. Los dos amigos se abrazaron, se vieron bien, se dijeron que estaban igual que la última vez que se encontraron. Aunque mentían los dos: Sinopoulos estaba calvo pero no estaba precisamente gordo, sin embargo le había crecido la papada y el estómago era un poco más prominente de como Balmori lo recordaba. Él, a su vez, tenía unas bolsas en los ojos que el griego nunca le había visto, y un hundimiento de la mirada propio de la fatiga o la tristeza. Los dos hombres se dieron un largo abrazo. Estriatis era, por cierto, el único que despejaba la K y lo llamaba abiertamente Kuiper.
Sidonie se fijó, maravillada, en que había varias salas y en todas, alrededor, había decenas de fotos de ciclistas dentro de todo tipo de marcos, y en la mayoría de ellas aparecía un hombre como Sinopoulos pero con casi cuarenta años menos. Debía de haber más de trescientas. Ya había perdido la cuenta, pero Sinopoulos no las tenía numeradas porque se las conocía de memoria. Casi todas las fotos eran de ciclistas, salvo las de la familia. La mayor parte de las fotos eran de cuando corría. Algunos ya habrán muerto.
Estriatis Sinopoulos había sido un gran campeón de ciclismo, uno de los pocos ciclistas griegos con reconocimiento europeo, junto con Theodoros Pelekanos, con quien rivalizó en algunas carreras durante varios años. Eran el tándem heleno por excelencia. Hasta que Pelekanos se abrió la cabeza al caer por un precipicio en la Vuelta al Peloponeso del 77, el mismo día de julio que Thévenet ganaba su Tour. Sinopoulos se bajó ese año de la bici y dejó de correr para siempre. Luego se hizo médico, y más tarde se fue de Grecia.
Era un poco mayor que Balmori y había llegado a coincidir con Hennie Kuiper en alguna carrera, cuando el holandés estaba en sus inicios. Compartía con Balmori la preferencia por aquel primer Kuiper tan elástico, aunque por muy distintas razones. A veces, Sinopoulos había tratado de copiar el estilo de Kuiper, elegante y resistente, dotado de una astucia franca, incluso ingenua. Se aficionó al ciclismo por cualidades como esas, aunque en realidad su verdadero maestro (como de toda esa generación) fue, un poco antes, Eddy Merckx, un ciclista radicalmente distinto a Kuiper, letal y ambicioso, y quizá por eso el monstruo mayor de ese deporte. Cuando Balmori conoció a Sinopoulos para hacer el documental sobre el ciclismo «invisible» de Europa, el de los grandes nombres ignorados de ciclistas griegos, rumanos, polacos, estonios, yugoslavos, rusos, sintieron ambos una extraña conexión gracias al nombre mágico de Hennie Kuiper. Se hicieron amigos y se vieron muchas veces más, casi siempre durante los viajes que Sinopoulos hacía a Madrid o a Roma, donde Balmori también pasaba largas temporadas con Lea.