Pasado Perfecto (6 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

BOOK: Pasado Perfecto
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—No, ¿por qué?

—Nada, para saber dónde vas a estar. Cuando yo termine en la Central puedo pasar por aquí a recoger la lista y hablamos otra vez. No hay problemas en eso, se me hace camino.

—Está bien, yo te espero y te hago la lista, despreocúpate —dice ella y lucha otra vez con aquel mechón de pelo inconforme.

—Mira —dice él y arranca una hoja del bloc—. Cualquier cosa me localizas por estos números.

—Está bien, claro —afirma y toma el papel y la sonrisa que arma es un regalo—. Oye, Mario, te está clareando el pelo en la frente. No me digas que vas a ser calvo, ¿no?

Él sonríe, se pone de pie y avanza hacia la puerta. Hace girar el picaporte y le cede el paso a Manolo. Ahora está frente a Tamara y la mira a los ojos.

—Bueno, seré calvo también —dice y agrega—: Tamara, no te molestes conmigo. Tengo que hacer un trabajo y eso tú lo entiendes, ¿verdad?

—Yo te entiendo, Mario.

—Entonces dime algo: ¿además de ti, quién se beneficiaría con la muerte de Rafael?

Ella se sorprende, pero enseguida sonríe. Se olvida del mechón invencible y dice:

—¿Qué clase de psicólogo ibas a hacer tú, Mario? Beneficiarme… ¿Un equipo de audio y el Lada que está allá abajo?

—No sé, no sé —admite él y levanta la mano en señal de adiós—. No pongo una buena contigo —y sale de la casa a la que no había entrado en quince años y sabe que va herido. No quiere verla en la puerta ensayando una despedida. Avanza hacia la calle y cruza sin mirar el tráfico.

—Andando se quita el frío —dice cuando se acomoda en el auto y no lo puede evitar: mira hacia la casa y recoge la despedida de la mujer que lo observa desde la puerta, junto a un agresivo arbusto de concreto.

—Ese huevo quiere sal.

—¿Qué tú dices?

—Que tengas cuidado, Conde, que tengas cuidado.

—¿A qué viene eso, Manolo? ¿Me vas a regañar?

—¿Yo regañarte? No, Conde, tú estás muy viejo y hace mucho rato que eres policía para saber lo que te conviene y lo que no. Pero ella no me convence.

—A ver, ¿qué es lo que te molesta? ¿A ver?

—No sé, chico, pero de verdad no me cuadra mucho. Es demasiado fina para mí. Incluso para ti… Pero fina y todo ponte en el lugar de esa mujer, con el marido perdido, a lo mejor muerto o metido en sabe Dios qué lío…

—Anjá.

—¿No te parece que está un poco así, de a mí qué me importa?

—¿Y eso quiere decir que es culpable de algo?

—Vaya, carajo, cuando el mulo dice que no…

—Pero, chico, cómo te voy a entender si tú no me hablas claro…

—¿Claro, no? ¿Quieres que hable claro? Oye, Conde, nada más hay que verte para darse cuenta de que te babeas cuando ves a esa mujer, y hay que verla a ella para darse cuenta que también ella lo sabe. Y, bueno, eso no sería un lío si no estuviera lo del marido por el medio, ¿no? Y ya te dije, hay algo que no me huele bien.

—¿Tú crees que pueda saber algo?

—Pudiera ser… No sé, pero ten cuidado, compadre. ¿Está bien?

—Está bien, sargento.

Dijo sargento y estiró el brazo, ordenándole que detuviera el auto.

—Arrima, arrima —le pidió al ver el patrullero detenido junto a la acera y los dos policías que cargaban al hombre. Sabía muy bien lo que sucedía y desde la ventanilla mostró a los agentes su identificación—. ¿Qué pasó?

—Estaba borracho, tirado ahí —le explicó uno de los policías, señalando hacia el portal de la iglesia de San Juan Bosco—. Lo llevamos para la estación hasta que se refresque —dijo y casi se le escapa el hombre de las manos.

—Sí, ayúdenlo —el Conde hizo un gesto de saludo y le pidió a Manolo que continuara. No hacía frío a esa hora, pero el Conde sintió que se erizaba. Los borrachos perdidos lo alarmaban tanto como los perros callejeros y sin darse cuenta se metió los dedos en el pelo para verificar la observación de Tamara. ¿También me estoy quedando calvo?, y aprovechó que el auto se detuvo en el semáforo de la Coca Cola para mirarse un instante en el espejo retrovisor. A lo mejor sí.

—Manolo —dijo entonces sin mirar a su compañero—, vamos a adelantar trabajo. Déjame en Comercio Exterior para averiguar quién es el gallego Dapena y dónde lo podemos encontrar si nos hace falta, y tú vete a ver a Maciques y habla con él. Grábame la entrevista y llévalo suave, por favor, que últimamente estás impulsado. Después nos vemos en la Central… ¿Pero tú me vas a decir a mí que no te gustaría templarte una mujer como ésa?

«… decirle si podía grabar la entrevista / no hay problemas, compañero, como sea mejor para usted… / bueno, usted es René Maciques Alba y trabaja como jefe de despacho de Rafael Morín Rodríguez, el ciudadano que desapareció de su casa el día primero / sí, compañero, el primero… / ¿y desde cuándo usted trabaja con él? /… bueno, es casi al revés, déjeme explicarle, yo era jefe de despacho del anterior director de la empresa y cuando nombraron al compañero Rafael seguí en la misma responsabilidad, ¿verdad?, eso fue hace dos años y medio, en junio del 87, y casi me acuerdo del día… / ¿cómo eran sus relaciones con él? / ¿con Rafael?… bueno, claro, vaya, aunque esté feo el decirlo, él y yo teníamos relaciones de amigos, es así desde el principio, y qué le voy a decir de un amigo, era un dirigente cabal, preocupado por su trabajo y por sus subordinados, una gente de esas que se hace querer, responsable… / ¿tiene alguna idea sobre su desaparición? / ¿idea?, idea… No, no, la verdad, él y yo fuimos a la fiesta de fin de año en casa del compañero Alberto, el viceministro / ¿cuál es el nombre completo? ¿Viceministro de qué? /… ah, claro, Alberto Fernández-Lorea, viceministro de Industrias, él atiende todo lo que tiene que ver con el área comercial del Ministerio, y como le digo, fuimos a su casa, en Miramar, cada uno con su esposa, y estuvimos allí desde las diez más o menos hasta las dos y pico o las tres, a uno se le va el tiempo así, cuando uno está en una fiesta, y Rafael y yo hablamos un rato y quedamos en vernos el lunes para preparar los contratos que hay que mandar a Japón para un negocio urgente / ¿qué tipo de negocio? / ¿qué tipo?… una compra, ¿no?, unos rodamientos y otras cosas que tienen que ver con el plástico y la computación, que usted sabe que los japoneses dan muy buenos precios en eso, ¿verdad? / ¿y dice que no notó nada raro ese día? / mire, no… por más que pienso me parece que no, él bailó, comió, tomó, comió cantidad, por cierto, él decía que el mejor puerco asado del mundo lo hacía el viceministro / ¿y en la empresa, algún problema? / no, no, hombre… el cierre de año fue muy bueno, tal vez un poco de preocupación por la cantidad de trabajo que teníamos para estos días, eso sí, él siempre estaba preocupado con eso, pero es normal con su responsabilidad, ¿no?, y además, con los problemas que hay en los países socialistas, nosotros nos vamos a complicar más cada día, usted sabe… / ¿tiene alguna idea de dónde podría estar? / mire, ¿eh?, ¿teniente me dijo? / sargento / sí, sargento, yo no entiendo qué está pasando, él tenía su vida normal / ¿entonces qué problemas tenía en la empresa? / ¿en la empresa?… en la empresa ninguno, sargento, ya se lo dije, Rafael lo tenía todo en orden, muy bien / ¿y andaba con muchas mujeres? / ¿cómo que con muchas?, ¿quién le dijo eso, sargento? / nadie, quiero saber dónde está Rafael Morín, ¿andaba con mujeres? / no, yo no sé de su vida privada… / ¿pero eran amigos o no? / sí, sí, éramos, pero más bien amigos de trabajo, ¿me entiende?, de ahí en fuera alguna visita a su casa, él pasaba por la mía y así / ¿alguien en la empresa tenía algo contra él? / ¿en qué sentido? ¿De querer perjudicarlo o algo? / sí, en ese sentido /… no, no lo creo, siempre habría algún resentido o algún envidioso, que de eso hay más que gorriones en La Habana, sí, es verdad, pero él no era hombre de hacerse enemigos, al menos en el trabajo, que es donde yo lo conocía bien / ¿quién es José Manuel Dapena? / ah, sí, Dapena, un comerciante español / ¿qué relación tiene con Rafael? / bueno, déjeme explicarle, Dapena tiene negocios de astilleros en Vigo, y nosotros hicimos algunas importaciones gracias a él, porque no tenía mucho que ver con el giro nuestro, pero sí con el de la gente de la pesca / ¿y qué hacía en la fiesta? / ¿en la fiesta?, estaba invitado, ¿no? / ¿invitado por quién? / por el dueño de la casa, supongo, claro / ¿y cómo eran las relaciones de Rafael y Dapena? / mire, para serle franco, eran puramente comerciales, y no sé si debo decirle esto, pero… / dígalo, por favor / es que Dapena se le insinuó un día a la esposa de Rafael… / ¿y hubo problemas? / no, no, no se imagine eso, que fue un mal entendido, pero Rafael no lo tragaba mucho después de eso / ¿y usted es amigo del español? / no, amigo no, incluso la verdad es que no me caía muy bien después de lo que pasó con Tamara, sí, la esposa del compañero Rafael, el gallego es de los que se cree que porque tiene dólares es papá Dios / ¿y qué le pasó al anterior director de la empresa? / bueno, ¿y eso qué tiene que ver?… disculpe, sargento… nada, un poco de dulce vida, como se dice vulgarmente, se regó y ya usted sabe cómo es eso… / ¿y Rafael no era igual? / ¿Rafael?, no, qué va, al contrario, al contrario, hasta donde yo sé… / ¿hasta dónde? / era distinto, quiero decir / ¿a qué hora se fueron de la fiesta? / ah… ya, como a las tres / ¿y se fueron juntos? / no… sí, bueno… casi juntos, yo me fui y lo dejé a él despidiéndose del compañero viceministro y… / ¿y qué? / no, no, nada, y me fui… / ¿y usted dice que no tiene idea de lo que le pueda haber pasado al ciudadano Rafael Morín? / no, sargento, no…»

René Maciques debía de tener unos cincuenta años, sería un poco calvo y llevaría gafas, más bien redondas, como las de un bibliotecario modelo, pensó el Conde con los ojos puestos en la grabadora. El trabajo de Manolo ponía de relieve la retórica burocrática del hombre y su ética estricta de defender siempre las espaldas del jefe, hasta que se demuestre lo contrario, esté donde esté, al menos ahora que no se sabe dónde carajos está metido, se dijo. Sin embargo, la esfera de relaciones y amistades de Rafael, la grabación de la entrevista con Maciques y su propia conversación con Tamara le ponían ante los ojos un elemento importante en su búsqueda: Rafael Morín seguía siendo el mismo intachable de siempre, y él no debía prejuiciarse. Sus recuerdos eran cicatrices de heridas que creía cerradas hacía mucho tiempo y un caso abierto era otra historia, y en los casos hay antecedentes, evidencias, pistas, sospechas, premoniciones, iluminaciones, certezas, datos estadísticos y comparables, huellas, documentos y muchísimas casualidades, pero nada tan engañoso y equívoco como los prejuicios.

Se puso de pie y caminó hasta la ventana del cubículo. De tanto observarlo, aquel fragmento de paisaje se había convertido en su vista favorita. Las hojas de los laureles se movían ahora levemente, impulsadas por la brisa que corría del norte y traía la mancha de nubes oscuras y pesadas que acercaban el horizonte. De la iglesia salían dos monjas con sus trajes oscuros de invierno y abordaban un pisicorre VW con una naturalidad sencillamente posmodernista. Su estómago vacío bailaba como las hojas de los laureles, pero no quería pensar en la comida. Pensaba en Tamara, en Rafael, en el Flaco Carlos, en Aymara viviendo en Milán y en Dulcirá sabía Dios dónde, en la espectacular fiesta de quince de las jimaguas, y pensaba en sí mismo, dentro de aquella oficina fría en invierno y tan caliente en verano, mirando las hojas de un laurel y empeñado en encontrar a alguien a quien nunca hubiera querido buscar. Todo perfecto.

Apoyó las yemas de los dedos en el gélido cristal de la ventana y se preguntó qué había hecho con su vida: cada vez que revolvía el pasado sentía que no era nadie y no tenía nada, treinta y cuatro años y dos matrimonios deshechos, dejó a Maritza por Haydée y Haydée lo dejó por Rodolfo, y él no supo ir a buscarla, aunque seguía enamorado de ella y podía perdonárselo casi todo: tuvo miedo y fue preferible emborracharse todas las noches de una semana para al final no olvidar a aquella mujer y el hecho terrible de que había sido un magnífico cornudo y que su instinto de policía no lo alertó de un crimen que ya duraba meses antes del desenlace. Su voz enronquecía por días a causa de las dos cajetillas de cigarros que despachaba cada veinticuatro horas, y sabía que además de calvo, terminaría con un hueco en la garganta y un pañuelo de cuadros en el cuello, como un
cowboy
en horas de merienda, hablando tal vez con un aparatico que le daría voz de robot de acero inoxidable. Ya apenas leía y hasta se había olvidado de los días en que se juró, mirando la foto de aquel Hemingway que resultó ser el ídolo más adorado de su vida, que sería escritor y nada más que escritor y que todo lo demás eran acontecimientos válidos como experiencias vitales. Experiencias vitales. Muertos, suicidas, asesinos, contrabandistas, proxenetas, jinetes, violadores y violados, ladrones, sádicos y retorcidos de todas las especies y categorías, sexos, edades, colores, procedencias sociales y geográficas. Muchísimos hijos de puta. Y huellas, autopsias, levantamientos de terreno, plomos disparados, tijeras, cuchillos, cabillas, pelos y dientes arrancados, caras desfiguradas. Sus experiencias vitales. Y una felicitación al final de cada caso resuelto y una terrible frustración, un asco y una impotencia infinita al final de cada caso congelado sin solución. Diez años revolcándose en las cloacas de la sociedad habían terminado por condicionarle sus reacciones y perspectivas, por descubrirle sólo el lado más amargo y difícil de la vida, y hasta habían conseguido impregnarle en la piel aquel olor a podrido del que ya no se libraría jamás, y lo que era peor, que sólo sentía cuando resultaba especialmente agresivo, porque su olfato se había embotado para siempre. Todo perfecto, tan perfecto y agradable como una buena patada en los huevos.

¿Qué has hecho con tu vida, Mario Conde?, se preguntó como cada día, y como cada día quiso darle marcha atrás a la máquina del tiempo y uno a uno desfacer sus propios entuertos, sus engaños y excesos, sus iras y sus odios, desnudarse de su existencia equivocada y encontrar el punto preciso donde pudiera empezar de nuevo. ¿Pero tiene sentido?, también se preguntó, ahora que hasta me estoy quedando calvo, y se dio la misma respuesta de siempre: ¿Dónde me había quedado? Ah, en que no debo prejuiciarme, pero es que me encantan los prejuicios, se dijo y llamó a Manolo.

El cuento se llamaba «Domingos» y era una historia real y de contra autobiográfica. Empezaba un domingo por la mañana cuando la mamá del personaje (mi mamá) lo despertaba, «Arriba, mijo, son las siete y media», y él comprendía que esa mañana no podría desayunar, ni seguir otro rato en la cama, ni jugar pelota después, porque era domingo y tenía que ir a la iglesia, como todos los domingos, mientras sus amigos («Se van a perder en el infierno», decía su/mi mamá) se pasaban aquella única mañana sin clases mataperreando por el barrio y organizando piquetes a la mano o al bate en el callejón de la esquina y en el descampado de la cantera. Me parecía muy anticlerical, había leído a Boccaccio y en el prólogo explicaban lo que es ser anticlerical, y como la obligación de ir a la iglesia me hizo ser a mí también anticlerical cuando quería ser pelotero, pues se me ocurrió escribir el cuento, pero sin ser anticlerical expreso, sino sugerido, mejor dicho, sumergido, como el iceberg del que habla Hemingway. Ese fue el cuento que llevé al taller.

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