Y contestamos que sí. El hombre quedó contento y nos convidó a dormir al fondo del bote.
Yo le conté la historia de mi gente perdida y entonces nos convidó a llevarnos a Niebla de paseo, por si los encontraba. Nos tapó con la lona y nos dormimos.
A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, remolcamos el bote hasta la orilla, echamos dentro el canasto y nos acomodamos para remar por turnos. De repente me di cuenta de que no estaba el Pellín. Miré a la orilla, y allá lo divisé con su manito gorda y morena diciéndonos adiós. No había querido dejar sola a su Chuchu…
Era tan lindo ver la luz que iba derritiendo la noche y dándole cancha al sol que ni se hacía pesado tanto remar. Tampoco daba congoja pensar que a lo peor se habían terminado de verdad las vacaciones y lo íbamos a saber de un porrazo, al llegar a la orilla. Yo rezaba porque Niebla fuera más desconocido y más despistado y solitario que Mancera… Si hubiera sabido cómo era, yo no habría rezado. Dios no puede estar cambiando las cosas por darle gusto a cada uno que reza…
El sol nos rasguñaba las orejas y cogotes cuando llegamos a Niebla.
Unos pescadores amigos del viejujo nos llevaron a comer un caldito en una hostería de playa. Estaba súper. Pero entre los pescadores había un gallo que le tenía miedo al Bartolo y mal ojo al Caupolicán. Además, le dio con hablarle en secreto con cara de Judas al viejo de los piuris, y yo me empecé a dar cuenta que rotundamente lo quería asesinar. Porque tenía un olor de lámpara y unos ojos de camarón y le silbaban las eses como microfilm.
Le dije al Japo que estaba a mi lado:
—Corre la voz que nos conviene desaparecer. Este gallo tiene pinta de traidor…
Japo corrió la bola y entonces preguntamos en secreto dónde era la «casita» y salimos disparados uno por uno. Pero el gallo traidor las paró al tiro, nos siguió y se chantó en la puerta cruzando los brazos.
Nadie se atrevía a salir, hasta que él le dio una patada a la puerta. Como era tan enclenque se cayó y nadie alcanzó a arrancar. El gallo encendió un pitillo, nos miró de hipo en hipo y con su modito microfílmico dijo con lengua traposa:
—Ningunito «ze mezcapa» —se acomodó la lengua que se le había enredado, y siguió diciendo—: «Zoy encargao de degor degor degorverlos a los mamitos que le que le buzcan puahí. Tengum micro listo» —y nos pescó de un brazo, de una oreja, de un cinturón o una pata y salió con toditos a la rastra. El judas era un gigante. Yo me acordé de los cuentos de cuando era chico. Por suerte en el micro había más gente y un chofer con cara de ídem.
Y cuando el judas nos quiso quitar al Bartolo y al Caupo, el chofer se enojó:
—¡Son mascotas! —dijo y partió a todo chancho sin que pudiéramos despedirnos del viejito de los piuris, del castillo de Mancera, del Pellín y de nuestras vacaciones…