Authors: Ken Follett
Jacko casi tenía, la sensación de todo aquel dinero escurriéndosele entre los dedos. Quería arriesgar una ojeada al otro lado de la jaula, pero se dijo que no serviría de nada: sabría cuándo se marchaban por el ruido del coche.
¿Qué demonios estaban haciendo?
Miró otra vez la furgoneta del dinero. Jesús, uno de los tipos se estaba moviendo. Jacko levantó su pistola. Se estaba preparando una pelea. Susurró:
—¡Mierda…!
Hubo un ruido desde la furgoneta, un grito ronco. Jacko se puso en pie y dio la vuelta a la jaula con la pistola a punto. Allí no había nadie.
Entonces oyó que el vehículo emprendía la marcha con un chirrido de los neumáticos. Empezó a oírse la sirena, que se perdió en la distancia.
Willie el Sordo salió de detrás del capó oxidado de un taxi «Mercedes». Juntos se dirigieron hacia la furgoneta.
—Buena diversión, ¿no crees? —dijo Willie.
—Sí —respondió Jacko—. Mejor que estar viendo la jodida televisión.
Miraron dentro de la furgoneta. El conductor gemía pero no parecía muy malherido.
—Sal de ahí, abuelo —dijo Jacko a través de la ventanilla rota—. Se acabó el descanso para el té.
La voz tranquilizó a Ron Biggins. Hasta aquel momento se había sentido aturdido y lleno de pánico. Le parecía oír mal, le dolía la cabeza, y cuando alzó la mano hasta su cara tocó algo pegajoso.
Ver a un hombre con una media haciendo de máscara era extrañamente vigorizante. Todo se aclaraba. Un asalto extraordinariamente eficiente; de hecho, Ron estaba algo atónito ante una operación tan suave. Conocían la ruta, y el horario de la furgoneta. Empezó a sentirse enfadado. Sin duda alguna un porcentaje del botín encontraría su camino hacia la cuenta secreta bancaria de un policía corrompido. Como la mayoría de policías y empleados de seguridad, odiaba más a los polis sobornados que a los delincuentes.
El hombre que le había llamado abuelo abrió la puerta después de pasar la mano por el cristal roto de la ventanilla lateral para maniobrar el cierre interior. Ron salió. El movimiento le hizo daño.
El hombre era joven; Ron pudo distinguir el cabello largo debajo de la media. Llevaba pantalones vaqueros y una pistola. Empujó despreciativamente a Ron y dijo:
—Extiende las manos, bien juntitas, papaíto. Podrás ir al hospital dentro de un minuto.
El dolor pareció aumentar en la cabeza de Ron, paralelamente a su ira. Reprimió el impulso de darle un puntapié a alguna cosa, y procuró recordar las instrucciones para el comportamiento a seguir en caso de asalto: No os resistáis, colaborad con ellos, dadles el dinero. Estamos asegurados y vuestra propia vida es más valiosa para nosotros, no queráis ser héroes.
Empezó a jadear. En su mente aturdida confundió al joven que sostenía la pistola con el policía corrompido y con Lou Thurley, jadeando y gruñendo encima de la inocente y virginal Judy, en alguna asquerosa cama en un sucio apartamento; y de pronto se dio cuenta de que era ese hombre que había malogrado su vida, la vida de Ron, y que quizá lo que hacía falta era un héroe para recuperar el respeto de su única hija; y que los malvados como ese policía corrompido que llevaba la cara cubierta con una media y estaba en la cama con Judy sin dejar la pistola era el tipo de gente que siempre había malogrado las vidas de las personas buenas como Ron Biggins; de modo que avanzó dos pasos y le dio un puñetazo en la nariz al asombrado joven, y el hombre vaciló y apretó los dos gatillos de su pistola y disparó, no contra Ron, sino contra otro hombre enmascarado que tenía al lado, que gritó, escupiendo sangre, y cayó al suelo; y Ron miró, fijamente, horrorizado, la sangre hasta que el primer hombre le asestó un gran golpe en la cabeza con la culata metálica de su pistola y Ron volvió a quedar inconsciente.
Jacko se arrodilló junto a Willie el Sordo y arrancó los jirones de la media del rostro del hombre mayor que él. La cara de Willie estaba horriblemente destrozada y Jacko palideció. Jacko y otros como él solían herir a sus víctimas, y herirse entre sí, con instrumentos cortantes; por consiguiente, Jacko no había visto nunca heridas de bala. Y dado que el entrenamiento en primeros auxilios no estaba en el programa de entrenamiento de Tony Cox, Jacko no sabía qué hacer realmente. Pero era capaz de pensar con rapidez.
Alzó la mirada. Los otros estaban en pie a su alrededor. Jacko vociferó:
—¡Vamos, continuad, bastardos gandules! —Todos dieron un salto.
Se inclinó un poco más hacia Willie y le dijo: —¿Puedes oírme, compañero?
El rostro de Willie se torció, pero Willie no pudo decir nada.
Jesse se arrodilló al otro lado de Willie.
—Hemos de llevarle al hospital —dijo.
Jacko ya se le había adelantado:
—Necesito un coche rápido —dijo. Señaló un «Volvo» azul estacionado cerca—. ¿De quién es?
—Es del propietario del local —dijo Jesse.
—Perfecto. Ayúdame a meter a Willie ahí dentro.
Jacko le cogió por los hombros y Jesse por las piernas. Lo llevaron al coche mientras él gemía y lo colocaron en el asiento posterior. Las llaves estaban en el contacto.
Uno de los hombres dio una voz desde la camioneta del dinero.
—Todo listo, Jacko.
Jacko hubiera querido golpear al hombre por haber pronunciado su nombre, pero estaba preocupado.
—¿Sabes a dónde vas a ir? —le preguntó a Jesse.
—Sí, pero tú has de venir conmigo.
—Déjalo. Yo llevaré a Willie al hospital como sea y me encontraré contigo en la granja. Dile a Tony lo que ha pasado. Y, ahora, conduce despacio, cuidado con las luces, párate en los pasos cebra, conduce como si estuvieras haciendo un jodido examen de conductor, ¿entendido?
—Sí —respondió Jesse. Corrió hacia la furgoneta de huida, y probó las puertas posteriores. Arrancó el papel marrón de las matrículas —su propósito había sido impedir que los guardias pudieran ver el número; Tony Cox pensaba en todo—, y subió y se sentó al volante.
Jacko puso en marcha el «Volvo». Alguien abrió la puerta de entrada al solar. El resto de los hombres ya estaban entrando en sus propios vehículos y se quitaban los guantes y las máscaras. Jesse salió con la furgoneta y dobló hacia la derecha. Jacko le siguió al salir, y giró hacia el otro lado.
Mientras aceleraba calle abajo miró su reloj: las diez y veintisiete minutos. El asunto se había realizado en once minutos. Tony tenía razón: había dicho que todos estarían fuera y a salvo en el tiempo que necesitaba un coche patrulla para llegar de la Comisaría de la calle Vine a la Isla de los Perros. Había sido un espléndido trabajo, excepto por ese accidente con el pobre WiIlie el Sordo. Jacko confiaba que viviría para poder gastarse su parte.
Se acercaba al hospital. Había pensado de qué manera lo haría, pero era preciso que a Willie no le vieran. —¿Will? ¿Puedes echarte en el suelo? —dijo.
Pero no hubo respuesta. Jacko echó una mirada hacia atrás. Los ojos de Willie tenían un aspecto tan lastimoso que palabras como «abiertos» o «cerrados» no tenían significado. Pero el pobrecillo debía estar inconsciente. Jacko alargó la mano hacia atrás y tiró del cuerpo del asiento al suelo. Cayó produciendo un lastimoso ruido sordo.
Entró en el área del hospital y estacionó en el aparcamiento. Salió del auto y siguió los indicadores de Accidentes. Justo en la entrada encontró un teléfono público. Abrió el listín y buscó el número del hospital.
Marcó el número, echó una moneda en la ranura y pidió por Accidentes. Un teléfono en un escritorio cerca de donde él estaba sonó un par de veces, y la enfermera lo cogió.
—Un momento, por favor —dijo ella. Y dejó el auricular sobre la mesa. Era una mujer regordeta, cuarentona, que llevaba un uniforme almidonado y tenía aire preocupado.
Anotó algo en una libreta y después volvió a coger el teléfono.
—Accidentes, ¿en qué puedo ayudarle?
Jacko habló con suavidad, vigilando el rostro de la enfermera.
—Hay un hombre con heridas de bala en la parte de atrás de un «Volvo» azul que está estacionado en el aparcamiento del hospital.
La impecable enfermera palideció.
—¿Quiere usted decir aquí?
Jacko se enfadó.
—Sí, vieja vaca perezosa, en su propio hospital. ¡Y ahora levante el culo de la silla y vaya a buscarle! —Tuvo intención de colgar el teléfono de un buen golpe, pero se contuvo y apretó el soporte dulcemente; si él podía ver a la enfermera, también ella podía verle a él. Sostuvo el teléfono mudo en la oreja mientras ella dejaba el suyo, se ponía en pie, llamaba a una enfermera y salía hacia el aparcamiento.
Jacko se adentró más en el hospital y salió por otra puerta. Miró hacia el otro lado desde la entrada principal y vio que del aparcamiento se estaban llevando una camilla. Había hecho todo lo posible por Willie.
Ahora necesitaba otro vehículo.
A Felix Laski le gustaba la oficina de Nathaniel Fett. Era una habitación confortable, con un decorado simple, un buen lugar en el que hacer negocios. No tenía ninguno de los trucos que Laski utilizaba en su propia oficina para ganar ventaja, como un escritorio junto a la ventana situado de modo que su cara quedara en la sombra, o las sillas bajas, inseguras, para los visitantes, o las valiosas tazas de café de fina porcelana que los visitantes temían horrorizados dejar caer. En la oficina de Fett el ambiente era el de un club para presidentes de consejo de administración; sin duda era algo deliberado. Laski observó dos cosas mientras estrechaba la mano larga y estrecha de Fett: primero, que había un gran escritorio que parecía poco usado; y, segundo, que Fett llevaba una corbata de club. Era algo curioso para un judío, pensó; después, pensándolo mejor, decidió que no era nada extraño. Fett la usaba por la misma razón que Laski usaba un bonito traje a rayas de Saville Road: como una etiqueta que decía: yo también soy inglés. Así que Laski pensó; incluso después de seis generaciones de Fetts en el mundo bancario, Nathaniel todavía se sentía algo inseguro. Era una información que podía aprovechar.
—Siéntese, Laski —dijo Fett—. ¿Quiere usted café?
—Estoy tomando café todo el día. Es malo para el corazón. No, gracias.
—¿Algo de beber?
Laski negó con la cabeza. Rehusar la hospitalidad era una de sus argucias para poner en desventaja a su anfitrión.
—Conocí muy bien a su padre —dijo Laski— hasta que se retiró. Su muerte fue una gran pérdida. Suele decirse lo mismo de mucha gente, pero en este caso es verdad.
—Gracias. —Fett se acomodó en una butaca frente a Laski y cruzó las piernas. Sus ojos eran inescrutables detrás de sus gruesas gafas—. Hace diez años —añadió.
—¿Tanto tiempo ya? Era mucho más viejo que yo, naturalmente, pero sabía que yo, como sus antepasados, procedía de Varsovia.
Fett asintió con la cabeza.
—El primer Nathaniel Fett cruzó Europa con un saquito de oro y un asno.
—Yo hice el mismo viaje en una moto robada a los nazis y con una maleta llena de marcos alemanes sin valor.
—Sin embargo su encumbramiento fue mucho más meteórico.
Con esa expresión le ponía en su lugar, pensó Laski: Fett le estaba diciendo: Nosotros podemos ser judio—polacos oportunistas, pero no somos ni la mitad de oportunistas que tú. En aquel juego, el agente de Bolsa era un contrincante digno de Laski; y con aquellos gruesos cristales de sus gafas no necesitaba tener la luz a su espalda. Laski sonrió:
—Es usted como su padre. Uno nunca podía adivinar lo que estaba pensando.
—Todavía no me ha dado usted nada en lo que pensar.
—Vaya. —De modo que la cháchara ha terminado, pensó Laski—. Siento que mi llamada telefónica fuese algo misterioso. Ha sido usted muy amable al recibirme tan de prisa.
—Usted ha dicho que tenía una proposición de siete cifras para uno de mis clientes; ¿cómo podía yo no recibirle en seguida? ¿Quiere usted un cigarro? —Fett se levantó y tomó una caja de una mesa lateral.
—Gracias —dijo Laski. Se entretuvo escogiendo; después, mientras alargaba la mano para coger un cigarro, dijo—: Quiero comprarle «Hamilton Holdings» a Derek Hamilton.
El momento estaba calculado perfectamente, pero Fett no mostró la menor sorpresa. Laski había esperado que dejase caer la caja. Pero, naturalmente, Fett sabía que Laski escogería aquel momento para dejar caer la bomba; había creado aquel momento a propósito.
Cerró la caja y ofreció fuego a Laski sin responderle. Se sentó nuevamente y cruzó las piernas.
—«Hamilton Holdings», por siete cifras.
—Exactamente un millón de libras. Cuando un hombre vende el trabajo de toda su vida, tiene derecho a una cifra bonita y redonda.
—Ah, ya veo la psicología de su oferta —dijo Fett ligeramente—. Esto no es enteramente inesperado.
—¿Qué?
—No quiero decir que le esperase a usted. Esperábamos a alguien. El momento está maduro.
—Mi oferta es sustancialmente superior al valor de las acciones al precio actual.
—El margen es casi exacto —dijo Fett.
Laski extendió sus manos, las palmas hacia arriba, en un gesto de súplica.
—No discutamos —dijo—. Es una buena oferta.
—Pero muy inferior a lo que valdrán las acciones si el sindicato de Derek consigue el pozo de petróleo.
—Lo cual me conduce a mi única condición. La oferta depende de que el trato se cierre esta mañana.
Fett miró su reloj.
—Casi son las once. ¿Cree usted que esto podría hacerse realmente en una hora, incluso suponiendo que Derek estuviera interesado…
Laski dio unos golpecitos en su cartera de mano.
—Tengo aquí redactados todos los documentos necesarios.
—Casi no tendríamos tiempo de leerlos…
—Tengo también una carta de compromiso con los encabezamientos de los acuerdos. Con eso me contentaré.
—Hubiera debido suponer que vendría usted preparado. —Fett estuvo pensando un momento—. Naturalmente, si Derek no obtiene el permiso del pozo de petróleo, las acciones probablemente bajarán un poco.
—Soy un jugador. —Laski sonrió.
Fett continuó:
—En cuyo caso, usted venderá las propiedades de la compañía y cerrará las sucursales que no dan beneficio.
—De ninguna manera —mintió Laski—. Yo creo que tal como está ahora habría beneficios con una nueva dirección.
—Probablemente tiene usted razón. En fin, es una buena oferta; una oferta que me veo obligado a presentar a mi cliente.