Panteón (132 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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—>Y lo irónico del caso —dijo Christian—, es que los Seis no son conscientes de que esa parte destructiva ha vuelto a aflorar en ellos con el tiempo, no se dan cuenta de la destrucción que provocan a su paso. De la misma forma que el Séptimo no tenía conciencia de ser un dios creador.


¿Tenía? —
había repetido Victoria, mirándolo con una súbita sospecha. Christian se había limitado a sonreír.

—>Jamás podrán destruir al Séptimo —dijo el shek—, porque, aunque lo consideren la parte sobrante de sí mismos, los desechos que arrojaron al mundo, en el fondo es un dios tan completo como los otros Seis. Saben que es indestructible y por eso lo encerraron. Y tratarán de volver a encerrarlo cuando lo encuentren. Después, privadas de la energía de su dios, las serpientes perderán fuerza y serán exterminadas. Todas ellas —añadió.

—>Incluido tú, supongo —dijo Jack—. En tal caso, ahora entiendo por qué defiendes a Gerde con tanto interés.

—>Incluido yo, o una parte de mí, al menos. Pero no hago esto solamente por mí. El Séptimo lleva milenios huyendo de los dioses, ocultándose en otras dimensiones o en cuerpos mortales; incluso dio vida a una raza destinada a plantar cara a los dragones creados para encontrarlo y destruir cada una de sus encarnaciones. Si es descubierto, si Gerde muere y la esencia del Séptimo sale a la luz... no se rendirá sin oponer resistencia. Los dioses no podrán destruirlo. Lucharán contra él hasta que logren encerrarlo de nuevo. No quedará gran cosa de nosotros cuando eso suceda, pero a los Seis no les importará. Son dioses creadores. Siempre pueden crear otro mundo, un mundo donde el Séptimo no exista. Y seguirán intentándolo una y otra vez, porque esa es su esencia, la esencia del universo, crear cosas y luego destruirlas para crear otras nuevas. Nosotros no nos damos cuenta porque nuestras vidas son tan breves para un dios que no somos capaces de abarcar la idea de que cada mundo no es más que un nuevo proyecto de uno o varios dioses. Intentan cuidarlos, pero nada puede permanecer inmóvil y estable mucho tiempo. Por eso, tarde o temprano, todos los mundos mueren. O son violentamente destruidos por el caos, o perecen tras marchitarse largo tiempo en un no-cambio que no les proporciona energía para evolucionar.

—>Los dioses quisieron que el mundo permaneciera sin cambios —murmuró Victoria—, pero un mundo que no cambia es un mundo muerto. Por eso crearon a los unicornios: para que mantuviesen esa energía en movimiento, sin necesidad de que ellos tuviesen que seguir destruyendo y creando cosas.

—>No fue suficiente, y se libraron del caos encerrándolo en una prisión que sepultaron en el mar. Pero no lograron acabar con él, y por eso, tiempo más tarde, crearon a los dragones, y el Séptimo dio vida a los sheks; los sheks eran el caos, la destrucción y el cambio; los dragones eran los guardianes del orden y de la creación de los Seis. Pero ahora, las cosas han cambiado. Los dragones fueron destruidos y el Séptimo y los sheks se hicieron con el poder, y no lo destruyeron todo, como se esperaba de ellos, sino que, en cierto sentido, mantuvieron estable la creación de los Seis, limitándose a gobernarla. ¿Entendéis lo que quiero decir?

—>¿Y crees que también se limitarán a gobernar la Tierra, sin más? ¿Por eso los ayudas a escapar?

Christian sonrió. Fue una sonrisa con un punto picaro que no solía ser propio de él.

—>Ese era el plan principal —admitió-; Gerde sabía, gracias a los informes de Shizuko, lo difícil que le resultaría conquistar la Tierra, y estaba haciendo planes a largo plazo. Esos planes incluían el adiestramiento de una futura encarnación humana que le permitiera moverse por ese nuevo mundo sin llamar la atención, hasta que se asegurase de que la humanidad terrestre sucumbía a las serpientes y no había ninguna divinidad colérica que le negase la entrada en el panteón de la Tierra. Pero ese plan pasó a ser nuestro plan secundario cuando Gerde asumió que también podía ser una diosa creadora.

Jack y Victoria lo entendieron de golpe, y miraron a Christian, anonadados.

>—Sí —confirmó él—. Es el proyecto más importante, el más grandioso que jamás hayan emprendido el Séptimo y sus criaturas. Pero si los Seis encuentran a Gerde, si descubren que ella es la identidad actual del Séptimo, todo se habrá terminado. Por eso hemos de darles tiempo. Por eso hay que proteger a Gerde. Si nosotros nos vamos, no habrá enfrentamiento y puede que Idhún sobreviva como mundo varias decenas de milenios más. Si nos quedamos, y nos descubren, todo habrá terminado... para todos.

Las palabras de Christian flotaron aún un instante más en el recuerdo de Victoria. Apretó los dientes y gritó:

—>¡Jack, remonta el vuelo y sube todo lo alto que puedas! —gritó—. ¡Viajaremos con la luz!

Jack volvió su largo cuello para mirarla un instante, pero asintió, con una larga sonrisa, y batió las alas, elevándose todavía más en el seno del firmamento idhunita.


Mortales —
dijo de nuevo Ankira—,
¿qué queréis?

El tono de aquella voz, formada por seis voces entrelazadas, era frío e inhumano, y a la vez, tan profundo y aterrador que les hizo caer de rodillas ante la niña, muertos de miedo. Había algo estremecedor en aquellas voces, en los ojos de ella, en el mismo ambiente, algo tan grande, tan inconmensurable, que habrían enloquecido de terror si no hubiesen estado demasiado turbados como para pensar siquiera.

Al cabo de unos instantes de amedrentado silencio, Gaedalu se atrevió por fin a lanzar unas palabras telepáticas a la mente de Ankira, tan vasta e inmensa de pronto, como un arroyo que se hubiese transformado en un océano en un solo instante.

«Divinos señores...», empezó, preguntándose, si era ese el tratamiento adecuado para los dioses, «nos concedéis un gran honor al escuchar nuestras torpes palabras. Mi nombre...».


Mortales —
repitió Ankira—.
¿Qué buscáis?

De nuevo, la voz les hizo encogerse de terror. Gaedalu decidió saltarse las formalidades para no impacientarlos, aunque las voces divinas no habían sonado en absoluto impacientes, sino más bien indiferentes.

«Divinos señores», osó susurrar, «hemos tenido el atrevimiento de invocaros para revelar la identidad de la última encarnación del Séptimo dios».


Podéis permanecer tranquilos, mortales —
dijo Ankira-:
él y sus criaturas pronto serán erradicadas de este mundo

Aquello era una buena noticia, pensó Alsan, aliviado. Era reconfortante saber que por fin había alguien, más sabio y poderoso que él, que asumiría la responsabilidad de librar al mundo del Séptimo y sus serpientes. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse cómo era posible que los dioses no supieran que estaban destruyendo el mundo que pretendían salvar. Se aclaró la voz, porque tenía la garganta seca y, tras varios intentos, logró decir, con voz temblorosa:

—>Divinos señores... no quisiera resultar irrespetuoso, pero desearía hacer notar que vuestro paso por nuestro mundo está causando... bastantes estragos. Si tuvierais a bien...


Estamos renovando la energía del mundo —
dijeron las voces, y sonaron, por un instante, con el tono de un padre paciente que explica algo muy complicado a un niño muy pequeño, o muy corto de entendederas.

Alsan tenía el corazón desbocado de puro terror, y reprimió el impulso de dar media vuelta y salir corriendo, y otro, más preocupante, que le instaba a suicidarse allí mismo por haber osado cuestionar a los dioses. Cerró un momento los ojos y trató de calmarse antes de atreverse a decir, con un hilo de voz:

—>Pero... está muriendo gente...


Eso no tiene importancia. Muere y nace gente nueva. Lo hacen constantemente. Llevan haciéndolo desde que el mundo fue creado. Ya nadie se acuerda de la gente que nació y murió durante la primera generación de mortales. Esta generación no es más importante que las anteriores.

Alsan no supo qué decir. Tenía la mente completamente en blanco.

«El Séptimo», intervino Gaedalu, hablando muy deprisa, «habita entre nosotros y perturba nuestra existencia, dedicada a la gloria y exaltación de vuestras Seis divinidades. Su nombre ahora es Gerde. Es una feérica».

Se había repetido aquellas palabras muchas veces para sí misma, reuniendo valor para atreverse a transmitirlas a la mente de Ankira; y, cuando lo hizo, envió aquellos pensamientos de golpe, aterrorizada por su propia osadía y, a la vez, aliviada por quitárselos de encima.

Los dioses permanecieron mudos. Alsan pensó que no les había gustado que les insinuaran que debían acabar con el Séptimo, y trató de aliviar un poco aquella impresión.

—>Podemos... podemos hacerlo nosotros, los mortales —tartamudeó—. Podríamos seguir luchando sin necesidad de molestar a sus divinidades. Si regresasen los dragones —añadió, en voz más baja—, podríamos encargarnos de derrotar a Gerde y a los sheks, y de exterminarlos a todos.

—>Y si volviesen los unicornios —logró añadir Qaydar, temblando y sin atreverse a mirar a Ankira a los ojos—, la Orden Mágica recuperaría su antiguo esplendor... y los hechiceros dedicaríamos nuestra vida y nuestra magia a luchar contra las serpientes.

«... para mayor gloria de los Seis», se apresuró a aclarar Gaedalu, escandalizada ante tantas peticiones.


Cuando atrapemos al ser que vosotros llamáis el Séptimo —
dijo Ankira, con su susurro de seis voces entrelazadas—,
todas las serpientes sucumbirán con él y ya no serán necesarios los dragones. Tampoco son necesarios ya los unicornios —
añadió—,
porque hemos recargado el mundo de energía con nuestro paso. Hasta dentro de muchas generaciones no volverá a marchitarse de nuevo.

Qaydar palideció.

—>Pero la Orden Mágica... —susurró; calló inmediatamente, sin osar continuar, temeroso de la ira de los Seis.

Los dioses no se enfadaron. Parecía como si nada de lo que ellos pudieran hacer o decir, comprendió Alsan de pronto, pudiera molestarles ni agradarles, ni tan siquiera interesarles.


Todo eso no tiene importancia —
respondieron las voces—.
Los mortales nacen, viven y mueren; las estructuras, las ciudades, las organizaciones, también. Hace tiempo que perdimos el interés por las vidas de las personas y por todas las cosas que hacen. Apenas duran lo que el parpadeo de una estrella.

Los tres se quedaron atónitos, sin saber qué decir. También los dioses permanecieron callados, hasta que Gaedalu susurró en la mente de Ankira:

«Os lo ruego, no castiguéis nuestra estupidez con vuestro silencio... si os hemos importunado...».


Estamos buscando a la mortal llamada Gerde —
dijeron las seis voces a través de la boca de la niña, con un timbre monótono y absolutamente impersonal. Entre líneas, Alsan creyó entender que los dioses no estaban castigando a Gaedalu con su indiferencia; la indiferencia ya estaba ahí, y los dioses nunca se molestarían en castigar a los mortales, porque nada de lo que estos pudieran hacer podría llegar a molestarles ni a afectarles lo más mínimo.

—>Si no es... muy osado por mi parte —vaciló Qaydar—, siento curiosidad por saber... cómo pensáis encontrarla.


Todos los mortales llevan su nombre escrito en su conciencia. Son un confuso caos de nombres y de voces y de rostros, tan parecidos unos a otros, tan pequeños e insignificantes que son difíciles de distinguir. Pero, conociendo su nombre, podemos encontrar su conciencia entre millones de conciencias similares, y de esta manera, encontrarla a ella.

No dijeron nada más, y los tres mortales no se atrevieron a seguir preguntando. De pronto, los ojos completamente blancos de Ankira relucieron de un modo extraño.


Eso es —
susurraron las seis voces.

Qaydar se removió, inquieto.

—>¿Ya... ya la habéis encontrado? —tartamudeó.

El rostro de la niña seguía sin expresar la más mínima emoción y, no obstante, las voces sonaron siniestras y aterradoras cuando dijo:

—>Sí.

Gerde se estremeció de pies a cabeza y miró a su alrededor, aterrorizada, como si varios pares de ojos hostiles se hubiesen clavado en ella desde las sombras.

—>No —murmuró—. No, aún no... Aún es demasiado pronto.

Se dio la vuelta con brusquedad. Tras ella, en el desfiladero, aguardaban docenas de szish, perfectamente organizados por hileras. Aguardaban con estoicismo, sin una sola queja. Gerde se sintió orgullosa de ellos.

Sabía que la formación llegaba mucho más allá, y que a cada momento se le unían más y más szish. Todos preparados para el gran salto. Todos dispuestos a emigrar a un nuevo mundo.

Gerde paseó la mirada por aquella multitud. Había también mujeres y niños. Los habían dejado pasar primero y, aun así, el desfiladero era casi una tumba. Cuando lloraban, los bebés szish lo hacían muy bajito. No les era necesario alzar la voz para que el fino oído de sus madres detectara su llanto.

Gerde suspiró para sus adentros. La Puerta interdimensional estaba allí, reluciente, aguardando a ser traspasada. Todavía no estaban todos los problemas solucionados. Todavía había aristas que limar. Pero no podían esperar más.

Alzó la cabeza hacia Eissesh, que aguardaba, muy quieto, a su lado.

—>Me han encontrado —dijo.

La serpiente entornó los ojos, pero no dijo nada.

—>Tardarán un poco en llegar hasta aquí, porque por este mundo se desplazan muy despacio —prosiguió Gerde—. Quizá tengamos tiempo de evacuar a todos los szish, pero vosotros...

No terminó de hablar, porque no era necesario. Eissesh sabía que la Puerta interdimensional era aún demasiado pequeña como para permitir el paso de muchos sheks a la vez. Requeriría un poco más de tiempo abrir un orificio más grande, y además, tampoco debían apresurarse. La Puerta debía ensancharse en el último momento. El tejido entre ambas realidades no debía mantener un orificio tan grande durante tanto tiempo, porque ello podría inestabilizar los dos mundos.

«Entonces, no hay tiempo que perder», dijo Eissesh.

Se volvió hacia los szish y les transmitió, a todos ellos, una breve orden telepática. Pareció que los primeros dudaban solo una fracción de segundo. Entonces, lentamente, se pusieron en marcha.

Assher, de pie junto a Gerde, los contempló en silencio. Descubrió un rostro familiar: el de una joven hembra szish a la que un día había dejado caer en una trampa de barro. Recordó su nombre: Sassia.

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