Panteón (108 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Tenía que detener aquella locura. Avanzó hacia ellos, con paso firme, cuando otra cosa llamó su atención.

Alguien había subido a lo alto del cadáver del shek y lanzaba un potente grito de triunfo, enarbolando un hacha en el aire. Todos corearon su nombre:

—¡Goser! ¡Goser! ¡Goser! ¡Goser!

Casi enseguida, otra figura subió junto a él. Una figura femenina.

Ambas siluetas se confundieron un momento, recortadas contra la luz del fuego, y volvieron a separarse. La mujer emitió un grito de júbilo y alzó los puños en señal de victoria. Los rebeldes la secundaron, y los tambores sonaron más alto.

Jack reconoció a Kimara, y no lo soportó más. Se abrió paso entre la gente y se acercó, a empujones, hasta el cuerpo del shek.

Interceptó a Kimara cuando esta bajaba de un salto desde el muñón del ala derecha. Casi tropezó con ella.

—¡Jack! —exclamó la semiyan, encantada, al reconocerlo—. ¡Has venido a unirte a nosotros!

Jack retrocedió un paso y la contempló. También ella parecía tan salvaje como sus compañeros.

—Si esto es lo que hacéis aquí —dijo con frialdad, señalando el cuerpo del shek y a los szish que estaban siendo amarrados a los postes—, no quiero tener nada que ver.

La sonrisa se borró del rostro de Kimara.

—¿Sigues defendiendo a las serpientes? Hemos ejecutado a gente por mucho menos que eso —amenazó.

Jack entornó los ojos.

—Atrévete a ponerme una sola mano encima —la desafió.

Kimara echó un breve vistazo a su alrededor. Estaban rodeados de gente que los miraba con curiosidad. Indicó a Jack con un gesto a que la siguiera a un lugar más discreto.

—¿A qué has venido, entonces?

—Tanawe exige que volváis a Nandelt.

Kimara hizo un gesto de fastidio.

—Otra vez con eso. Pues no voy a volver. Este es mi hogar y es aquí donde de verdad estamos luchando... Vosotros, gente de Nandelt, no hacéis más que organizar y preparar cosas, pero nunca pasáis a la acción.

—¿Es así como deberíamos pasar a la acción? —casi gritó Jack—. ¿Mutilando sheks?

Kimara le dirigió una breve mirada.

—Veo que aún eres amigo de Kirtash.

—Kirtash no... —empezó Jack, pero se mordió la lengua; acalló aquella parte de su mente que le recordó, de forma muy poco oportuna, que el shek se había llevado a su novia, y dijo, conteniendo la ira-: Kirtash será un asesino y un traidor, pero aún no ha caído tan bajo como vosotros.

—¿De qué estás hablando? —le espetó Kimara, y sus ojos llameaban de ira—. ¡Tú eres un dragón! ¡Deberías odiar a los sheks!

—Y lo hago... pero también los respeto. Pueden ser fríos o despiadados, pero no son crueles. No hieren ni matan por placer. Esa, me temo... es una cualidad de los sangrecaliente. Una cualidad de la que deberíamos avergonzarnos.

Kimara sonrió de forma siniestra.

—Yo no me avergüenzo —dijo—. Yo me enorgullezco de estar viva y de sentir cosas... aquí —se golpeó el pecho con el puño—. ¡Me enorgullezco de que corra fuego por mis venas, y no hielo! ¡Y de tener valor para vengar las atrocidades que los sheks cometen contra mi gente, día tras día! ¿Acaso tú no sientes cosas? ¿O es que ya tienes el corazón congelado?

Se acercó a él... lo bastante como para que pudiera sentir el olor de ella, salvaje y almizclado... demasiado como para que se sintiera cómodo.

Jack respiró hondo y se apartó de ella. Y esta vez no lo hacía por Victoria, sino por sí mismo.

—No, Kimara —dijo—. Me enorgullezco de mis emociones, pero no de todas ellas. No de las que podrían llegar a convertirme en alguien... como la persona que has llegado a ser tú.

Ella se rió de él.

—Bien —dijo—, si has venido a sermonearme, me temo que no tengo tiempo para escucharte. Ya puedes volver a Nandelt con Victoria y tu amigo shek.

Jack deseó con toda su alma poder hacerlo.

—Me vuelvo a la fiesta —prosiguió ella—. Creo que me la he ganado, ¿no te parece? Al menos yo sí me dejo la piel luchando contra el enemigo. ¡Ah! Puedes llevarle la dragona a Tanawe. Ya no la necesito.

—No es eso lo que Tanawe quiere de ti, y lo sabes.

—Ya lo sé —dijo ella—. Pero se le pasará el enfado en cuanto le des lo que hay en el interior de la dragona, ya lo verás.

—¿Qué hay en el interior de la dragona? —preguntó Jack, frunciendo el ceño.

—¿Cómo, no te lo dijo? Me pidió restos de dragón: escamas, colmillos, garras y cosas así. Y yo he cumplido con mi parte.

Jack la miró, sin dar crédito a lo que oía.

—¿Entraste en Awinor para saquear los restos de los dragones?

—Sí, y fue tu admirada Tanawe quien me lo pidió. ¿No es encantadora? —añadió, con sequedad—. Y ahora, vete, antes de que se nos acabe la paciencia.

Jack no respondió. Los gritos agónicos de los szish, mezclados con siseos desesperados, empezaban a resonar por el campamento. El joven, ignorando a Kimara, desenvainó a Domivat y se abrió paso hasta la pira. Los rebeldes lo abuchearon y varios trataron de detenerlo, pero Jack los rechazó, blandiendo su espada de fuego. Después, fue de poste en poste, hundiendo a Domivat en los fríos corazones de los hombres-serpiente, otorgándoles la muerte rápida y limpia que los rebeldes les negaban, ahorrándoles el sufrimiento de ser incinerados vivos.

Cuando bajó de la pira de un salto, se topó con Goser, que lo observaba con sus brazos tatuados cruzados ante el pecho y sus ojos de fuego fijos en él.

—¿Porquéhashechoesoextranjero? —quiso saber.

Jack sostuvo su mirada.

—No me gusta ver cómo torturan a la gente —dijo—. No me parece que sea un espectáculo que pueda disfrutar nadie que tenga corazón —añadió, en voz lo bastante alta como para que Kimara lo oyese.

Goser entrecerró los ojos.

—Losszishnosongente —dijo—. Sonmonstruos.

—Son gente —replicó Jack—. Aunque no tengan nuestro mismo aspecto.

El yan movió la cabeza.

—Nodiríasesosihubiesesvistoloquesoncapacesdehacer.

Jack sostuvo su mirada un momento más, tratando, tal vez, de leer en el alma del líder yan. Le pareció ver, bajo su capa de seguridad y determinación, una honda tristeza.

Sacudió la cabeza, dio media vuelta y se alejó de él.

No dijo nada a Kimara cuando pasó junto a ella. No dijo nada a nadie ni respondió a los gritos ni a los abucheos. Se limitó a entrar en su tienda, a tenderse en la estera y a cerrar los ojos, con amargura.

La fiesta continuó hasta bien entrada la noche. Como si quisieran desafiar a Jack, los rebeldes tocaron, cantaron y bailaron en torno al fuego y al cuerpo del shek, lanzando gritos de salvaje júbilo a las estrellas. Sin embargo, cuanto más altos sonaban los cánticos, más tenía Jack la certeza de que aquella fiera alegría no hacía sino enmascarar un profundo poso de ira, dolor y desesperación.

Durmió apenas un rato, lo bastante como para recuperar fuerzas. Después, salió de la tienda.

La celebración proseguía. Los yan ejecutaban en aquel momento la danza de las antorchas que tan gratos recuerdos le traía. Goser y Kimara bailaban junto a la hoguera, y Jack se quedó un momento a contemplarlos desde lejos, admirando, a su pesar, la fuerza de cada uno de sus movimientos, la energía que derrochaban, como si lo que latiera en sus pechos fuera el corazón de una estrella. Sonrió con cierta melancolía: también él había bailado aquella danza con Kimara, pero no cabía duda de que Goser lo hacía mucho mejor.

«Tengo que marcharme de aquí», se dijo; pero, por alguna razón, se quedó hasta el final, hasta el momento en que ambos entraron juntos en una de las tiendas.

Cerró los ojos. Los recuerdos seguían acudiendo a su mente y resultaba difícil echarlos.

La noche en que había bailado con Kimara había echado de menos a Victoria. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces. Él había cambiado, y Kimara también había cambiado, y había encontrado a otra persona que le gustara lo bastante como para bailar con ella en torno al fuego. Pero había cosas que permanecían inalterables.

Todavía seguía echando de menos a Victoria. Desesperadamente.

Jack sacudió la cabeza y se alejó del campamento, hasta un lugar más discreto. Allí, se transformó en dragón, alzó el vuelo y abandonó la base de los rebeldes sin despedirse de nadie.

Victoria encontró la cabaña por pura casualidad cuando sobrevolaban los márgenes de Alis Lithban.

Estaba semiderruida. El desmesurado crecimiento de la flora del bosque había estado a punto de derribarla por completo; pero, misteriosamente, las paredes habían aguantado, y el tejado, aunque asfixiado por el abrazo de los árboles,
no
se había hundido por completo.

El interior, no obstante, estaba mucho peor.

Con un suspiro de resignación, Victoria cubrió con su capa una extensa mata de helechos que había crecido en un rincón y depositó sobre ella a Christian, con sumo cuidado. Después, procedió a adecentar la cabaña, a retirar las hierbas y a colocar en su sitio los muebles y utensilios que todavía pudiesen utilizar. Mientras se subía a uno de los troncos para tratar de retirar la maleza que cubría una de las ventanas, se dio cuenta de que Christian la miraba. Bajó con cuidado y se reunió con él.

—¿Qué sucede? —le preguntó, preocupada—. ¿Te encuentras bien?

—Nada. Solo... bueno... me gusta mirarte.

Victoria sonrió.

—¿Redescubriendo los sentidos humanos, por fin? —bromeó, pero su voz se quebró en la última sílaba, y se mordió los labios para contener las lágrimas.

—No deberías... estar haciendo esto —dijo Christian con esfuerzo—. Vas a tener un bebé.

Victoria tragó saliva y se secó una lágrima indiscreta.

—La cama no se puede usar —dijo, sin responder al comentario del shek—. Pero voy a hacerte un lecho de hierbas y hojas. Intentaré que no resulte demasiado húmedo...

—No importa. No estoy... acostumbrado a las comodidades. Puedo descansar en cualquier parte.

Victoria deslizó sus dedos por el rostro de Christian, pero él alzó la mano para cogerla por la muñeca. La miró a los ojos, y la tristeza volvió a invadir a la joven, al no ver en ellos aquel brillo gélido que solían reflejar.

—¿Qué... está pasando, Victoria? —pudo decir él; trató de que su voz sonara firme, pero estaba demasiado débil, y fue solamente un susurro.

Ella respiró hondo.

—Hemos... te he traído aquí para cuidar de ti. Sé que no es gran cosa, pero es que... no sabía dónde llevarte.

«No te quieren en ninguna parte», pensó, pero no se atrevió a decírselo en voz alta.

El seguía mirándola.

—Necesito saber más —dijo—. Por favor... sé sincera.

Había una nota de pánico en su voz. «Por una vez, no puede leer mi mente», pensó Victoria. «No sabe qué pienso, no sabe que está pasando». Se sintió conmovida. No podía mentirle.

incorporó la cabeza de él, con cuidado, para apoyarla en su regazo.

—No sé cómo curarte, Christian —susurró—. Nadie sabe cómo curarte. He acudido a Gerde, pero ni siquiera ella puede hacer nada por ti. La materia de la que está hecha esta gema fue creada por los Seis para encarcelar la esencia del Séptimo. Una vez que se activa para cumplir con su cometido, no hay fuerza sobre el mundo capaz de destruirla. Solo los Seis podrían salvarte... y me temo que no van a hacerlo.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Christian de pronto.

Victoria apretó los dientes. Pensar en Jack le hacía mucho daño, le rompía el corazón en pedazos: por eso trataba de apartarlo de su mente para centrarse en Christian, en buscar la forma de ayudarlo... pero eso era casi peor.

—Se ha... quedado en Vanissar.

—¿Por qué... no está aquí, contigo?

Victoria no supo qué responder. No le parecía que fuese el momento adecuado para hablar de sus problemas sentimentales.

—Porque... bueno, ha preferido quedarse allí.

—Tendría que estar... contigo. Vas a tener un bebé. —Parecía obsesionado con esa idea; la miró, con un brillo febril en los ojos—. ¿Quién... va a cuidar de vosotros cuando yo no esté?

—¡No digas eso! —casi gritó Victoria—. Y deja ya de hablar de cuidar de mí. Deja que sea yo quien cuide de ti, por una vez. Yo no me he rendido, ¿me oyes? Te juro... que encontraré la forma de salvarte.

Christian la miró un momento, casi sin verla, y después cerró los ojos y volvió a sumirse en un estado de inconsciencia. Victoria lo alzó un poco más, con cuidado, para estrecharlo entre sus brazos.

—No te rindas... —susurró—. Por favor, no te rindas. No puedes acabar así. Te prometo que... —su voz quedó ahogada por las lágrimas, y tardó un poco en poder hablar de nuevo—. Ojalá supiera qué hacer. Ojalá...

Shail halló a Ymur leyendo atentamente un enorme libro, sentado junto a la ventana, ante una de las pocas mesas especiales para gigantes que había en la Torre de Kazlunn. Junto a él había otra pila de libros pendientes de revisar. La mayor parte de ellos eran volúmenes de un tamaño considerable.

Shail también llevaba sus propios libros, aunque de tamaño más reducido. Los dejó sobre la mesa contigua, y el ruido sobresaltó al gigante.

—¿Algo nuevo? —le preguntó el mago.

—Es muy interesante este libro —respondió el sacerdote—. Me sorprende la visión de la historia tan errónea que tenéis los hechiceros. Presentáis la Era de la Contemplación como una época de represión y oscurantismo.

«Porque lo fue», pensó Shail, pero no lo dijo. No tenía ganas de iniciar una discusión con Ymur.

—Es el mismo libro que estabas leyendo ayer —señaló, con una sonrisa—. ¿Sigues con él porque es muy interesante, o porque tiene las letras muy grandes y resulta más fácil de leer que los otros?

El sacerdote gruñó, pero no respondió a la pregunta.

—Y tú, ¿qué has visto en esos libros? —quiso saber, señalando los volúmenes en arcano que Shail había sacado de la Biblioteca de Iniciados.

El mago movió la cabeza.

—Se puede invocar a demonios, genios, espíritus e incluso elementales —dijo—, pero no dice nada de cómo invocar a un dios. Me pregunto de dónde sacaría Ashran la idea de que se puede hablar con los dioses. Y cómo consiguió que la Sala de los Oyentes sirviera para algo más que... escuchar.

Ymur no lo escuchaba. Había vuelto a su libro, y Shail, encogiéndose de hombros, se sentó frente a él y empezó a examinar los volúmenes que se había traído.

Pero apenas lograba concentrarse.

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