Se enjugó las lágrimas.
—Es terrible, Daniela. No reconozco a mis padres.
Daniela se acercó y la abrazó.
—Jacobo no ha resultado impune, Clarence. La sangre africana que correrá por las venas de sus nietos le recordará lo que hizo mientras viva. Y, ahora que ha sabido de la existencia de un hijo que no deseaba, tiene miedo de perder a su única hija.
—Ni siquiera ha querido hablar con él… Con su propio hijo…
Clarence se mordió el labio con fuerza para controlar el llanto. Cerró los ojos y pensó en lo sucedido en los últimos meses, desde que encontró aquella nota en el armario que la llevó hasta Guinea, donde conoció a Iniko, a Laha y a Bisila sin saber que formaban parte de la historia de su familia. El conocimiento de la verdad los había unido ya de manera permanente, a los de la isla y a los de la montaña, para el resto de sus vidas por unos lazos imposibles de cortar. Pero, como consecuencia de esa unión, los personajes de las diferentes historias que ahora eran una irían desapareciendo uno a uno de una manera u otra ante sus ojos y ya nada sería igual. No sabía si mejor o peor, pero sí diferente.
Tan cerca y, sin embargo, tan lejos, pensó. ¿O era al revés? Su corazón deseaba que, a pesar de las despedidas, la frase fuera al revés. Tan lejos y, sin embargo, tan cerca.
Etúlá, Formosa, Fernando Poo, Isla Macías y Bioko.
Ripotò, Port Clarence, Santa Isabel y Malabo.
Pasolobino.
Tan lejos y tan cerca.
En los años siguientes, Casa Rabaltué se inundó ocasionalmente de palabras gritadas en inglés, en español, en bubi, alguna en pasolobinés —de lo cual se encargaba Clarence, en un intento de que sus sobrinos conocieran algo de la lengua de sus antepasados—, e incluso en
pichi
. Samuel y la pequeña Enoá, los hijos de Laha y Daniela, lo absorbían todo, igual que esponjas. Clarence estaba segura de que si pasasen más tiempo en Guinea que en California, acabarían aprendiendo francés, portugués, fang, annobonés, balengue, ibo y ndowé. ¡Vaya tierra Bioko, esa pequeña torre de Babel! Clarence se fijaba en los enormes ojos oscuros de Samuel y se acordaba de los de Iniko, a quien una vez le había dicho que hablar dos idiomas era como tener dos almas. Pues ahora Samuel y Enoá tenían millones de palabras para combinar en lenguas diferentes y ella solo esperaba que supieran construir hermosas frases con ellas.
Clarence disfrutaba enormemente de las breves vacaciones de Daniela, Laha y los niños en las que la solitaria casa se llenaba de aire fresco. Durante unos días, las paredes rememoraban los ecos de las tertulias de tiempos pasados, a las que se sumaban las voces de las nuevas generaciones. Daniela tomaba el pelo a Clarence por no haber encontrado todavía un candidato apto para ser el padre de sus hijos e insistía en que la experiencia no era tan terrible. Clarence deslizaba su mirada por los juguetes esparcidos por el suelo y sonreía porque, cuando estaban los sobrinos, parecía que por la casa pasaba un huracán del que solo disfrutaba el abuelo Kilian, puesto que Carmen y Jacobo ya no se movían de Barmón.
Jacobo, a quien Carmen cuidaba con abnegación, había pasado de la fase violenta y agresiva del alzhéimer a un estado casi vegetativo. A Clarence, la enfermedad de su padre le había parecido un giro irónico del destino, por no decir tragicómico: el causante de que sus vidas hubieran cambiado para siempre no era consciente de nada. Había perdido la memoria, esa potencia del alma por medio de la cual se retenía y recordaba el pasado, un pasado sobre cuyas consecuencias las primas seguían manteniendo posiciones encontradas, tanto a nivel político como personal.
Cuando Daniela llegaba a Pasolobino, no dejaba de describir en tono eufórico el gran número de mejoras que percibía en Bioko, desde la suerte del casino, que por fin había sido remodelado guardando la estética del anterior después de años de abandono, hasta las reformas políticas, sociales, económicas y judiciales, pasando por los avances en la democratización del país y en el respeto a los derechos humanos. Daniela enumeraba con pasión las campañas públicas para combatir el trabajo infantil y la discriminación y violencia contra las mujeres y contra las personas de otras etnias y religiones; o los esfuerzos para concienciar sobre la importancia de la educación, la sanidad y los derechos de los niños, o la lucha contra el sida, la mejora del acceso a las nuevas tecnologías, o el aumento de programas de formación profesional…
Clarence se sorprendía porque lo que su prima contaba no coincidía con las informaciones que ella leía en Internet y le recriminaba que hablase como el ministro de Asuntos Exteriores, quien admitía que España seguiría apoyando al dictador, aunque le pesase a una parte del pueblo y de la sociedad española. Entonces, Daniela se ponía a la defensiva y le decía:
—¿Y tú, Clarence? ¿Qué postura tomarías? Guinea necesita ayuda internacional, pero entregarla significa tratar con un dictador. Vaya dilema, ¿eh? Pues mira, yo tengo una respuesta clara. Los principios morales son difíciles de mantener en situaciones de pobreza y necesidad. Cuanto más se invierte allí, más trabajo se crea y más fácil resulta avanzar. Lo demás viene rodado.
—No sé… ¿Y no sería más efectivo derrocar al régimen como fuera de una santa vez para liberar al país de la tiranía?
—¿Realmente crees que un golpe de Estado externo tendría como objetivo una acción humanitaria? Si no hubiera petróleo, ¿habría tanto interés en dar un golpe de Estado tras otro? Hay vida allí, Clarence. Hay partidos políticos que buscan el cambio desde dentro, participando en las instituciones y esperando que llegue el esperado día del cambio. Han aguantado y resistido tanto… Yo creo que ya es hora de que se acaben los reproches y se acepte que los guineoecuatorianos quieran hacer su propio futuro sin intromisiones ni intervenciones, y sin que nadie les dé lecciones.
Clarence la escuchaba y deseaba creer en sus palabras. Tal vez las cosas hubieran cambiado desde que ella conociera la historia de Bioko de labios de Iniko…
El último viaje que Daniela, Laha y los niños realizaron a Pasolobino fue muy diferente de los anteriores. No hubo ni alegría, ni bromas, ni discusiones apasionadas. Clarence había llamado a su prima para darle la triste noticia de que Kilian estaba ingresado en el hospital y de que el diagnóstico no era nada tranquilizador.
Le ocultaron la gravedad de la situación, pero una tarde, nada más entrar en la habitación, Clarence tuvo la impresión de que Kilian era más que consciente de que se aproximaba el final y, en lugar de mostrar miedo o rabia, transmitía una sensación de paz y tranquilidad.
Kilian tenía la cabeza ladeada en dirección a la ventana, con la vista perdida en algún lugar del cielo. Daniela permanecía sentada a su lado, cogiéndole de la mano como había hecho durante las últimas tres semanas. Laha estaba cerca de ambos, pero a una distancia prudente para no quitarles intimidad. Clarence se apoyó en la puerta de entrada, parcialmente escondida para que no pudieran ver que no podía contener las lágrimas. Admiró la entereza de su prima, quien no había derramado nunca ni una sola lágrima ante su moribundo padre en todos los días que llevaba junto a él. Al contrario, se esmeraba por parecer alegre —y realmente lo parecía— y se arreglaba y cambiaba de atuendo todos los días para que su padre no percibiera el sufrimiento por el que estaba pasando.
Kilian habló sin apartar la mirada del cielo, que ese día estaba especialmente claro y brillante. ¿Dónde estaba la lluvia que había enmarcado siempre los momentos más tristes de su vida?
—Daniela, hija, me gustaría que me respondieras a una pregunta. Puedo decir que me voy en paz y satisfecho… —hizo una pausa—, pero quiero saber si he sido un buen padre.
Clarence sintió un agudo dolor en el pecho. Era imposible que sucediera, porque Jacobo había perdido todas sus facultades físicas y mentales, pero si su propio padre le pudiera hacer la misma pregunta en semejante situación, se quedaría muda. ¿Qué le respondería?
—El mejor, papá —respondió Daniela mientras le llenaba la cara de besos—. El mejor.
Kilian cerró los ojos satisfecho por la respuesta. Al menos parte de su apagada vida, después de haberse separado de Bisila, había tenido sentido.
Gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Clarence. Ella ya nunca tendría la ocasión de responder a esa pregunta y entonces se arrepintió profundamente de no haberle hecho saber a Jacobo, cuando aún podía comprenderla, que si quienes habían sufrido directamente por sus actos lo habían perdonado parcialmente —ya que no era posible olvidar lo que había hecho— y habían conseguido desterrar de sus corazones sus sentimientos iniciales de indignación, resentimiento y vergüenza, ella no tenía por qué no hacerlo. Demasiado tarde, pensó, se daba cuenta de que había infligido a Jacobo el peor de los castigos: le había hecho sufrir el rechazo de su propia hija.
Kilian abrió los ojos de nuevo y giró la cabeza hacia ellos.
—Tu madre… —comenzó— me dijo que le gustaría que fuésemos enterrados uno al lado del otro y no voy a quitarle ese deseo. —Daniela asintió de manera apenas perceptible. Apretaba los labios con fuerza para controlar la emoción—. Pero me gustaría que hicieras…, que Laha y tú hicierais algo por mí. Cuando volváis a Fernando Poo, llevad una bolsita de mi jardín con dos puñados de tierra y esparcid un puñado en el paseo de las palmeras reales de Sampaka y otro en la tumba del abuelo Antón en el cementerio de Santa Isabel.
Laha se percató de que a Daniela le costaba esfuerzo mantener la compostura. Se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Kilian le dedicó una débil sonrisa. Había sido inevitable que los caminos de Bisila y él se cruzaran de nuevo. Solo había sido cuestión de tiempo que los espíritus les permitieran algo de paz. Estaba completamente seguro de que, al igual que él, Bisila se alegraba de haber vivido lo suficiente como para revivir su vida en la de sus hijos.
Kilian se llevó la mano libre del gotero al cuello y acarició con los dedos las pequeñas conchas de su desgastado collar de cuero.
—Ayúdame, Daniela. Deshaz el nudo.
Daniela lo hizo. Kilian sostuvo el collar en la palma de su mano durante un largo rato, cerró el puño y extendió el brazo hacia su hija.
—Llévale esto a Bisila y dile que donde voy ya no lo necesitaré. Dile también que espero que la proteja lo que le quede de vida en este mundo como me ha protegido a mí. —Se encogió de hombros y volvió su mirada hacia el trozo de cielo azul que enmarcaba la ventana—. Eso es todo. Ahora me gustaría dormir…
Eso quería: dormir y descansar por fin en una pequeña isla alfombrada de cacaotales de hojas brillantes y piñas de color ocre, donde los días y las noches eran iguales y no se echaba de menos ningún tono de verde y donde él había ayudado a cultivar el alimento de los dioses; atravesar el arabesco de calas y bahías antes de ascender por la
cuesta de las fiebres
y percibir el aroma de las flores pequeñas, blancas y delicadas de los
egombegombes
; escuchar las risas, las bromas y los cantos de las gargantas nigerianas y vibrar con los ritmos de sus tambores; alegrar su vista con el colorido de los
clotes
por las calles de una coqueta ciudad desplegada a los pies del brumoso pico de Santa Isabel; impregnarse del olor dulzón y el calorcillo pegajoso; caminar bajo la bóveda verde del paraíso de las palmeras, los cedros, las ceibas y los helechos sobre los que jugaban los pajarillos, los monos y las lagartijas de colores; sentir sobre su cuerpo la fuerza del viento y de la lluvia de una tormenta tropical para dejarse acariciar después por una brisa cálida cargada del perfume del cacao tostado.
¡Ah, cómo deseó ser esa isla y sentir en cada rincón la mirada transparente de Bisila!
Kilian perdió la consciencia esa misma noche. Durante dos días deliró y, en su terrible agonía, pronunció palabras incomprensibles para Daniela y Clarence, pero no para Laha, que no quiso traducirlas. De vez en cuando decía el nombre de Bisila y su expresión abandonaba toda señal de sufrimiento; parecía incluso que se iluminaba antes de volver a contraerse, y así hasta que exhaló el último suspiro que devolvió la paz a su cuerpo.
Una semana después del funeral, Laha tuvo que marcharse por su trabajo y Daniela se quedó con los niños para recoger y ordenar la ropa y las cosas de Kilian. Las primas no permitían que las lágrimas fluyeran para no entristecer más a Samuel y a Enoá, que no acababan de entender que su abuelo no estuviese en Casa Rabaltué, que era donde siempre había estado. Como explicación, les dijeron que el abuelo se había convertido en una mariposa y se había ido volando al cielo. Estaban en una edad en que todavía se podían creer semejante historia.
Una tarde, cuando terminaban de poner las pertenencias de Kilian en cajas, Clarence vio que Daniela guardaba el collar con el cauri y la concha de
Achatina
y se extrañó. Le preguntó por qué lo hacía y su prima le respondió:
—Le debo a mi madre un poco de justicia. Si se lo llevo a Bisila, estoy aceptando que mi padre engañara a mi madre con el corazón. Y no quiero mirar más al pasado. Laha y yo tenemos un presente y un futuro del que disfrutar y muchas cosas por hacer. ¡Hay tanto por hacer! Ya vale de esta nostalgia que ha impregnado las paredes de esta casa. Lo digo también por ti, Clarence…
Se sentó en la cama con el collar entre las manos y lloró todo lo que no había llorado delante de sus hijos. Clarence no dijo nada. Dejó que se desahogara, que se liberara un poco de la terrible sensación de orfandad que queda cuando mueren los mayores.
Al cabo de un rato, Daniela se enjugó las lágrimas y le entregó el collar.
—Toma —dijo, con una mezcla de resignación y determinación—. Haz tú lo que quieras o lo que creas que debes hacer con esto. Yo no tengo ni las ganas ni el deseo de comprenderlo.
Entonces Clarence se acordó de Iniko y de cuando le puso el collar, que todavía conservaba, alrededor del cuello para que mantuviera alejados a los malos espíritus que los rodeaban. No pudo por menos que extrañarse de lo diferentes que habían sido las historias de los habitantes de esa casa, como si algo superior a ellos se hubiera encargado de emparejarlos de la manera más adecuada a su lugar y a su momento en el devenir de los hechos.
Kilian y Bisila se habían amado más allá de la distancia y el tiempo y, aunque no habían sabido el uno del otro durante décadas, habían mantenido una permanente conversación íntima y secreta. Por otro lado, Iniko y ella se habían amado en un momento concreto de sus vidas y se habían separado de mutuo acuerdo, conscientes de que ninguno iba a renunciar a su vida por el otro.