—Escucha, Clarence —dijo al fin—. Esta carta la escribió mi marido en el año 1987. Lo recuerdo perfectamente porque fue en ese viaje cuando supo que un viejo conocido había muerto. —Hizo una pausa—. Si tanto te interesa el significado de esta nota, ve allí y busca a alguien un poco mayor que tú que se llame Fernando. Solo uno de esos hijos que se nombran es el que te interesa. Es probable que en Sampaka aún conserven los archivos porque la plantación sigue funcionando, de aquella manera, pero sigue ahí. No creo que lo destruyeran todo, bueno, esto no puedo afirmarlo con rotundidad. Busca a Fernando. Aquello es tan pequeño como este valle, no puede ser tan difícil…
—¿Quién es ese Fernando? —preguntó una Clarence con los ojos brillantes mientras señalaba con el dedo una de las líneas del fragmento de papel—. ¿Y por qué debo buscarlo en Sampaka?
—Porque nació allí. Y es todo lo que te diré, querida Clarence, te pongas como te pongas —respondió Julia con firmeza. Bajó la vista y se entretuvo unos instantes acariciando la mano de Clarence, quien había tomado de nuevo la suya en un gesto de agradecimiento y afecto—. Si quieres saber más, es con tu padre con quien tienes que hablar. Y si Jacobo se entera de lo que te he dicho, negaré haber hablado contigo de esto. ¿Está claro?
Clarence asintió con resignación; una resignación que pronto cedió ante una incipiente ilusión.
En su cabeza se repetían una y otra vez las palabras que la acompañarían de manera obsesiva los próximos días:
«Ve a Sampaka, Clarence. ¡A Sampaka!».
—Tengo algo muy importante que deciros.
Clarence esperó a que los comensales le prestaran atención. Los diferentes miembros de su risueña y habladora familia estaban sentados alrededor de la mesa rectangular de madera como siempre lo hacían. Situado a la cabecera, el tío Kilian presidía todas las comidas y cenas desde que ella podía recordar. Aunque Jacobo era mayor que él, Kilian había asumido el papel de cabeza de familia y, por lo que parecía, aquel había aceptado complacido una situación que le permitía seguir vinculado a su casa natal sin más obligaciones que las propias de las relaciones familiares cercanas. Todos los presentes sentían la casa como suya, pero Kilian se encargaba de su mantenimiento, del arriendo de las tierras para pastos, ahora que ellos ya no tenían ni vacas ni ovejas, de decidir si era conveniente vender una finca o no a la creciente estación de esquí, y fundamentalmente, de mantener las tradiciones, costumbres y celebraciones de una casa que, como todas las demás del pueblo, veía modificada su historia por un progreso en forma de turismo que, paradójicamente, la había salvado de su desaparición.
A la derecha de Kilian, el trabajador infatigable, se sentaba Jacobo. A pesar de que sobrepasaban los setenta años, ambos hermanos continuaban siendo hombres grandes y fuertes —Jacobo lucía además un abultado abdomen— y se sentían orgullosos de conservar su abundante cabello negro aunque muy mechado de canas. A la derecha de Jacobo siempre se sentaba su esposa, Carmen, una guapa y alegre mujer de mediana estatura, cutis liso y sonrosado y corta melena teñida de rubio. A la izquierda de Kilian, frente a Jacobo, se sentaba la responsable y pragmática Daniela, heredera del cabello oscuro con reflejos cobrizos de su padre, Kilian, y —según contaban los mayores del pueblo— de los rasgos finos y delicados de su madre, Pilar. Finalmente, en el extremo opuesto de la mesa, frente a Kilian, siempre se sentaba Clarence, de manera que esta había aprendido a interpretar los gestos y rituales de su tío en cada comida. Le resultaba fácil distinguir si estaba de buen humor o no según plegase la servilleta de una u otra forma, o según fijase su vista más o menos rato en un objeto de la mesa.
Transcurridos unos minutos, Clarence comprendió que su intervención había pasado completamente desapercibida. Hacía días que no coincidían todos por una razón u otra y la cena se había convertido en la típica reunión en la que la conversación fluía y unos y otros intervenían y se reían o se llevaban la contraria y discutían. En esos momentos, sus padres y su prima continuaban repasando la vida de los vecinos y las últimas novedades de Pasolobino, pero su tío permanecía ensimismado. Clarence tomó un sorbo de su copa de vino mientras admitía para sus adentros que se entendía mejor con su tío que con su propio padre. Kilian le resultaba cercano y vulnerable pese a su apariencia de hombre silencioso, duro y distante. Jacobo tenía más sentido del humor, sí, pero también era un humor variable que se convertía en mal genio sin previo aviso, especialmente cuando no podía imponer su opinión. Afortunadamente para el resto de la familia, Carmen había desarrollado una increíble destreza para capear los temporales y conseguir que todas las conversaciones terminasen bien, confundiendo hábilmente a su marido para que tuviese la impresión de que lo que decía no era ni del todo rechazado ni del todo aplaudido.
¿Cómo reaccionaría su padre cuando supiera lo que iba a hacer? Después de otro sorbo de vino para infundirse ánimo, Clarence optó por alzar la voz:
—¡Tengo una noticia que os va a dejar de piedra!
Todos giraron la cabeza para mirarla. Todos excepto Kilian, que levantó la vista del plato con la lentitud de quien ya no cree que algo pueda sorprenderle.
Clarence los observó en silencio mordiéndose el labio inferior. De pronto se sentía nerviosa. Después de la intensidad de las últimas semanas, en las que no había hecho otra cosa que almacenar material —fotografías, planos y artículos sacados de Internet, gracias a los cuales había descubierto entre otras cosas dónde estaba Ureka— y organizar la que iba a ser la aventura de su vida con la desbordante energía que genera la ilusión, en ese momento sentía como si el corazón le latiera de manera irregular.
Daniela la miraba expectante, y, como su prima no hablaba, decidió ayudarla:
—¡Has conocido a alguien! ¿Es eso, Clarence? ¿Cuándo nos lo presentarás, eh?
Carmen juntó las manos a la altura del pecho y sonrió entusiasta. Antes de que pudiera hacer algún comentario, Clarence se apresuró a aclarar:
—No es eso, Daniela. Es…, bueno…, que…
—¡No me lo puedo creer! —intervino Jacobo en tono jocoso y fuerte—. ¡A mi hija no le salen las palabras! ¡Ahora sí que estoy intrigado!
Kilian miró a Clarence fijamente, y con un gesto apenas perceptible de las cejas intentó animarla a decir aquello tan importante que tenía que decirles. Clarence aguantó su mirada, cerró los ojos, cogió aire, abrió los ojos para toparse de nuevo con los de su tío y soltó:
—El jueves me voy a Bioko. Ya tengo el billete y todos los papeles.
Kilian ni siquiera parpadeó. Carmen y Daniela emitieron un grito de sorpresa casi al unísono. Un sonido metálico indicó que a Jacobo se le había caído un cubierto sobre el plato.
—¿Qué dices? —preguntó su padre, más sorprendido que enfadado.
—Que me voy a Bioko, quiero decir, a Fernando Poo…
—¡Sé perfectamente qué es y dónde está Bioko! —la interrumpió él—. ¡Lo que no sé es qué idea te ha dado de ir allí!
Clarence tenía la respuesta más que preparada; una mezcla de realidad práctica y mentiras convenientes para plantear un viaje lógico y seguro y tranquilizar así a sus familiares, y a ella misma:
—Ya sabéis que estoy en un equipo de investigación lingüística. En concreto, ahora estoy centrada en el español africano y necesito realizar una labor de campo para recoger muestras reales. ¿Y qué mejor lugar que Bioko para hacer eso?
—No tenía ni idea de que te interesase el español africano —intervino su madre.
—Bueno, no os cuento siempre todo lo que hago o dejo de hacer en el trabajo…
—Ya, pero esto, en concreto, es algo muy cercano a nuestra familia —dijo Daniela.
—La verdad es que no hace mucho que he dirigido mis investigaciones en esta dirección. Es un terreno poco estudiado… —Clarence sentía unas ganas terribles de preguntarles por ese tal Fernando, pero se contuvo—. Además, siempre he tenido curiosidad por conocer vuestra querida isla. ¡Toda la vida oyendo hablar de ella y ahora tengo la oportunidad de visitarla!
—Pero ¿no es un sitio peligroso? ¿Vas a ir sola? No sé yo si es buena idea, Clarence… —dijo su madre sacudiendo la cabeza con semblante preocupado.
—Sí, ya sé que no es un destino turístico fácil, pero lo tengo todo organizado. Un compañero de la universidad mantiene contactos con un profesor de allí y los dos me han ayudado a agilizar el papeleo de los permisos de entrada. ¡Normalmente cuesta semanas obtenerlos! Hay vuelo directo desde Madrid, unas cinco horas, nada, un paseo… Ahora que lo pienso… —añadió con un tono cargado de doble intención—, ¿no os gustaría a ninguno acompañarme? Papá, tío Kilian… ¿No tenéis ganas de volver a ver aquello? ¡Hasta podríais encontraros con viejos conocidos de vuestra época!
Clarence observó como Kilian entrecerraba los ojos y apretaba los labios mientras Jacobo respondía por los dos:
—¡A quién vamos a encontrar! De los blancos no quedó ni uno, y los negros de nuestra época ya se habrán muerto. Además, eso debe de estar hecho un desastre. Yo no iría ni loco. ¿Para qué? —Su voz pareció quebrarse al preguntar—: ¿Para sufrir?
Se giró hacia su hermano. Clarence se percató de que no lo miraba directamente.
—Y tú, Kilian, ¿a que tampoco te gustaría volver a estas alturas de la vida? —le preguntó suavemente, en un tono que intentaba ser neutro.
Kilian carraspeó y, mientras desmigajaba un pedazo de pan, respondió de manera tajante:
—Cuando me fui supe que nunca más volvería, y no, no pienso volver.
Permanecieron en silencio unos instantes.
—Y tú, Daniela, ¿qué? ¿No te gustaría acompañarme?
Daniela dudó. Todavía estaba sorprendida por la decisión de Clarence y por el hecho de que no le hubiera comentado nada antes de esa noche. Miró a su prima con esos enormes ojos marrones que le iluminaban la cara. Era la única que no había heredado los ojos verdes que compartía toda la rama de la familia paterna, y con frecuencia se quejaba de ello, pero la intensidad con la que enfocaban la vida desbancaba al color más hermoso que pudiera existir. Daniela no era consciente de ello, pero cuando miraba a alguien a los ojos, el interlocutor se sentía aturdido.
—¿Cuánto tiempo piensas estar? —preguntó.
—Unas tres semanas.
—¡Tres semanas! —exclamó Carmen—. ¡Pero eso es mucho tiempo! ¿Y si te pasa algo?
—¡Qué me va a pasar, mamá! Por lo que me he informado, es un lugar bastante seguro para los extranjeros, siempre que no hagas nada sospechoso, claro…
Aquel comentario aún alarmó más a su madre.
—Jacobo, Kilian… Vosotros que conocéis aquello, haced el favor de quitarle la idea de la cabeza.
Los mayores entablaron una conversación como si Clarence no estuviera presente.
—¡Como si no conocieras a tu hija! —exclamó Jacobo—. Al final hará lo que le dé la gana.
—Ya es mayorcita para saber lo que se hace, ¿no te parece, Carmen? —dijo Kilian—. Nosotros éramos más jóvenes todavía cuando fuimos…
—Sí —le interrumpió Carmen—, pero en aquellos tiempos había mucha seguridad. Ahora, una joven blanca viajando sola…
—Por lo que he leído, todavía hay gente que tiene negocios y va y viene sin problemas —añadió Kilian—. Y voluntarios de organizaciones de ayuda…
—¿Y tú cómo sabes eso? —quiso saber Jacobo.
—Pues mirando por Internet —respondió Kilian, encogiéndose de hombros—. Soy viejo, pero me gusta estar informado. Daniela me ha enseñado que esto del ordenador es más sencillo de lo que creía.
Le dedicó una sonrisa a su hija.
—He tenido una buena profesora.
Daniela le devolvió la sonrisa.
—¿Y no te puede acompañar algún compañero del trabajo? —insistió Carmen dirigiéndose a su hija.
—La verdad es que a ninguno le ha atraído la idea de un viaje a un país tan poco civilizado… Pero los entiendo, porque, al fin y al cabo, yo tengo un interés
personal
—recalcó la palabra— que ellos no comparten. ¡Conoceré los lugares de vuestras narraciones!
—¡No reconocerás nada! —intervino Jacobo—. Ya te darás cuenta de la lamentable situación en la que se encuentra el país. Miseria y más miseria.
—Todo lo contrario a lo que nos habéis contado vosotros, ¿no? —dijo Clarence con ironía pensando en las conjeturas que se habían dibujado en su mente tras su encuentro con Julia—. Suele pasar. La realidad siempre supera a la ficción.
Kilian frunció el ceño. Le pareció percibir una inusual impertinencia en la actitud de su sobrina.
—Clarence —dijo de manera amable pero seca—, no hables de lo que no sabes. Si tanto interés tienes en ir, ve y saca tus conclusiones, pero no nos juzgues.
Clarence no supo qué replicar. ¡Ni que su tío le hubiera leído el pensamiento! Para aliviar la tenue tensión que se había instalado entre ellos, se dirigió a su prima:
—Bueno, ¿qué?, ¿te animas a acompañarme?
Daniela sacudió la cabeza.
—¡Ojalá me lo hubieras dicho con más tiempo! —se lamentó—. Ahora no puedo cogerme tres semanas libres del trabajo así como así. Pero, en fin —añadió—, si te enamoras de Fernando Poo, la próxima vez iré contigo. Te lo prometo.
Clarence supuso que su prima pensaba que unas semanas serían suficientes para que le invadiera el mismo sentimiento que había calado tan hondo en el alma de sus padres. Pero ellos habían pasado años en la isla. Ella viajaría en otras circunstancias y en otra época.
—Oh, no sé si unas semanas serán suficientes para que me enamore… Pero ¿quién sabe?
La pregunta quedó suspendida en el silencio que se instaló entre los comensales hasta que la cena concluyó poco después; un silencio que a duras penas podía ocultar las atronadoras voces que se repetían una y otra vez en la mente de los hermanos:
«Sabíais que este momento podría llegar y lo ha hecho. Lo sabíais. Era cuestión de tiempo. Los espíritus lo han decidido. No hay nada que podáis hacer. Lo sabíais…».
Hay que conocer la montaña para comprender eso de que abril es el mes más cruel.
En los lugares de la tierra baja, la Semana Santa trae la resurrección de la vida en primavera tras la desolación del invierno. La diosa de la tierra despierta y emerge de las profundidades del infierno a la superficie terrestre. En la montaña, no. En la montaña la diosa permanece dormida al menos un mes más hasta que se digna reverdecer los prados.