Palmeras en la nieve (11 page)

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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

BOOK: Palmeras en la nieve
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Atravesaron las rectas y simétricas calles de Santa Isabel, trazadas de manera uniforme para albergar funcionales edificios blancos; dejaron atrás los viandantes vestidos de manera llamativa que ayudaban a crear la sensación de una ciudad alegre, luminosa, veraniega y coqueta, y se adentraron en una pista polvorienta a cuyos lados no se divisaban más que las primeras líneas de lo que se podía adivinar como una frondosa y tupida extensión de cacaotales.

—Ya lo verá,
massa
—dijo José mirándolo por el retrovisor—. En la tierra llana, todo es cacao y palmeras. A más de quinientos metros, por las laderas, están los cafetos. Y arriba del todo, las bananeras y el abacá.

Kilian asentía con la cabeza en señal de agradecimiento a las explicaciones de José, quien se mostraba encantado de volver a describir el recorrido tal como probablemente habría hecho hacía tiempo primero con su padre y después con su hermano. En esos momentos, Antón y Manuel contemplaban el trayecto en silencio a través de las ventanillas que habían abierto para que entrara algo de aire y refrescara el ambiente, lo cual era francamente difícil.

Llevaban recorridos unos cinco o seis kilómetros cuando Manuel instó a Kilian a que mirase por el parabrisas delantero.

Kilian miró y emitió un sonido de sorpresa. Por unos segundos pensó que, debido al cansancio acumulado por las emociones tan vivas de las últimas semanas, sus ojos le estaban gastando una mala jugada. Ante ellos, un gran letrero avisaba de que llegaban a… ¡Zaragoza! Pero le costó poco darse cuenta de que ese era el nombre del poblado más cercano a la finca.

—Este poblado lo construyó un antepasado de los actuales dueños de Sampaka —contó Antón mientras pasaban cerca de un árbol de unos veinte metros de altura ubicado delante de un edificio—. Don Mariano Mora, se llamaba.

Kilian, que conocía la historia, asintió, emocionado de poder ver con sus ojos lo que hasta entonces habían sido relatos.

—Sí, Kilian, el que nació cerca de Pasolobino. Y también fundó esa iglesia que veis.

Manuel sacó cuentas mentalmente. De eso hacía más de cincuenta años.

—¿Lo llegó usted a conocer? —preguntó.

—No. Cuando yo llegué por primera vez, hacía poco que había fallecido de una enfermedad tropical. Muchos lo recordaban como un hombre muy trabajador, sensato y prudente.

—Como todos los montañeses —se jactó Jacobo, girándose hacia Manuel.

Este arqueó las cejas escéptico antes de preguntar:

—¿Y quién se hizo cargo de la plantación? ¿Sus hijos?

—No. No tenía hijos. Sus sobrinos siguieron con el negocio, que todavía continúa en manos de la misma familia. Los que os han preparado la documentación a ti y a Kilian en Zaragoza, en la de verdad quiero decir, en la de allá, también son descendientes de don Mariano. El único que quiso venir a encargarse personalmente de la finca es Lorenzo Garuz, que es a la vez gerente y dueño mayoritario.

El poblado, formado por pequeñas barracas, era tan pequeño que en segundos llegaron al puesto de la Guardia Territorial. Jacobo detuvo el coche junto a dos guardias que portaban sendos rifles y que se estaban despidiendo de un tercero, alto y fuerte, situado de espaldas, al que llamaron Maximiano. Este se giró hacia el coche y frunció el ceño en actitud agresiva mientras los otros saludaban amablemente a los nuevos blancos y agradecían a José la última entrega. A Kilian le desagradó el rostro del tal Maximiano, completamente picado por marcas de viruela. El hombre no dijo nada, se agachó para recoger una caja y se marchó.

—¿Y ese quién era? —preguntó Jacobo haciendo avanzar de nuevo el vehículo.

—No lo sé —respondió su padre—. Supongo que de otro puesto. A veces se cambian cosas unos con otros.

—Primera lección, Kilian, antes de entrar en la finca —le explicó Jacobo—. Hay que asegurarse de que los guardias reciben puntualmente presentes, por ejemplo, tabaco, bebida, o simplemente huevos. Cuanto más contentos los tienes, más rápido acuden cuando los necesitas.

Antón le dio la razón.

—No suele haber problemas, pero nunca se sabe… Hace tiempo, en otras fincas, hubo revueltas de braceros porque se quejaban de las condiciones de los contratos. Suerte tuvieron de la intervención de la Guardia Territorial. —Kilian empezó a ponerse un poco nervioso—. Pero no te preocupes, eso pasó hace muchos años. Ahora viven bastante bien. Y una de las funciones de los blancos es evitar conflictos entre los morenos. Ya aprenderás.

Jacobo avisó de que estaban llegando a la finca y redujo la velocidad.

Santa Isabel había producido una profunda impresión en Kilian, pero la imagen de la entrada a la finca Sampaka le cortó el aliento.

El paisaje había cambiado por completo; la realidad de los edificios de la ciudad y los kilómetros de cacaotales se convirtieron en un gran túnel formado por un camino de tierra rojiza flanqueado por enormes y majestuosas palmeras reales que se erguían hacia el cielo imponentes en un intento de bloquear el paso de la luz del sol. Cada metro que el coche avanzaba, cada pareja de palmeras que dejaba atrás, produciendo una intermitente alternancia de luz y sombra, la curiosidad iba cediendo terreno a una ligera angustia. ¿Qué encontraría al final de la húmeda y discontinua oscuridad de ese pasadizo cuyo fin no veía? Tenía la sensación no de entrar, sino de descender al interior de una cueva a través de un corredor enigmático y regio a la vez, como si una fuerza inquietante lo atrajera mientras una voz interna le advertía susurrante que, en cuanto accediera al otro lado, nunca más sería la misma persona.

Entonces no podía saberlo, pero años más tarde, él mismo se habría de encargar de replantar nuevas palmeras en ese camino que se convertiría en el emblema mítico no solo de la finca más majestuosa de la isla, sino también de su propia relación con el país. De momento, era una entrada real en todos los sentidos: auténtica y grandiosa. La antesala de una finca cuya extensión alcanzaba las novecientas hectáreas.

Al final del camino se detuvieron para saludar a un hombre bajo, grueso y de pelo blanco ensortijado, que barría los peldaños de un primer edificio.

—¿Cómo estás, Yeremías? —preguntó Jacobo desde la ventanilla—.
You get plenty hen
?


Plenty hen, massa
! ¡Muchas gallinas! —contestó el hombre con una sonrisa—. ¡Aquí nunca faltan los huevos! ¡Bienvenido de nuevo!

—Yeremías hace de todo —explicó Jacobo a Kilian y a Manuel—. Es el guardián de la entrada, el vigilante de noche, el que nos despierta por la mañana, el que trae el pan… ¡Y encima se encarga del gallinero y de dar instrucciones al
gardinboy
! —Volvió a dirigirse al hombre—: ¡Eh,
wachimán
! ¡Quédate con estas caras porque saldremos mucho de noche!

Yeremías asintió y los saludó con la mano mientras el coche se abría paso lentamente entre gallinas y cabras. Desde ese momento, José y Jacobo se fueron turnando para impartir a Kilian y a Manuel unas primeras nociones básicas del universo en el que estaban adentrándose.

Ante ellos apareció el patio central, llamado Sampaka como la finca, donde había dos piscinas, una para los trabajadores y otra para los dueños y empleados, es decir, una para los negros y otra para los blancos. Kilian pensó que no le quedaría más remedio que aprender a nadar. En la finca, que atravesaba un río también llamado Sampaka, había otros dos patios, Yakató, cuyo nombre coincidía con el de una berenjena africana parecida al tomate, y Upside, o parte superior, que era pronunciado
Obsay
en inglés africano.

Entre los tres patios sumaban un gran número de edificaciones aparte de los almacenes, los garajes y los nueve secaderos de cacao. Había viviendas para más de quinientas familias de braceros; un taller de carpintería, una capilla y una pequeña escuela para los hijos más pequeños de los braceros; una central hidroeléctrica que producía energía e iluminación tanto para las instalaciones industriales como para los patios y viviendas; y un hospital con quirófano, dos salas con catorce camas y una vivienda para el médico. En el patio más grande, una frente a la otra y cerca de los almacenes principales, estaban la casa de la gerencia y la casa de los empleados europeos, que generalmente eran españoles.

Kilian se quedó atónito. Por mucho que le hubieran contado, no se podía imaginar que existiera una única propiedad tan grande, organizada como una pequeña ciudad de cientos de habitantes y rodeada del característico paisaje exuberante de una plantación de cacao. Allá donde mirase veía movimiento y acción: hombres portando cajas y herramientas, y camiones que entraban con provisiones para la finca o que circulaban llenos de trabajadores. Era un ir y venir de hombres negros que le parecían todos iguales; todos vestidos con camisas y pantalones de color caqui rasgados; todos descalzos o con minúsculas sandalias de tiras de cuero oscuro llenas de polvo.

De pronto, sin avisar, sintió un nudo en el estómago.

La excitación del viaje a lo desconocido se iba transformando en algo parecido al vértigo. Las imágenes que recibía del exterior del coche se amontonaban en su retina sin que el cerebro pudiera asimilarlas con claridad.

Tenía miedo.

¡De repente tenía miedo!

Estaba acompañado por su padre y su hermano —y con un médico— y le faltaba la respiración. ¿Cómo iba él a encajar en esa vorágine de verde y negro? Y el calor, el maldito calor que tan agradable le había resultado en el barco amenazaba ahora con asfixiarlo.

No podía respirar. No podía pensar.

Se sentía como un cobarde.

Cerró los ojos y le vinieron a la mente imágenes de su casa, a seis mil kilómetros de distancia, el fuego ardiendo en el hogar, la nieve cayendo pausada sobre los tejados de pizarra, su madre preparando dulces, las vacas tropezando con las piedras de las calles…

Las imágenes se sucedían con lentitud una tras otra, intentando calmar su espíritu alterado por ese exterior al que no sabía cómo se enfrentaría. ¿Cómo era posible que se estuviera derrumbando de improviso, nada más llegar? Nunca había tenido una sensación así. Tal vez porque nunca se había alejado de lo conocido. Durante el viaje, todas las novedades lo habían ido entreteniendo, y el deseo por llegar había sido superior a la consciencia de lo que iba dejando atrás.

Sentía añoranza de su casa.

Eso era.

El miedo que su cuerpo mostraba a lo nuevo no era otra cosa, en realidad, que una tapadera para ocultar el hecho de que echaba de menos su mundo. Hubiera dado cualquier cosa por cerrar los ojos y aparecer en Casa Rabaltué. Tenía que sobreponerse… ¿Qué pensarían su padre y su hermano si pudieran leer sus pensamientos? ¿Que era un pusilánime?

Necesitaba respirar aire fresco y allí el aire no le parecía fresco.

Antón llevaba un rato observando a su hijo, que no se había dado cuenta de que el coche había parado frente a la casa de los empleados. Después de un viaje tan largo pensó que los tres jóvenes agradecerían instalarse en sus habitaciones, asearse y descansar un poco antes de reunirse con el gerente. Ya tendrían tiempo para visitar los almacenes principales y el resto de la finca al día siguiente. Se apearon del coche y Antón le dijo a Manuel:

—Mientras esté don Dámaso, te alojarás aquí. Después te trasladarás a la casa del médico. —Se dirigió a los demás—. Jacobo os acompañará a las habitaciones y os mostrará dónde está el comedor. Yo voy a avisar a don Lorenzo de que ya estáis aquí. Nos veremos en media hora. ¡Ah! Jacobo… Creo que a tu hermano le iría bien un
salto
.

Jacobo preparó no uno, sino dos vasitos de agua mezclada con coñac y se los llevó a su habitación, una estancia de unos veinte metros cuadrados con una cama, un amplio armario, una mesilla, dos sillas, una mesa y un lavabo con espejo. La bebida tuvo un inmediato efecto sedante en el alterado ánimo de Kilian. Poco a poco comenzó a respirar con normalidad, la opresión que sentía en el pecho cedió, el temblor de rodillas se calmó y se sintió preparado para su primera entrevista con el dueño y gerente de la finca.

Lorenzo Garuz los recibió en su oficina, donde ya llevaba un rato conversando con Antón. Era un hombre fuerte de unos cuarenta años con abundante cabello oscuro, nariz afilada y bigote corto. Tenía una voz amable pero firme, modulada con el tono de quien está acostumbrado a mandar. Sentado en el suelo, un niño pequeño con el pelo oscuro y rizado y ojos algo hundidos, como los del gerente, se entretenía sacando y metiendo papeles en una papelera metálica.

Garuz dio la bienvenida a Kilian y a Manuel —y a Jacobo por su regreso de vacaciones— y enseguida quiso comprobar que habían traído todos los documentos en regla. Kilian advirtió que su padre tenía el ceño fruncido en actitud de enfado. Garuz guardó los papeles en un cajón y les indicó que se sentaran en unas sillas dispuestas frente a su mesa de trabajo. En el techo, un ventilador intentaba de manera pausada mover algo de aire.

—Bueno, Manuel —comenzó a decir—, tú ya tienes experiencia en estas tierras, así que no tengo mucho que explicarte. Dámaso estará por aquí unos quince días más. Él te pondrá al tanto de todo. Esta finca es la más grande de todas, pero los hombres son jóvenes y fuertes. No tendrás grandes complicaciones. Cortes de machete, golpes, contusiones, ataques de paludismo… Nada grave. —Se interrumpió—. ¿Puedo preguntarte un par de cosas?

Manuel asintió.

—¿Cómo es que un hombre joven como tú, con un futuro prometedor, prefiere las colonias a Madrid? ¿Y por qué has cambiado Santa Isabel por nuestra finca? No me estoy refiriendo al generoso sueldo que recibirás…

Manuel no dudó ni un segundo en responder.

—Soy médico, pero también científico y biólogo. Una de mis pasiones es la botánica. Ya he publicado algún estudio sobre la flora de Guinea. Quiero aprovechar al máximo mi estancia aquí para ampliar mis conocimientos sobre las especies vegetales y sus aplicaciones médicas.

El gerente arqueó una ceja.

—Eso suena muy interesante. Todo lo que signifique incrementar el conocimiento de la colonia está bien. Espero que te quede tiempo. —Se dirigió hacia Kilian—. ¿Y tú, muchacho? Espero que hayas venido con ganas. Es lo que necesitamos aquí. Personas enérgicas y decididas.

—Sí, señor.

—Desde mañana por la mañana, los próximos quince días te dedicarás a aprender. Mira cómo se hace todo y copia a tus compañeros. Ya le he dicho a tu padre que empezarás arriba, en el patio de
Obsay
, con Gregorio. —Kilian vio de reojo como Antón apretaba los labios y Jacobo torcía el gesto—. Lleva años aquí y tiene mucha experiencia, pero necesita a alguien fuerte para poner orden.

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