Venía mucha más gente de la que tenía pendientes asuntos espirituales concretos con la Cuyahoga Bridge and Iron. Los propios huelguistas estaban perplejos, pues no entendían quiénes podrían ser todos aquellos desconocidos andrajosos... muchos de los cuales llevaban también consigo a sus familias. Aquellos forasteros no querían más que mostrar claramente a todo el mundo su necesidad y su miseria en plena Navidad. El joven Alexander, mirando por los prismáticos, leyó la pancarta que llevaba un hombre, que decía: «Erie Coal and Iron injusta con los obreros.» La Erie Coal and Iron no era siquiera una empresa de Ohio. Tenía su sede en Buffalo, Nueva York.
Así pues, había considerables posibilidades en contra de que Bonnie Failey, la niña asesinada en la Matanza, fuese realmente hija de un huelguista de la Cuyahoga Bridge and Iron, de que Henry Niles Whistler pudiese decir en el estribillo de su poema dedicado a ella:
Maldito, maldito, Dan McCone,
de alma de hierro y corazón de piedra...
El joven Alexander leyó la pancarta sobre la Erie Coal and Iron desde la ventana de una oficina del segundo piso contigua a la pared norte de la torre del reloj. Estaba en una galería larga, también de inspiración veneciana, que tenía ventanas cada tres metros y un espejo al fondo. El espejo hacía que la galería pareciese de longitud infinita. Las ventanas daban a la plaza. Fue en esta galería donde instalaron su cuartel general los cuatro tiradores de primera que había suministrado Pinkerton. Puso cada uno una mesa en su ventana preferida y colocó tras ella un asiento cómodo. En cada mesa había un soporte de rifle.
El tirador que estaba más próximo a Alexander había puesto encima de la mesa un saco terrero y había hecho en él una hondonada con el borde de su peluda mano. Allí apoyaría el rifle, con la culata asentada en el hombro, mientras miraba abajo, a una cara y otra de la multitud, desde su asiento. El tirador siguiente era mecánico de oficio y se había hecho un trípode bajo con una horquilla giratoria arriba. Lo tenía colocado sobre la mesa. Colocaría el rifle allí en la horquilla si había problemas.
—He solicitado la patente —le explicó a Alexander, refiriéndose al trípode y dándole al chisme unas palmaditas.
Todos tenían la munición y la baqueta y los trapos para limpiar y el aceite en la mesa, como si estuvieran a la venta.
Aún seguían cerradas todas las ventanas. En algunas de las otras, había hombres más furiosos y menos templados. Eran guardias oficiales de la empresa, que llevaban casi toda la noche sin dormir. Algunos habían estado bebiendo... «para mantenerse despiertos», decían. Les habían situado en las ventanas con rifles o con escopetas... por si la multitud atacaba la fábrica, a pesar de todo, y no había más medio de detenerla que fuego fulminante.
Estaban ya convencidos de que tal ataque se produciría inevitablemente. Su alarma y sus bravatas fueron los primeros indicios claros que percibió el joven Alexander, según contaría décadas después al joven Walter S. Starbuck, tartamudeante de nuevo, de que había «ciertos desequilibrios intrínsecos en el espectáculo».
Él, por su parte, llevaba también un revólver cargado en el bolsillo del abrigo... y lo mismo su padre y su hermano, que entraban ya en el pasillo a dar el visto bueno a los preparativos por última vez. Eran las diez de la mañana. Ya era hora de abrir las ventanas, dijeron. La plaza estaba llena.
***
Era hora de subir a lo alto de la torre, le dijeron a Alexander, que era desde donde mejor podía verse todo.
Así pues, se abrieron las ventanas y los tiradores de primera colocaron los rifles en sus diversos soportes.
¿Quiénes eran los cuatro tiradores de primera, en realidad... y existía realmente tal oficio? En aquella época había menos trabajo para los tiradores de primera que para los verdugos. A ninguno de los cuatro les habían contratado para semejante tarea hasta entonces y no era probable que volviesen a hacerlo, salvo que estallase la guerra. Uno de ellos trabajaba media jornada como agente de Pinkerton, y los otros tres eran amigos suyos. Los cuatro cazaban juntos normalmente y llevaban años prodigándose elogios recíprocos por su extraordinaria puntería. Así que cuando la agencia Pinkerton comunicó que necesitaba cuatro tiradores de primera, se materializaron casi al instante, igual que la compañía de ciudadanos soldados.
El hombre del trípode había inventado el aparato para la ocasión. Y el del saco terrero era la primera vez que apoyaba el rifle en un saco terrero. Y lo mismo podemos decir de los asientos y las mesas y del limpio despliegue de municiones y demás: se habían puesto de acuerdo para comportarse como auténticos tiradores profesionales de primera.
Años después, Alexander McCone, a preguntas de Starbuck sobre cuál consideraba él la causa principal de la Matanza de Cuyahoga, respondería: «Esa falta de profesionalismo en asuntos de vida y muerte, tan norteamericana.»
***
Cuando se abrieron las ventanas, entró, con el aire frío, el murmullo oceánico de la muchedumbre. La gente quería mantenerse en silencio, y pensaba que había silencio... pero un individuo murmuraba algo, otro tenía que contestar, etc. En consecuencia, sonaba como un mar.
Fue más que nada esta especie de rumor de oleaje lo que oyó Alexander cuando se asomó con su padre y su hermano a la torre del campanario. Los defensores de la fábrica guardaban silencio. No habían emitido ninguna respuesta, aparte de los roces y ruidos al abrir las ventanas de la segunda planta.
El padre de Alexander dijo mientras esperaban: «Adaptar el acero y el hierro a las necesidades humanas no es nada agradable, hijos míos. No habría hombre en su sano juicio que hiciese ese trabajo si no fuera por miedo al frío y al hambre. La cuestión es la siguiente, hijos míos: ¿Necesita el mundo productos de acero y de hierro? Pues si alguien quiere alguno, Dan McCone sabe hacerlo.»
Hubo entonces una pequeña irrupción de vida en la parte interior de la verja. El jefe de policía de Cleveland, con un papel en el que estaba escrita la Ley Antidisturbios, subió las escaleras del estrado hasta arriba del todo. Aquél sería el punto culminante del espectáculo, suponía el joven Alexander, un momento de extraordinaria belleza.
Pero de pronto estornudó, allá arriba en el campanario. Y no sólo se le vaciaron de aire los pulmones sino que quedó destruida su visión romántica. Se dio cuenta de que lo que estaba a punto de suceder allá abajo no era majestuoso. Iba a ser demencial. No existía la magia y, sin embargo, su padre y su hermano y el gobernador y puede que hasta el presidente Grover Cleveland, esperaban que aquel jefe de policía se convirtiese en un mago, un Merlín, capaz de hacer desaparecer a la multitud con un conjuro mágico. «No resultará —pensó—. Es imposible.» No resultó, no.
El jefe de policía lanzó el conjuro. Sus gritos rebotaron en las paredes, lucharon con sus propios ecos y sonaron a babilonio cuando llegaron a oídos de Alexander. Y no pasó nada en absoluto.
El jefe de policía bajó del estrado. Su actitud indicaba que no esperaba que sucediesen grandes cosas, que había sencillamente demasiadas personas allí fuera. Y, con mucha humildad, se reincorporó a sus fuerzas de asalto, que estaban armadas de escudos y lanzas, pero seguras tras las verjas. No estaba dispuesto a pedirles que detuviesen a nadie, ni que provocasen de ningún modo a una multitud tan numerosa.
Pero el coronel Redfield estaba furioso. Hizo abrir un poco la puerta para poder salir y unirse a sus soldados medio congelados. Ocupó su puesto entre dos campesinos en el centro de la larga fila. Ordenó a sus hombres enfilar las bayonetas hacia lo que tenían delante. Después les ordenó dar un paso al frente. Lo dieron.
***
Mirando hacia la plaza, el joven Alexander pudo ver que los que formaban la primera fila de la multitud retrocedían empujando a los de atrás, huyendo del acero desnudo.
Pero los de más atrás, los del fondo, no tenían ni idea de lo que pasaba y no parecían dispuestos a irse para aliviar un poco la presión.
Los soldados dieron otro paso al frente y la gente retrocedió presionando no sólo a los que estaban detrás, sino también a los que estaban a los lados. Los que estaban en los extremos se vieron aplastados así contra los edificios. Los soldados que estaban frente a ellos no tuvieron valor para ensartar a gente tan impotente e inmovilizada, así que desviaron las bayonetas, dejando un espacio entre las puntas de las hojas de acero y las paredes que no cedían.
Cuando los soldados dieron otro paso al frente, según contaba Alexander ya en su vejez, la gente empezó «... a cho-cho-chorrear por los extremos de la fila de soldados como a-a-agua». El chorreo se convirtió en torrente, estrujando los flancos de la hilera de soldados y situando a cientos de personas en el espacio que había entre las verjas de la fábrica y las espaldas desguarnecidas de los soldados.
El coronel Redfield, echando chispas por los ojos y mirando al frente, no tenía ni idea de lo que estaba pasando a los lados. Dio orden de dar otro paso al frente.
Entonces, la multitud, que se había colocado detrás de los soldados, empezó a portarse francamente mal. Un joven saltó sobre la mochila de un soldado como un mono: El soldado cayó a plomo de culo y pugnó cómicamente por levantarse. Los soldados fueron derribados uno tras otro de este modo. Si uno volvía a incorporarse, volvían a derribarle. Así que empezaron a arrastrarse unos hacia otros intentando protegerse entre sí. Se negaron a disparar. Formaron únicamente un montón defensivo, una especie de puercoespín paralizado. El coronel Redfield no estaba entre ellos. No estaba en ningún sitio visible.
***
Nadie admitió nunca haber ordenado a los tiradores de primera y a los guardias de la fábrica abrir fuego desde las ventanas. Pero empezó el tiroteo.
Catorce personas murieron por impacto de bala (incluido un soldado). Hubo, además, veintitrés heridos graves.
El viejo Alexander contaría que el tiroteo parecía simplemente un rumor como de «pa-pa-palomitas de maíz en la sartén», y que pensó que abajo en la plaza soplaba un viento extraño, que parecía derribar a la gente y arrastrarla «como si fuesen ho-ho-hojas».
Cuando terminó todo, hubo satisfacción general porque el honor había quedado a salvo y se había hecho justicia. Se habían restablecido la ley y el orden.
El viejo Daniel McCone diría a sus hijos mientras contemplaba el campo de batalla, en el que ya sólo quedaban los cuerpos caídos:
—Os guste o no, hijos míos, ése es el tipo de negocio en el que estáis metidos.
El coronel Redfield aparecería en una calle lateral, desnudo y delirando, pero ileso, por lo demás.
El joven Alexander no intentó hablar después hasta que hubo de hacerlo, aquella misma tarde, en el banquete de Navidad. Le pidieron que se encargase él de la oración de acción de gracias. Descubrió entonces que se había convertido en tonto efervescente, que tartamudeaba tanto que era incapaz de hablar.
Nunca volvería a la fábrica. Se convertiría en el principal coleccionista de arte de Cleveland y en el primer donante del Museo de Bellas Artes de Cleveland, demostrando así que a la familia McCone le interesaba algo más que el dinero y el poder sólo por el dinero y el poder.
***
Su tartamudeo siguió siendo tan agudo durante toda su vida que raras veces se aventuraba fuera de su mansión de la avenida Euclides. Se había casado con una Rockefeller un mes antes de que su tartamudeo se agudizara tanto. De otro modo, como diría él mismo más tarde, puede que no hubiese llegado a casarse nunca.
Tuvo una hija, que se avergonzaba de él igual que su mujer. Sólo haría una amistad después de la matanza. Sería con un niño. El hijo de su cocinera y su chófer.
El multimillonario quería alguien con quien jugar al ajedrez varias horas al día. Así que sedujo, como si dijésemos, al muchacho, primero con juegos más simples, como «los corazones» y la mona, las damas, el dominó. Pero le enseñó a jugar también al ajedrez. Y pronto jugaron sólo a esto. Sus conversaciones se limitaban a las burlas y chanzas convencionales del ajedrez, que llevan mil años inmutables.
Ejemplos: «¿Has jugado antes a este juego? «¿De veras?» «Localízame una reina.» «¿Esto es una trampa?»
El chico era Walter F. Starbuck. Y estaba dispuesto a consumir su infancia y su juventud de un modo tan antinatural por esta sola razón: Alexander Hamilton McCone había prometido mandarle algún día a Harvard.
K. V.
Ayuda a los débiles que suplican ayuda, ayuda a los perseguidos y a las víctimas, porque ellos son tus mejores amigos; ellos son los camaradas que luchan y caen como lucharon y cayeron ayer tu padre y Bartolo por la conquista de la alegría de la libertad para todos los pobres trabajadores. En esta lucha vital hallarás más amor y serás amado.
N
ICCOLA
S
ACCO
(1891-1927),
en su última carta a su hijo de trece años, Dante, el 18 de agosto de 1927, tres días antes de su ejecución en la prisión de Charlestown, Boston, Massachusetts. “Bartolo” era Bartolomeo Vanzetti (1888-1927), que murió la misma noche en la misma silla eléctrica, invento de un dentista. La misma suerte corrió un hombre aún más olvidado, Celestino Madeiros (1894-1927), que confesó el delito por el que habían condenado a Sacco y Vanzetti, pese al hecho de haber sido declarado también convicto de otro asesinato por el que se había interpuesto apelación. Madeiros era un notorio delincuente que al final se comportó de modo generoso.
La vida sigue, sí... y un tonto y su dignidad pronto se separan, quizás para no reunirse jamás, ni siquiera el Día del Juicio.
Presta atención, por favor, pues en este libro, que es la historia de mi vida hasta ahora, no sólo las personas son personajes, sino también los años. Milnovecientos Trece me dio el regalo de la vida. Milnovecientos Veintinueve hundió la economía norteamericana. Milnovecientos Treintaiuno me envió a Harvard. Milnovecientos Treintaiocho me proporcionó mi primer puesto en el gobierno federal. Milnovecientos Cuarentaiséis me dio una esposa. Milnovecientos Cuarentaiséis me dio un hijo ingrato. Milnovecientos Cincuentaitrés me expulsó del gobierno federal.
Por eso pongo yo con mayúsculas los años, como si fueran nombres propios.
Milnovecientos Setenta me dio un trabajo en la Casa Blanca de Nixon. Milnovecientos Setentaicinco me envió a la cárcel por mis destacadas aportaciones a los escándalos políticos norteamericanos conocidos de forma colectiva por «Watergate».