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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (14 page)

BOOK: Pájaro de celda
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En cambio Leland Clewes, aunque no tenía derecho a una propia, andaba siempre en limusinas con viejos ilustres.

Da igual.

Cálmate.

Cleveland Lawes comentó que yo le parecía un hombre educado.

Admití haber ido a Harvard.

Esto le permitió explicarme lo de que había sido prisionero de los comunistas chinos en Corea del Norte, pues el comandante chino que estaba al mando de la prisión en que había estado él era también un hombre de Harvard. Aquel comandante debía tener más o menos mi edad, y puede que hubiese sido condiscípulo mío, incluso, pero yo nunca había hecho amistad con ningún chino. El comandante había estudiado, según Lawes, física y matemáticas, así que, de todos modos, no podría haberle conocido.

—Su papá era un gran terrateniente —dijo Lawes—. Cuando llegaron los comunistas, hicieron arrodillarse a su papá delante de todos sus arrendatarios, allí en el pueblo, y le cortaron la cabeza con una espada.

—¿Y cómo podía ser comunista el hijo después de eso? —dije.

—Decía que en realidad su papá había sido un terrateniente muy malo —dijo.

—Bueno —dije—, eso parece muy propio de Harvard.

Este chino de Harvard se hizo amigo de Cleveland Lawes y le convenció de que, cuando terminase la guerra debía irse a China en vez de volver a su hogar de Georgia. Cuando Lawes era niño, habían quemado a un primo suyo en un linchamiento, y los del Ku-Klux-Klan habían sacado a rastras una noche a su padre de casa y le habían azotado, y a él le habían pegado dos veces por intentar inscribirse para votar, poco antes de que le reclutara el Ejército. Así que fue fácil presa de un comunista elocuente. Y trabajó durante dos años, dice, de marinero en el mar Amarillo. Dijo que se había enamorado varias veces, pero que nadie se enamoraba de él.

—¿Por eso se volvió usted? —pregunté. Me explicó que había vuelto sobre todo por la música religiosa.

—Allí no se podía cantar con nadie —dijo—. Y luego la comida...

—¿No era buena? —pregunté,

—Oh, sí, era buena —dijo—. Pero no era el tipo de comida del que a mí me gusta hablar.

—Ya —dije.

—No basta con comer —dijo—. Tienes que poder hablar también de la comida. Y además con alguien que entienda ese tipo de comida.

Le felicité por haber aprendido chino, y me contestó que ahora no lo habría conseguido.

—Ahora sé demasiado —dijo—. Entonces, era tan ignorante que no sabía lo difícil que era aprender chino. Me parecía que era como imitar a los pájaros, ¿comprende? Uno oye cantar a un pájaro y luego intenta hacer el mismo sonido y ver si puede engañar al pájaro.

Los chinos fueron muy amables con él cuando decidió que quería volver a casa. Les cayó muy bien y se tomaron muchas molestias, preguntando a través de complicados canales diplomáticos qué le harían si volvía a su patria. Por entonces, ni Norteamérica ni ninguno de sus aliados tenían representantes en China. Los mensajes iban a través de Moscú, que aún mantenía relaciones amistosas con China.

Sí, y aquel antiguo soldado de primera, negro, cuya especialidad militar había sido transportar la plataforma de base de un mortero pesado, resultó merecer negociaciones a los más elevados niveles diplomáticos. Los norteamericanos querían que volviese para castigarle. Los chinos dijeron que el castigo debía ser breve y casi simbólico, y que debería incorporarse casi de inmediato a la vida civil normal... de lo contrario, no le dejarían irse. Los norteamericanos dijeron que Lawes tendría que hacer algún tipo de declaración pública explicando por qué había vuelto. Después, comparecería ante un tribunal militar, le condenarían a una pena de cárcel de menos de tres años y le expulsarían del Ejército, con pérdida de todas las pagas y beneficios. Los chinos contestaron que Lawes había hecho promesa de no hablar nunca en contra de la República Popular China, que le había tratado bien. No le dejarían marchar si se le obligaba a romper aquella promesa. Insistieron también en que no debía cumplir ninguna pena de prisión, y que debían pagarle lo del tiempo que había sido prisionero de guerra. Los norteamericanos contestaron que tendría que cumplir un período de cárcel, puesto que ningún Ejército podía consentir que quedase impune un delito de deserción. Podrían tenerle preso durante el período previo al juicio. Luego le condenarían a una pena equivalente al tiempo que había sido prisionero de guerra, le deducirían luego el tiempo que había sido prisionero de guerra, y le mandarían a casa. En cuanto a las pagas atrasadas, era algo que no cabía siquiera plantearse.

Y ése fue el trato.

—Querían a toda costa que volviera, sabe —me dijo—. Les ponía muy nerviosos mi caso. No podían soportar que un norteamericano, aunque fuese negro, pensase un instante siquiera que Norteamérica podía no ser el mejor país del mundo.

Le pregunté si había oído hablar alguna vez del doctor Robert Fender, que había sido condenado por traición durante la guerra de Corea, y que estaba entonces precisamente allí, en aquella cárcel, tomándole las medidas a Virgil Greathouse para el uniforme.

—No —dijo—. No supe de nadie más con el mismo problema. Nunca me lo planteé como un club ni nada parecido.

Le pregunté si había visto alguna vez a la legendaria señora de Jack Graham, hijo, accionista mayoritaria de la RAMJAC Corporation.

—Eso es como preguntarme si he visto a Dios —dijo.

Hacía ya cinco años, por entonces, que la viuda de Graham no aparecía en público. Su aparición más reciente había sido en un Juzgado de la ciudad de Nueva York, donde un grupo de accionistas de la RAMJAC había demandado a ésta exigiendo pruebas de que la viuda aún seguía viva. Recuerdo que los artículos de los periódicos sobre el tema divirtieron muchísimo a mi esposa. «Ésta es la Norteamérica que yo amo —decía ella— ¿por qué no puede ser así siempre?»

La señora Graham entró en el Juzgado con un abogado, pero con ocho guardaespaldas uniformados de Pinkerton, Inc., subsidiaria de la RAMJAC. Uno de ellos llevaba un amplificador con altavoz y micrófono. La señora Graham vestía un voluminoso caftán negro, con el capuchón puesto y cerrado por delante, de modo que podía mirar pero nadie podía ver lo que había dentro. Sólo se le veían las manos. Otro agente de Pinkerton llevaba un tampón, papel y una copia de las huellas dactilares de la señora Graham, procedente de los archivos del FBI. El FBI disponía de sus huellas dactilares desde que la habían condenado por conducir en estado de embriaguez en Frankfort, Kentucky, en 1952, poco después de la muerte de su marido. Le habían concedido libertad condicional. Por entonces acababan de echarme a mí del gobierno.

Conectaron el amplificador y se deslizó el micrófono en el interior del caftán de la señora Graham, para que la gente pudiera oír lo que decía. Demostró que era quien decía ser poniendo sus huellas dactilares y haciendo que las comparasen con las que poseía el FBI. Declaró, bajo juramento, que gozaba de excelente salud física y mental... y que controlaba a los altos cargos de la empresa, pero nunca por contacto personal directo. Cuando les daba instrucciones por teléfono, utilizaba una clave para identificarse. Esta clave se cambiaba a intervalos regulares. Recuerdo que dijo, a petición del juez, una de las claves y parecía tan llena de magia que se me quedó grabada. La clave era: «Zapatero.» Confirmaba todas las órdenes que daba por teléfono con una carta manuscrita suya. Al final de cada carta, no sólo iba su firma sino una serie completa de huellas dactilares de sus ocho deditos y sus dos Pulgarcitos. Llamaba a esto «Mis ocho deditos y mis dos Pulgarcitos».

En fin. No había duda de que la señora de Jack Graham estaba viva, y tenía libertad de nuevo para desaparecer.

—He visto al señor Leen varias veces —dijo Cleveland Lawes.

Hablaba de Arpad Leen, el comunicativo y muy sociable presidente y director del consejo de administración de la RAMJAC Corporation. Se convertiría luego en mi jefe supremo y también en el jefe supremo de Cleveland Lawes, cuando ambos pasáramos a formar parte de la plantilla de la RAMJAC. Y he de decir que Arpad Leen es el ejecutivo más
capaz
, informado, inteligente y responsable bajo cuyas órdenes haya tenido yo el privilegio de servir. Es un genio en la adquisición de empresas y en la tarea de conseguir mantenerlas vivas después.

Recuerdo que solía decir: «Si no puede usted llevarse bien conmigo, es que no puede llevarse bien con nadie.»

Y era verdad, era verdad.

Lawes dijo que Arpad Leen había ido a Atlanta precisamente hacía dos meses y que le había llevado él en la limusina. Había quebrado toda una cadena de tiendas nuevas y de hoteles de lujo en Atlanta y Leen había intentado adquirirlos para la RAMJAC. Pero le había ganado en la subasta un culto religioso surcoreano.

Lawes me preguntó si tenía hijos. Le dije que tenía uno que trabajaba para el
New York Times
. Se echó a reír entonces y dijo que ahora mi hijo y él tenían el mismo jefe: Arpad Leen. Yo no había escuchado las noticias aquella mañana, así que tuvo que explicarme que la RAMJAC acababa de adquirir el control del
New York Times
y todos sus intereses subsidiarios, que incluían la segunda empresa de comida para gatos del mundo.

—Cuando vino conmigo el señor Lee —dijo Lawes— me explicó que iba a pasar eso. Lo que él quería era esa empresa de comida para gatos... no el
New York Times
.

Por fin entraron en el asiento de atrás de la limusina los dos abogados. No estaban deprimidos en absoluto. Venían riéndose de aquel guardia que se parecía al presidente de los Estados Unidos.

—Me dieron ganas de decirle —comentaba uno—. «Señor presidente, ¿por qué no le perdona usted ya de una vez? Ya ha sufrido bastante, y aún le daría tiempo a jugar una buena partida de golf esta tarde.»

Uno de ellos se probó la barba postiza y el otro dijo que se parecía a Carlos Marx. Y siguieron con cosas parecidas. No manifestaban la menor curiosidad por mí. Cleveland Lawes les explicó que había ido a visitar a mi hijo. Me preguntaron por qué estaba mi hijo allí y les dije: «Fraude postal.» Ése fue el final de la conversación.

Así que salimos hacia Atlanta. Recuerdo que había un curioso objeto embutido, por medio de una copa de succión, a la guantera, delante de mí. Salía de la copa, y apuntaba a mi esternón, un chisme que parecía unos treinta centímetros de manguera verde de jardín. Y al final del tubo había una rueda de plástico blanca del tamaño de un plato de postre. En cuanto arrancamos, empezó a hipnotizarme aquel chisme, subiendo y bajando cuando pasábamos un bache, inclinándose hacia un lado y luego hacia el otro en las curvas.

En fin, pregunté qué era aquello. Era un volante de juguete. Lawes tenía un hijo de siete años que le acompañaba a veces en sus viajes. El chico podía hacer así como que conducía la limusina con el volante de plástico. Cuando mi hijo era pequeño, no había juguetes como aquél. Además, no le habría gustado. El joven Walter a los siete años ya no quería ir siquiera con su madre y conmigo.

Ya dije que era un chico listo.

Lawes dijo que podía ser muy emocionante, sobre todo si la persona que manejaba el volante auténtico iba borracha y había cruces difíciles con camiones y choques de refilón con coches aparcados y cosas así. Dijo que había que darle al Presidente de los Estados Unidos un volante como aquél el día de su toma de posesión para recordarle, y recordarle a todo el mundo, que lo único que podía hacer era fingir que conducía.

Me dejó en el aeropuerto.

Y resultó que todos los vuelos que iban a Nueva York estaban completos. No pude salir de Atlanta hasta las cinco de la tarde. No me importaba, en realidad. Me salté la comida, porque no tenía apetito. Encontré un libro de bolsillo en uno de los retretes y estuve un rato leyendo. Trataba de un hombre que, mediante una crueldad implacable, llegaba a hacerse con el control de una gran empresa multinacional. Las mujeres estaban locas por él. Él las trataba muy mal, pero ellas volvían siempre a por más. Tenía un hijo drogadicto y una hija ninfomaníaca.

Interrumpió mi lectura un francés que me habló en francés señalándome mi solapa izquierda. Al principio pensé que me había vuelto a prender fuego, aunque ya no fumaba. Luego me di cuenta de que aún llevaba la cinta roja estrecha que me identificaba como
Chevalier
de la Legión de Honor. La había llevado puesta, en un gesto bastante patético, durante todo el juicio, y también en mi ruta hasta la cárcel.

Le dije en inglés que aquello había venido con el traje, que yo había comprado de segunda mano, y que no tenía ni idea de lo que significaba.

Se puso muy serio.
Permettez-moi, monsieur
, dijo, y sacó diestramente la cinta de la solapa como si fuera un insecto posado allí.


Merci
—dije, y volví a mi libro.

Cuando por fin hubo una plaza de avión para mí, vocearon varias veces mi nombre por los altavoces: «Señor Walter F. Starbuck, señor Walter F. Starbuck...» Había sido un nombre famoso en otros tiempos; pero no pude entonces ver que nadie pareciese reconocerlo, que enarcase las cejas en conjetura maliciosa.

Dos horas y media después, me encontraba en la isla de Manhattan, la trinchera puesta para protegerme del fresco del anochecer. Se había ocultado el sol. Contemplaba el vistoso escaparate de una tienda que vendía sólo trenes de juguete.

No era que no tuviese dónde ir, en realidad. Estaba cerca del sitio al que me dirigía. Había escrito con antelación. Había reservado una habitación sin baño ni televisor por una semana, pagando por adelantado... en el Hotel Arapahoe, tan elegante en otros tiempos, que se había convertido en asilo y burdel improvisado, a un minuto de Times Square.

9

Había estado ya en el Arapahoe una vez, en el otoño de 1931. Aún no se había domesticado el fuego. Albert Einstein había predicho la invención de la rueda, pero no era capaz de describir su forma y sus usos probables en el idioma de los hombres y mujeres normales. Era presidente Herbert Hoover, ingeniero de minas. La ley prohibía la venta de bebidas alcohólicas y yo estudiaba primer curso en Harvard.

Operaba, en realidad, siguiendo instrucciones de mi mentor, Alexander Hamilton McCone. Él me había dicho en una carta que tenía que repetir una locura que él había cometido cuando hacía primer curso, que era llevar a una chica guapa al partido de fútbol americano Harvard-Columbia en Nueva York, y gastar luego la asignación de un mes en una cena para dos, con ostras y caviar y demás, en el famoso comedor del Hotel Arapahoe. Después teníamos que ir a bailar. «Debes llevar el esmoquin —decía—. Y dar propinas de marinero borracho.» Diamond Jim Brady, me contó, había comido en una ocasión cuatro docenas de ostras, cuatro langostas, cuatro pollos, cuatro pichones, cuatro chuletas de vacuno, cuatro de cerdo, y cuatro de cordero... por una apuesta. Lo había presenciado Lillian Russell.

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