¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (22 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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Por otra parte, y hablando de verosimilitud, se insiste en la idea ya rechazada por increíble de «lo aparecido en la prensa estos últimos meses», ahora ampliando las informaciones, por lo que resulta aún más improbable. ¿Alguien se imagina —y no hace falta imaginar, acudan a la hemeroteca— la prensa de 1976, todavía en plena dictadura aunque sin dictador, reproduciendo «acusaciones reiteradas» relativas a que «financió el alzamiento», «favoreció la represión de los primeros años», «señaló a muchos de los que debían ser fusilados», «formó escuadrones de castigo» o que «visitaba las cárceles para escoger a los que más rabia le daban»
?

Al menos, el sobrio aspecto de relación documental biográfica que tiene este capítulo evita la contaminación de lo cursi. Sólo apuntamos, por pura rutina, una moleskinada: los lotófagos del primer párrafo, propios de una incipiente erudición a la violeta
.

V

A veces, en el cansancio o en la duermevela, dormimos unos pocos minutos y nos parece haber descansado durante horas, misterioso mecanismo el del sueño, que dilata el tiempo real o lo desmenuza, podrías contar en alta voz todo lo que soñaste durante diez minutos de intenso dormir, todo lo que recuerdas, y la narración del sueño duraría mucho más que el tiempo que estuviste realmente dormido, dónde estabas entonces.

Al despertar, Santos, como tantas otras veces, dudaba cuánto tiempo había dormido, si fueron minutos u horas, si el sol que le abrasaba era el mismo que le vio escapar hacia las traseras de una casa de Alcahaz, donde se dejó dormir como en una fuga hacia dentro, sentado en el suelo, la espalda apoyada en la pared, la cabeza hundida entre las rodillas. Despertó con el cuello lleno de pinchazos por la incómoda postura. Junto a él, un perro enteco, con el pelo a bocados, le olisqueaba entre las piernas. Lo espantó con un golpe de la mano, y el perro —tal vez el mismo que ladró a su llegada, la noche anterior— se alejó sin ganas, andando de espaldas y dejando algunos ladridos vagos contra el intruso que se puso en pie y se estiró para notar los músculos entumecidos, el cansancio bañándole el cuerpo.

Miró a los campos frente a él, pobremente cultivados, y el sol clavado sobre los montes bajos del fondo, amenazando su descenso inminente. Se frotó los ojos, escondiendo la luminosidad en los párpados, y se detuvo un momento, apoyado en la pared. Trataba de pensar deprisa, recordar sin falta todo lo sucedido en las últimas horas — si es que no llevaba más tiempo durmiendo—: la mujer que murió entre sus brazos y por la que debería hacer algo, las mujeres que no le vieron o no quisieron verle, la mujer que fingía ser una niña. Pensó estar asistiendo a una representación enorme, un teatro del mundo del que era víctima antes que espectador, un fantasmagórico recorrido por el alma humana, por la locura o el olvido. La locura, como toda enfermedad, como la vejez o la muerte — que son otro tipo de enfermedades—, nos llena de un respeto riguroso, de un miedo silencioso ante el enfermo, al que miramos siempre sin consuelo, sabedores de que la próxima vez puede que nosotros seamos los locos y sean otros quienes nos miren desde unos ojos de cordura, quienes espíen nuestros gestos nerviosos, nuestras palabras sin sentido, nuestra locura manifiesta, con un respeto que debería ser divertido si no fuera por tanta superstición.

Pronto, un tañido de campana interrumpió sus pensamientos. Era aquél un sonido de campana mansa, sin fuerza, de una sola campana pequeña, no en muy buen estado por la inconstancia del sonido. Recordó el campanario de la iglesia al fondo de la calle, en el que, a pesar de estar derruido parcialmente, se veía una pequeña campana, que debía de ser la que ahora sonaba. Se dejó llevar por su sonido, que cruzaba la aldea como una llamada incesante, una voz que no se podía desoír. Antes de salir a la calle central, quedó parado en la esquina, escondido en la sombra entre dos casas. Desde ahí pudo ver cómo salían mujeres de distintas casas, mujeres viejas y encogidas, vestidas de negro raído, que caminaban a toda prisa, llevadas por el sonido de la campana, a paso ligero, alguna cojeaba despacio de puro vieja, todas en dirección a la iglesia, hacia la campana, una voz que no se puede desoír. Santos reconoció, por separado, a las dos ancianas que le negaban la visibilidad en la mañana; no en cambio a la mujer más joven, la que fingía ser niña sobre sus rodillas, y que tal vez todavía deambulaba por el pasillo oscuro de la casa, llorando a una madre que no respondía, que no existía, y a un padre que volvió a marchar. Todas las mujeres se acercaban a la iglesia y entraban sin demora en el edificio. Santos contó hasta ocho mujeres, lo cual le sacudió de espanto: sumando a la ya muerta y a la falsa niña, eran una decena de mujeres en aquel pueblo, mujeres que probablemente compartieran el mismo tipo de demencia que las demás, no podía ser de otra manera si vivían en esas casas demolidas, en un pueblo que no era tal.

La última mujer, más retrasada, un cuerpo vejarrón que arrastraba los pies y se apoyaba en un bastón corvo, entró en la iglesia, cesando entonces la campana, dejando la calle desierta y silenciosa, como si nada hubiera pasado, como si todo hubiese sido una alucinación, un sueño de mujeres atraídas por el repique de la campana. Santos salió entonces de su escondite y se dirigió hacia la iglesia, caminando despacio, pasó junto a la casa donde pernoctó y donde debía de seguir el cuerpo muerto bajo el cielo.

Al entrar en la iglesia, llegado de la claridad de la tarde, la oscuridad se le metió bajo los párpados a manojos. Poco a poco, acostumbrando las pupilas a la escasa luz que entraba por las troneras y grietas del tejado, Santos fue desvelando las formas del interior. La iglesia era una única nave pequeña, baja, de piedra bruta, con mínimo ornamento religioso —unas telas malpintadas por las paredes, una virgen enana y oscurecida, una pila sencilla de agua bendita. En el frontal, ausente el altar, tan sólo colgaba una cruz en la pared, con unos brazos de Cristo crucificado, sin el resto del cuerpo, arrancado o caído con el tiempo. Los bancos de madera vieja, perfectamente alineados, eran la única señal de orden en el interior del templo. Las dos primeras filas estaban ocupadas por bultos oscuros, idénticos entre sí, las ocho mujeres encogidas, con la cabeza humillada, los arrapos más negros en la sombra, volcadas hacia delante en actitud de oración. De rodillas como estaban, todas se levantaron a la vez, como obedeciendo a la indicación de un inexistente párroco que oficiase la misa; murmuraron unas palabras que Santos no pudo entender, y volvieron a arrodillarse en plegaria. Santos quedó varios minutos allí, detenido junto a la puerta, observando la escena casi hipnotizado, dudando si decir algo que interrumpiera el momento, con el miedo del que no se atreve a despertar a un sonámbulo. Memoraba, en las sombras, el miedo que todo niño de su generación tuvo a las iglesias, los oficios de misa, el pueblo entero vestido de un luto doloroso, los rostros manchados de gravedad, como pagando una culpa interminable; él mismo, tan pequeño, forzando un gesto de seriedad en su cara, llevado de la mano de su madre, sentado en un banco y obligado a arrodillarse y levantarse en un juego que no entendía, en el que balbuceaba palabras aprendidas de memoria y sin significado para un niño, rogaba por su padre, porque así se lo exigía su madre, «ruega por la vuelta de tu padre», sin saber él a quién le pedía la vuelta de su padre, quién podría escuchar sus ruegos si rezaba en voz baja, quién iba a ayudarles, a su madre, potencialmente viuda, y a él, llamado a formar parte en breve del enorme batallón de huérfanos que rezaban sin saber a lo largo del país.

—Si tu padre se entera de que vas a misa, es capaz de bajar de la sierra, sin importarle los guardias, sólo para darte una buena zurra. Pues bueno era él con la Iglesia —comentaba divertido el abuelo, encendido de vino aguado, con los ojos húmedos, y Santos, Julianín por aquel entonces, se asustaba cada vez que estaba en la iglesia, miraba de reojo hacia la puerta, esperando que en cualquier momento su padre entraría en el templo, con la gorra ladeada y la carabina colgada a la espalda, con los guardias persiguiéndole, y se acercaría a su hijo para darle una buena zurra por ir a misa y pedir a nadie por su vuelta.

Por fin, una de las mujeres, en un extremo del banco, se levantó mientras las demás permanecían de rodillas. Se santiguó tres veces, hizo una leve reverencia, y caminó hacia la puerta, con la cabeza agachada. Santos, que tal vez esperaba pasar otra vez invisible ante aquella anciana idéntica a las otras, quedó quieto en la puerta. La mujer, a mitad de camino, levantó la mirada y descubrió al hombre inesperado, detenido bajo el arco de la puerta, deformado su perfil por la luz del exterior, irreconocible en el contraluz. La anciana apretó los ya de por sí arrugados ojos al mirarle, creyendo reconocerle. Nerviosa en sus gestos, volvió hacia atrás y se inclinó hacia una de las suplicantes, a la que susurró unas palabras que la hicieron levantar todo lo rápido que sus años lo permitían, y girarse con sorpresa para reconocer el perfil de Santos que, al fondo de la iglesia, deformado por el contraluz, podía ser cualquier hombre delgado y de mediana estatura. Pronto un murmullo recorrió la nave, y una tras otra fueron levantándose las mujeres, apoyándose cada una en el hombro de la de al lado, gimiendo del esfuerzo. Se acercaron para ver al hombre en la puerta, rodeado de luz como una aparición.

Las mujeres avanzaron juntas hacia Santos, como un mismo cuerpo astrado lleno de cabezas y piernas, una cojera repetida, un mover de ropas negras que dejaba crujidos por la iglesia. Se acercaron hacia Santos, que las vería venir, en lo oscuro, como formas increíbles, espíritus de repente visibles, cuerpos sin embargo tan reales, tan viejos, y con los ojos tan humedecidos, que lo rodearon y estrecharon, con manos de carne verdadera que lo tocaban, como dudando de su presencia. Santos, inmóvil, no pudo evitar quedar rodeado por las mujeres, que se apretaban contra él, hablando algunas entre dientes, otras en voz alta, solapándose unas frases con otras hasta crear un rumor ininteligible. Santos giraba sobre sí mismo, intentando escuchar y entender algo, tratando de mirarlas a todas, de atrapar cada rostro, cada cuerpo temblón.

—Por fin llegasteis; estábamos ya algo preocupadas...

—Pedro, ¿y los demás hombres?

—No oímos llegar el camión...

—¿Fue todo bien?

—¿Volvisteis todos sin problemas?

—Tardabais, y ya nos temíamos lo peor...

—Rezábamos por que no os ocurriera nada...

—¿Y mi marido, Pedro? ¿Está ya en casa?

—... rezábamos y no nos enteramos cuando llegó el camión...

—... se cuentan tantas cosas horribles de la guerra en la provincia...

—... gracias a Dios habéis vuelto sin problema...

Mareado de dar vueltas, atosigado por las palabras repetidas de las mujeres, por las manos que le palpaban la cara, Santos empujó poco a poco hasta salir del círculo de cuerpos, mientras las mujeres no dejaban de hablar, le agarraban la camisa, le acariciaban con urgencia el rostro, mientras repetían las preguntas que Santos no respondería.

—Pedro, ¿y mi marido?

—¿Volvisteis en el camión? No escuchamos el motor y...

—¿Por qué tardasteis tanto, si sólo era un puente?

—¿No estaríais demasiado cerca de los combates?

—Nos dijeron que la guerra estaba más cerca y...

Al salir de la iglesia, desprendido al fin de las manos como tenazas que le retenían, el sol de la calle le golpeó la frente, mareado como estaba de girar en el interior oscuro, de las voces monótonas de las ancianas, del olor a antiguo de sus ropas; de forma que vino a caer al suelo, levantando una breve nube de polvo y dañándose las rodillas. Se puso en pie y caminó a paso ligero, alejándose de la iglesia, del grupo de mujeres que se atascaban en la puerta por querer salir todas a la vez, tropezaban y caían, alguna más ágil lograba saltar y, tras caer, se levantaba y malcorría tras el hombre que huía sin dar respuestas.

Santos, con las rodillas magulladas, caminó deprisa, urgido por un miedo repentino, por un pavor irracional a ser alcanzado y derribado por las mujeres, y que éstas le intoxicaran con su locura como un virus del cerebro. Al pasar junto a la casa ya antes visitada, la mujer que actuaba como niña salió a la puerta, advertida por los gritos de las mujeres que corrían desde la iglesia. Al ver a Santos, salió a su paso, agitando al aire los brazos abiertos, hacia quien creía su padre, aullaba casi en lágrimas, tan grotesca como triste.

—¡Padre, padre! ¿Dónde vas? ¡Llévame contigo, vamos!

Santos apretó el paso, pudo esquivar a la mujer, a la niña, a la que tuvo incluso que empujar, provocando su caída. Quedó la mujer, la niña, unos segundos en el suelo, llorando como la niña que quería ser, pero se levantó al momento y retomó la carrera tras el que escapaba, hasta tropezar de nuevo y quedar ya de forma definitiva en el suelo, sumida en el llanto mientras el resto de mujeres la adelantarían sin detenerse, concentradas todas en una carrera de viejas, a cual más coja, más risible, perdían los pañuelos y algún zapato por el camino, gritaban al ver cómo se alejaba el hombre sin responder a sus preguntas, el hombre que alcanzaba el coche en el que llegó —no el camión de banderas rojas y negras, como comprobarían entonces—, el coche que seguiría aparcado en la entrada del pueblo, junto al cartel oxidado que decía «Alcahaz».

Santos se detuvo menos de un segundo antes de abrir la puerta, en la duda de subir al coche, pues no encontraba las llaves en sus bolsillos. Decidió ganar la sierra a la carrera, buscar el refugio de los olivos y los matojos: las mujeres no podrían seguirlo monte arriba. Intentó trepar por una cortada del camino, pero sus zapatos de ciudad resbalaron en la gravilla, por lo que cayó arrastrado, arañándose una mano y doblándose ligeramente un tobillo. Quedó dolido, en tanto que las mujeres llegaban hasta él y le rodeaban, llenas todavía de preguntas.

—¿Qué sucede, Pedro?

—¿Les ha ocurrido algo a los demás hombres?

—Dinos lo que sea, estamos preparadas.

—Pero deja de correr, habla.

«¡Yo no soy Pedro!», gritó Santos, al tiempo que se levantaba y empujaba a un par de mujeres para poder correr de vuelta al automóvil; recordaba ahora que las llaves estaban puestas en el contacto desde la noche anterior cuando llegó. Las mujeres, paralizadas por el grito de Santos, tardaron unos segundos en reanudar la carrera hacia él, ya tan sólo cuatro mujeres, el resto dejadas por el camino, exhaustas, tosiendo y escupiendo al suelo.

Santos subió al auto, comprobó aliviado que las llaves estaban en su sitio e intentó ponerlo en marcha. El motor estaba frío tras la noche serrana, y tuvo que intentarlo tres veces hasta que consiguió escuchar el ronquido del carburador. Las mujeres ya estaban casi encima del coche, con rostros suplicantes, los brazos extendidos hacia delante, como un triste ejército de seres hambrientos. Santos no tenía apenas espacio para maniobrar, por lo que aceleró y giró en el corto tramo de camino que quedaba, a punto de caer en la cuneta, hasta que pudo enderezar el volante y acelerar más, alejándose al fin, sin querer mirar al espejo retrovisor para no ver a las mujeres que aún correrían unos metros fuera del pueblo, tras el automóvil en el que huía la esperanza.

* * *

Tras el esperado comienzo enfático, que además da otra vuelta a la ya vieja murga de lo onírico, de las fronteras del sueño y la vigilia, las realidades paralelas, la otra vida que vivimos al dormir, etc. y etc. y etc. —lo que una vez más confirma en la novela un gusto por la digresión de bajo vuelo; sobran ejemplos en la novela, sin ir más lejos en este mismo capítulo, lo referido al sueño con ese infantil y asombrado «misterioso mecanismo el del sueño» al que sólo faltan los signos de exclamación; pero también en la página siguiente una impresionante disquisición sobre la locura y su contagio, en fin. Como decíamos, tras el esperado comienzo enfático, la novela decide ir más lejos aún en lo ya narrado sobre la visita de Santos al enigmático pueblo. Y ese ir más lejos hace que se fuerce en exceso el margen de lo verosímil. Por supuesto que, como en toda novela, a los lectores nos es exigible una cierta suspensión de la realidad, ese pacto narrativo que concede al autor el dominio de lo real y de lo posible; en definitiva, olvidar las claves reales de lo verosímil, siempre que la propia narración lo haga viable —pues si un texto salva la coherencia narrativa, hasta lo más imposible resultará creíble
.

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