Oscura (4 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Su calor humano era débil y opaco, y como ya estaba viejo, su sangre circulaba con lentitud. Le pareció pequeño, como todos los demás seres humanos: criaturas amorfas y diminutas, aferrándose al borde de la existencia, tropezando con su inteligencia limitada y mezquina. La mariposa que ha cazado a un insecto mira a una crisálida peluda con absoluto desprecio, pues supone la primera fase de la evolución, un espécimen anticuado incapaz de escuchar la alegría tranquilizadora del Amo.

Algo en ella siempre retornaba a él. Una forma de comunicación animal, primitiva, aunque coordinada. La psique de la colmena.

Mientras el anciano avanzaba hacia ella con su espada letal resplandeciendo en su campo visual de vampira, una respuesta provino directamente del Amo, transmitida a través de ella por la mente del antiguo vengador.

Abraham
...

Del Amo, y sin embargo, no de su gran voz, tal y como Kelly la recordaba.

Abraham, no lo hagas.

Llegó con el acento de una entonación femenina. No con la de Kelly. Como una voz que no había oído nunca.

Pero Setrakian sí. Ella lo vio en su impronta de calor, en la forma en que se le aceleró el ritmo cardiaco.

Yo vivo en ella también... Yo habito en ella...

El vengador se detuvo, y un indicio de debilidad asomó a sus ojos.

La vampira aprovechó el momento: dejó caer el mentón y agitó su boca abierta, sintiendo el ímpetu de su aguijón excitado.

Pero el vengador levantó su arma y se abalanzó contra ella profiriendo un grito.

Ella no tuvo otra opción. La hoja de plata ardió en el centro de sus ojos oscurecidos.

Se dio la vuelta y corrió por el borde de la cornisa, escurriéndose hacia abajo por la pared del edificio.

Desde el solar
vacío que había abajo, miró de nuevo a aquel anciano que la veía alejarse, y percibió la disminución de su calor.

 

 

E
ph se acercó a Zack y tiró de su brazo para evitar que fuera alcanzado por la luz calcinante de la lámpara Luma que estaba al pie de la ventana.

—¡Vete! —gritó Zack.

—Oye, socio —le dijo Eph, tratando de calmarlo, y de calmarse—. Oye, Z. Escucha.

—¡Intentaste matarla! —le respondió Zack.

Eph no sabía qué decir, porque eso era exactamente lo que había hecho.

—Ella... ya está
muerta
.

—¡No para mí!

—La has visto, Z. —Eph no quería tener que hablar del aguijón—. La has visto. Ya no es tu madre. Lo siento.

—¡No tienes que matarla! —exclamó
Zack, con la voz ronca por la asfixia.

—Tengo que hacerlo —dijo Eph—. Es mi deber.

Se acercó a Zack con la intención de abrazarlo, pero el niño se apartó. Se refugió en Nora, que hizo las veces de madre sustituta, y lloró desconsolado en su hombro.

Nora miró a Eph con una expresión de consuelo, pero él no estaba para eso. Fet esperaba en la puerta, detrás de él.

—Vamos —dijo Eph, saliendo de la habitación.

 

 

El Escuadrón Nocturno

 

L
OS CINCO POLICÍAS
fuera de servicio continuaron recorriendo la calle en dirección a Marcus Garvey Park, seguidos por el sargento en su vehículo personal.

No llevaban identificaciones. No hay cámaras de vigilancia ni informes posteriores que den cuenta de sus actos. No hay investigaciones, inspecciones de juntas comunitarias ni Asuntos Internos.

Había que arreglar las cosas. Y lo harían por la fuerza.

«Manía contagiosa», la denominaron los agentes federales. «Demencia relacionada con la peste».

¿Qué había pasado
con los agradables y anticuados «chicos malos»? ¿Acaso ese término había pasado de moda?

¿El gobierno había hablado de enviar a las tropas estatales? ¿A la Guardia Nacional? ¿Al ejército?

Preferimos que nos disparen
.

—¡Oye...! ¿Qué...?

Uno de ellos le estaba sosteniendo el brazo. Una herida
profunda le atravesaba la manga.

Otro proyectil cayó a sus pies.

—¡Cabrones! ¿Y ahora están arrojando piedras?

Inspeccionaron los tejados.

—¡Allá!

El fragmento de un azulejo
con forma de flor de lis cayó desde lo alto, y los obligó a dispersarse. El trozo
se estrelló contra el bordillo, y los pedazos rebotaron contra sus pantorrillas.

—¡Aquí!

Corrieron hasta la puerta y entraron después de derribarla. El primer hombre subió las escaleras hasta el rellano del segundo piso. Allí, una adolescente con camisón largo permanecía de pie en medio del pasillo.

—¡Vete de aquí, cariño! —le gritó él mientras se disponía a subir el próximo tramo de las escaleras. Alguien se movía allá arriba.

El policía no siguió el reglamento en casos de combate ni justificó el uso de la fuerza. Le ordenó que se detuviera, y luego abrió fuego sobre el tipo, acertándole cuatro veces y derribándolo.

Se acercó con decisión al alborotador. Un negro con cuatro disparos en el pecho. El policía sonrió en el vano de las escaleras.

—¡Tengo a uno!

El negro se sentó. El policía retrocedió tres peldaños antes de que el hombre se abalanzara sobre él y le hiciera algo en el cuello.

El policía se dio la
vuelta, su rifle de asalto chocó contra el cuerpo del negro, y sintió su cadera golpearse contra la barandilla.

Los dos cayeron aparatosamente. Otro policía se acercó y vio al sospechoso encima de su compañero, mordiéndole el cuello o algo parecido.

Vio a la adolescente del camisón antes de disparar. Ella se abalanzó sobre él, lo derribó de inmediato y se sentó a horcajadas, arañándole la cara y el cuello.

El tercer policía subió por las escaleras y reparó en el vampiro que estaba detrás de ella con su aguijón palpitante, saciado con la sangre del primer policía. Le disparó a la adolescente en la espalda. Comenzó a perseguir a la otra criatura, cuando una mano salió detrás de él, una larga uña semejante a una garra. Le rebanó el cuello, y el oficial cayó en los brazos de la criatura.

Kelly Goodweather, enloquecida por su ansia de sangre, azuzada por el anhelo de su hijo, arrastró al policía con una sola mano hasta el apartamento más cercano, dando un portazo para poder alimentarse profusamente y sin interrupción.

P
ARTE
I

El Amo

 

 

 

L
as extremidades del hombre se contrajeron por última vez, el aroma de su último aliento escapó de su boca, y el estertor de la muerte señaló el final del banquete
del Amo. El cuerpo desnudo e inerte del hombre liberado por la sombra imponente se desplomó a los pies de Sardu, junto a las cuatro víctimas restantes.

Todos tenían la misma marca del aguijón en la carne blanda de la parte interior del muslo, justo en la arteria femoral. La extendida imagen del vampiro que chupa la sangre del cuello no es del todo incorrecta, pero los vampiros más poderosos prefieren la arteria femoral de la pierna derecha. La presión y la oxigenación son perfectas, y el sabor es más intenso, casi absoluto. La sangre de la yugular, por el contrario, es más impura. De todos modos, el acto de alimentarse había perdido —desde mucho tiempo atrás— emotividad para el Amo. Con frecuencia, el antiquísimo vampiro se alimentaba sin siquiera mirar a su víctima a los ojos, aunque el aumento de la adrenalina generada por el miedo de la presa le confería un hormigueo exótico al sabor metálico de la sangre.

Durante siglos, el dolor humano había conservado para él un ímpetu vigorizante. Sus diversas manifestaciones divertían al Amo, y la delicada sinfonía de jadeos, gritos y exhalaciones de las víctimas seguía despertando el interés de la criatura. Pero ahora, especialmente cuando se alimentaba así, masivamente, buscaba un silencio absoluto. Desde su interior, el Amo invocó
a su voz primitiva —a su voz original, la voz de su verdadero yo—, llevando a todos los huéspedes al interior de su cuerpo y de su voluntad. Emitió su murmullo: un pulso, un estruendo psicosedante emanado de su interior, un latigazo cerebral que paralizaba a la presa durante el tiempo necesario para que el Amo pudiera alimentarse en paz.

Pero en definitiva, el «murmullo» debía utilizarse con prudencia, ya que exponía la verdadera voz del Amo. Su verdadero ser.

Fue necesario un tiempo y un esfuerzo considerables para aplacar todas las voces que lo habitaban y descubrir la suya de nuevo. Esto era peligroso, ya que estas voces le servían de dispositivo mimético. Las voces —incluida la de Sardu, el joven cazador cuyo cuerpo habitaba el Amo— ocultaban la presencia, posición y pensamientos del Amo ante los otros Ancianos. Lo encubrían.

Había utilizado el
murmullo a su llegada en el interior del vuelo de Regis Air, y contuvo su pulso sonoro para lograr un silencio absoluto y poner sus pensamientos en orden. El Amo podía hacerlo allí a cientos de metros bajo tierra, en la bóveda de hormigón en el centro del osario semiabandonado. La recámara del Amo se hallaba en el centro de un laberinto compuesto de subterráneos y túneles de servicio debajo del matadero de novillos que estaba encima. Hubo un tiempo en que la sangre y los residuos confluían allí, pero ahora, después de una limpieza a fondo, los aposentos del Amo se asemejaban más a una pequeña capilla industrial.

El corte palpitante que tenía en la espalda había comenzado a curar de manera instantánea. Nunca temió que la herida le causara un daño permanente —él no le temía a nada—, aunque el tajo habría de dejarle una cicatriz, desfigurando su cuerpo como una afrenta. Aquel viejo estúpido
y sus acompañantes se iban a arrepentir del día en que atacaron al Amo.

El eco más débil de la ira, de una indignación profunda, retumbó entre sus muchas voces y voluntades. El Amo se sintió vejado, lo cual era una sensación refrescante y revitalizadora para él. La indignación no era un sentimiento que experimentara a menudo y, por ende, el Amo permitió —incluso le dio la bienvenida— esa emoción novedosa.

La risa plácida retumbó en su cuerpo lastimado. El Amo llevaba mucha ventaja en el juego, y todos sus peones se comportaban como él esperaba. Bolívar, el más enérgico lugarteniente de sus huestes, estaba resultando muy apto para propagar la sed, y había reunido incluso a algunos siervos que podrían adelantar las tareas solares. La arrogancia de Palmer aumentaba con cada avance táctico, aunque
continuaba bajo el control total, sometido a la voluntad del Amo. El ocultamiento había determinado el tiempo para cumplir el plan. La ineluctable y exquisita geometría había sido trazada, y ahora —muy pronto— la Tierra arderá...

En el suelo, uno de los «bocados» gimió, aferrándose desesperadamente a la vida. El Amo lo observó, reanimado y satisfecho. El coro de voces cantó de nuevo en su mente. Miró al hombre que yacía a sus pies, presa del dolor y del miedo, lo cual suponía un placer inesperado.

Esta vez, el Amo se deleitó, saboreando el postre. Bajo la bóveda del osario, el Amo levantó su cuerpo, posando cuidadosamente su mano sobre el pecho de la víctima, justo encima de su corazón, y sofocó ávidamente el latido interior.

 

 

Zona Cero

 

L
A PLATAFORMA
estaba vacía cuando Eph saltó a la vía, mientras seguía a Fet por el túnel del metro que conducía a la «bañera» de la excavación del proyecto «Zona Cero».

Nunca imaginó que regresaría allí, a ese lugar. Después de todo lo que habían visto y presenciado, él no podía imaginar que existiera una fuerza lo suficientemente poderosa como para obligarlo a regresar a ese laberinto subterráneo que era la morada del Amo.

Pero hay callos que tardan sólo un día en aparecer. El whisky le había ayudado, y tal vez demasiado.

Una vez más, caminó sobre las piedras negras extendidas a lo largo de la vía en desuso. Las ratas no habían regresado. Pasó por la manguera de drenaje abandonada por los obreros, que habían desaparecido igualmente.

Fet llevaba su barra de acero reforzado. A pesar de las otras armas que traían consigo, más impactantes y efectivas —lámparas ultravioleta, espadas de plata, una pistola de clavos cargada con puntas
de plata pura—, Fet seguía utilizando el bastón para ratas, aunque ambos sabían que allí ya no había roedores. Los vampiros habían invadido ahora el territorio subterráneo de las ratas.

A Fet también le gustaba la pistola de clavos. Las pistolas neumáticas requerían de tubos y de agua. Las pistolas eléctricas no eran muy contundentes y su trayectoria era errática. Ninguna de las dos era realmente fácil de transportar. La pistola de Fet —un arma proveniente del arsenal de rarezas antiguas y modernas de Setrakian— funcionaba con una carga de pólvora de escopeta. Cincuenta clavos de plata por carga que se introducían por la parte inferior como el tambor de un
UZI. Las balas de plomo abrían agujeros en los cuerpos de los vampiros, al igual que en los seres humanos, pero el dolor físico es inocuo cuando ya no se cuenta con un sistema nervioso, y los proyectiles recubiertos de cobre resultaban ser simples artefactos contundentes.

Las escopetas podían neutralizar, pero las ráfagas de perdigones tampoco los mataban, a menos que los decapitaras. Pero la plata, si tenía la forma de una punta de unos cuatro centímetros, acababa con ellos de manera infalible. Las balas de plomo los enfurecían, pero los clavos de plata les causaban heridas a un nivel genético, por
decirlo de algún modo. Y, al menos para Eph, había otro aspecto casi igual de relevante: la plata los asustaba, así como la luz ultravioleta UVC de gama pura y onda corta. La plata y la luz del sol eran el equivalente vampírico de la barra de Fet, el exterminador de ratas.

Fet supo de su existencia cuando fue contratado por un funcionario del gobierno para saber por qué las ratas estaban saliendo de la tierra. Ya había visto algunos vampiros en sus recorridos subterráneos, y sus habilidades —un asesino consagrado de todo tipo de bichos y roedores, y experto además en los movimientos de la ciudad bajo tierra— se prestaban perfectamente para la caza de estos seres. Fue él quien condujo inicialmente a Eph y a Setrakian allí abajo, en busca de la guarida del Amo.

El olor de la masacre seguía adherido a las vías del metro. El hedor a carne chamuscada de vampiro y la penetrante hediondez a amoniaco de sus excrementos. Eph se vio rezagado y aceleró el paso, inspeccionando el túnel con su linterna, hasta alcanzar a Fet.

El exterminador mordisqueaba
un cigarro Toro sin encender, que solía mantener en la boca mientras hablaba.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Por supuesto —respondió Eph—. No podría estar mejor.

—Él está confundido, Eph. Yo también lo estaba a esa edad, y mi madre no era..., ya sabes.

—Lo sé. Necesita tiempo. Pero ésa es una de las cosas que no le puedo dar en estos momentos.

—Es un buen chico. Normalmente no me gustan los niños, pero el tuyo sí.

Eph asintió, agradecido por el gesto de Fet.

—A mí también.

—Me preocupa el viejo.

Eph avanzó con cuidado sobre las piedras sueltas.

—Ha sufrido mucho.

—Físicamente, sí. Pero hay más.

—El fracaso...

—Sí, claro. Estar tan cerca, después de perseguir durante
tantos años a estas criaturas, sólo para ver al Amo resistir y sobrevivir al disparo más certero. Y algo más. Hay cosas que el viejo no nos dice. O que no nos ha dicho todavía. Estoy seguro de ello.

Eph recordó al rey vampiro echando su capa hacia atrás en un gesto triunfal, su piel cerúlea ardiendo bajo la luz mientras le aullaba desafiante al sol, para luego desaparecer por el borde de la azotea.

—Él pensó que la luz del sol mataría al Amo.

—Por lo menos lo ha herido —dijo Fet, mordisqueando
su cigarro—. Quién sabe cuánto tiempo habría podido resistir a la exposición solar. Y tú... le propinaste un corte. Con la espada de plata.

Eph había tenido suerte al abrirle al Amo un tajo en la espalda, que no tardó en quedar convertido en una cicatriz negra debido a su exposición al sol.

—Si puede ser herido, creo que también puede ser destruido, ¿no?

—Pero ¿acaso los animales heridos no son más peligrosos?

—Al igual que
los seres humanos, los animales también están motivados por el dolor y el miedo. Y en cuanto a esta criatura, ella vive de esto. No necesita de ninguna otra cosa.

—Para exterminarnos a todos.

—He estado pensando mucho en eso. ¿Querrá acabar con toda la humanidad? Es decir, somos su alimento. Su desayuno, almuerzo y cena. Si nos convierten a todos en vampiros, el suministro de alimentos llegaría a su fin. Cuando matas todas las gallinas, no quedan más huevos.

Eph quedó impresionado por el razonamiento de Fet, por la lógica contundente del exterminador.

—Tienen que mantener un equilibrio, ¿verdad? Si conviertes a demasiadas personas en vampiros, crearás una demanda excesiva de alimento humano. Es la economía de la sangre.

—A menos que el futuro nos depare otro destino. Simplemente espero que el anciano tenga las respuestas. De lo contrario...

—Nadie las tendrá.

Llegaron al cruce del túnel oscuro. Eph levantó la lámpara Luma y los rayos UVC alumbraron las salvajes
manchas de los desechos vampíricos: su orina y excrementos, cuya masa biológica mostraba su fluorescencia con el rango de luz baja. Las manchas ya no tenían los colores chillones que Eph recordaba. Se estaban desvaneciendo. Eso significaba que los vampiros no habían visitado aquel lugar recientemente. Tal vez habían sido advertidos gracias a su telepatía aparente por los cientos de criaturas aniquiladas por Eph, Fet y Setrakian.

Fet utilizó su vara de acero para hurgar en el montículo de teléfonos móviles desechados, apilados como piedras. Un monumento inconexo a la futilidad humana, como si los vampiros hubieran chupado la vida de las personas y lo único que hubiera quedado de ellas fueran sus aparatos.

—He estado pensando en algo que dijo él —susurró Fet—. En los mitos de diferentes culturas y épocas que revelan los mismos temores humanos esenciales. Los símbolos universales.

—Los arquetipos...

—Ésa es la palabra. Terrores comunes a todas las tribus y países, profundamente arraigados en la psique humana: enfermedades y plagas, la guerra, la codicia. El asunto es: ¿acaso no eran más que simples supersticiones? ¿Y qué pasaría si estuvieran directamente relacionadas entre sí? ¿Es probable que nuestro inconsciente no relacione aquellos temores que están separados inicialmente? ¿Qué tal si tienen raíces reales en nuestro pasado? En otras palabras, ¿qué pasaría si éstos no son mitos comunes? ¿Y
si son verdades comunes universales?

Eph tuvo dificultades para reflexionar sobre esa teoría en las entrañas de la ciudad sitiada.

—¿Estás diciendo que él sostiene que tal vez siempre hayamos sabido que...?

—Sí, siempre lo hemos temido. Que esta amenaza, este clan de vampiros que subsisten de la sangre humana, y cuya enfermedad posee a los cuerpos humanos,
existía
y era conocida. Pero a medida que pasaron a la clandestinidad, o como quieras llamarlo, y se refugiaron en las sombras, la verdad se transformó en mito. La realidad se convirtió en folclore. Pero este germen del miedo circula tan profundamente en todos los pueblos y culturas que no ha desaparecido nunca.

Eph asintió con interés, pero distraído al mismo tiempo. Fet podía distanciarse un poco y tener una perspectiva general, mientras que la situación de Eph era su antítesis. Su esposa —su ex esposa— había sido transformada y convertida. Y ahora estaba empeñada en convertir a su sangre, a su amado, al hijo de sus entrañas. Esta plaga demoniaca lo había afectado a nivel personal, y él estaba teniendo dificultades para concentrarse en cualquier otra cosa, especialmente en las teorías a gran escala, aunque, paradójicamente, ésa fuera su formación como epidemiólogo. Pero cuando algo tan insidioso se filtra en tu vida personal, todo pensamiento superior escapa por la ventana.

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