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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (22 page)

BOOK: Once minutos
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Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había conseguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía hacer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su economía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no conseguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, tenía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrarse por haber vivido todo aquello.

Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el hermoso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...

De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.

¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado?

El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nunca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños nocturnos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba...

«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»

¡BASTA!

El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf Hart?

¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!

Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redescubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura llegaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una semana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza.

Y
el motivo era el siguiente: no quería volver.

Y
la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero.

¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores sobrios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, todos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba inglés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo para los peatones).

«Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. »

Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabizbaja, corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de trabajo, a la rue de Berne, diciendo continuamente: «Puedo esperar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como todo el mundo. Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que todavía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupada, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuenta hasta mil francos por noche.

Y
por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas buenas que podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió consciente, lúcida, y a propósito, dejar pasar una oportunidad.

María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había bajado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo. Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.

Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación parecida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto entró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían.

—Mira esto —le dijo a María—. ¡Mira lo que quiere que haga con él!

El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios, abrió la tapa de una especie de caja de puros. Desde lejos, Milan alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada especial.

—¡Parece del siglo pasado! —dijo María.

—¡Es del siglo pasado! —afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del comentario—. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna.

Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, circuitos eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el interior de un antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una fortuna.

— ¿Cómo funciona?

A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente.

—Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.

Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasmado con el interés que despertaba su jueguecito.

—Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir las espinillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extremos? Se ponían aquí —señaló sus sienes— y la batería provocaba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco.

Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y recibió una descarga. Pensó que era un problema del coche, se quejó, dijo que no iba a pagar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él tenía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metálica, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que descargaba la electricidad acumulada en el cuerpo.

María se volvió hacia el oriental:

—¡Pero eso es extremadamente desagradable!

Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía.

—Depende de dónde lo apliques —el oriental rió alto.

Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.

Milan se acercó.

—Por favor, no use eso aquí.

El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La filipina aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita Violeta que la mujer que ahora lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó la caja en un maletín de cuero, al tiempo que comentaba:

—Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda entre las personas que buscan placeres especiales. Pero éste que acabas de ver sólo se puede encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.

Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir.

—¿Habías visto eso antes?

—De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hombre es un alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.

—¿Y qué hacen?

—Lo ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la manivela. Reciben la descarga dentro.

—¿Y no pueden hacerlo solos?

—Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacerla solo. Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar iría a la ruina y tú tendrías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, rechaza cualquier invitación.

—La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a despedirme, me marcho.

Milan pareció no acusar el golpe.

—¿Es por el pintor?

—No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta mañana, mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago.

—¿Cuál es el límite?

—El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más, trabajar un año más, qué más da, ¿no?

»Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxiliares de vuelo, los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.

Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, porque podía contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pero era un buen hombre, y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba actuando equivocadamente.

Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no soportaba más el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de servicio. Milan le dijo que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.

Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa.

Del diario de María, al volver a casa:

Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de estos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un templo protestante.

Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una bendición, porque aquel día habló de cosas que necesitaba mucho oír. El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del corazón están los sentimientos que intentamos sofocar y olvidar. Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace recordarla.

»Los evangelios y todos los textos sagrados de todas las religiones fueron escritos en el exilio, en busca de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese momento cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos».

Al final del culto, fui hasta él y le di las gracias: le dije que era una extranjera en una tierra extranjera, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tanto, hoy me voy.

T
omó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiempo feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado.

Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había llegado el momento de terminar con todo aquello.

Poca gente en el mundo lo sabe.

Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un cabaret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamente a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni dinero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.

Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del aeropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimiento en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias.

Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no merecía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con el niño que siempre lo había deseado.

No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si contestaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declararía su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

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