Authors: Ana María Matute
En los días esplendorosos del verano, Gudulín saltaba por la ventana con su pequeño carcaj al hombro y, deslizándose por la tupida enredadera, llegaba hasta la copa del gran olmo blanco. Y desde aquellas ramas, descendía al suelo, corría hacia la zona posterior de la Torre, y llegaba a la muralla. Allí, aún se abría cierta vieja y mohosa puerta de hierro, por donde años antes -mucho antes de que él naciera- la entonces desventurada Reina Ardid dejó escapar a la Princesa de las Estepas que le arrebataba el amor del Rey. Él no sabía estas cosas cuando descubrió aquella puerta, oculta entre el orín y la hiedra. Alzaba ahora su pesado picaporte, salía al campo y al bosque, y por allí merodeaba, en busca de animales que atravesar con sus pequeñas pero agudas flechas.
Así, Gudulín llegaba hasta una gruta donde anidaban murciélagos y, cuando él entraba, ellos volaban en tropel, y alguno chocó contra su cara. Por fin, un día atrapó uno, extendió sus alas y contempló su carita de diablo; lo llevó hasta un abedul, y allí lo clavó, sirviéndose de agudas ramitas y utilizando una piedra como martillo. Luego, lentamente, lo torturó con el punzón de hueso, del que jamás se separaba. Pálido, con los labios blancos de placer, regresaba anochecido. Y a escondidas, tal como salió de ella, volvía a su cámara, donde el Trasgo le reprendía lastimeramente: no por lo que hacía -que lo ignoraba-, sino por su ausencia.
Cierto día de julio, en el maligno y caluroso mediodía, se deslizó Gudulín por la enredadera y pisó con tan mala fortuna que vino a caer violentamente al suelo, y allí quedó, blanco el rostro y ensangrentada su cabeza. Mucho más tarde, dos criados lo encontraron, y esta vez costó mucho reanimarle. Había perdido mucha sangre y casi lo creían muerto. La noticia había corrido como viento por toda la ciudad, cuando un joven, aun arrostrando las sospechas y peligros que la revelación de su ciencia causaría en las oscuras mentes de la Asamblea, dijo que tal vez él podría curar al Príncipe. Le costó hacerse oír, pero una muchacha, una ayudante de cocina de las que se afanaban entre las calderas del Castillo, era su novia. Por ella llegó su petición al Cocinero Real, y del Cocinero pasó a la servidumbre, y de ésta al Mayordomo, y de éste, a través de complicados pasillos y cuchicheos, a las camareras de la Reina.
El Trasgo permanecía muy quieto, casi inmóvil -quizá por primera vez en su vida- sobre el dosel de la cama del niño. En vano hacía saltar entre sus dedos piedras refulgentes del río, palabras con doble tino y cáscaras de escalambrujo. Incluso llegó a verter sobre la frente de Gudulín delicada y dorada semilla de mostaza -totalmente desconocida en Olar, excepto para los trasgos-. Pero Gudulín, su luz y su vida, seguía blanco, profundamente marcadas las ojeras de sus ojos, los párpados cerrados. Era un niño muy hermoso cuando permanecía dormido o inconsciente, cuando no se podía percibir el siniestro reflejo de su oscura mirada. Y así pues, con el negro y suave cabello empapado de sudor sobre la frente, los labios exangües, las manos inactivas -e inofensivas- sobre la cobertura del lecho, podía conmover incluso a quienes no le amaban -u odiaban, como sucedía con la mayoría de pajes y sirvientes-. Y las lágrimas del Trasgo caían con tal brillo sobre la frente del niño, que los presentes creían ver una bandada de mariposas de irisadas alas que venían a despedirse del joven Príncipe Heredero. Hasta el punto que, más de uno, desazonado por su brillo, que en verdad se antojaba tan triste como un funeral, intentó espantarlas. Por un cálido viento que llegaba del Sur, el abedul blanco movía las ramas finas, Y un raro aroma a mosto, viejo como el mundo, llenaba la estancia. Fue en aquellos días, cuando otro racimo ya tan rojo como el otoño mismo, perdió, uno a uno, hasta cinco hermosos granos, que rodaron, tersos y perlados como sangre de lluvia, bajo las pieles que cubrían al Príncipe.
Gudulina permanecía, quieta, a los pies del lecho. Miraba a su hijo tan fijamente y tan seria, que súbitamente sus ojos fueron una revelación para Ardid: aquélla era, precisamente, la profunda, atónita, extraordinaria seriedad de los ojos de Tontina. Y Ardid descubrió que todos los niños del mundo -los de noble cuna o los más villanos- acaparaban en su mirada aquella expresión: como si en ella se agazapara el más grave, asombrado y dilatado de los reproches. Y se dijo que nada sabía ella, ni nadie, de esta profunda mirada del mundo, del inmenso estupor de la tierra ante el humano acontecer. Entonces, fue a Gudulina y le habló como si hablara a una niña:
—Hay un hombre que dice que salvará a Gudulín. Si tú lo deseas, él llegará hasta aquí.
Gudulina pareció despertar de su profundo asombro y, tornándose de nuevo mujer -pero mujer desquiciada-, prorrumpió en maldiciones hacia todos los hombres y todas las tierras, y todo lo que existiera fuera de su dolor. Decía, entrecortadamente, que si un niño debía morir delante de su madre, el mundo no merecía la pena de haber sido creado.
—No morirá, no morirá -dijo Ardid, estremecida de horror ante sus palabras y, sobre todo, ante el sofocado grito, un ronco sonido que no gritaba pero que parecía taladrar las paredes del tiempo mismo-. No morirá...
Hizo conducir al joven hasta sus aposentos, y al verle quedó asombrada de su porte. Pues, aun en medio de su dolor -a pesar de todo y aun conociendo la índole perversa de su nieto, era hijo de Gudú, y llevaba su sangre-, quedó traspasada por un sentimiento singular: como si en él reconociera, de improviso, algo tan conocido como olvidado.
Era un hombre joven, de alta estatura, y tan rubio que sólo Tontina hubiera podido rivalizar con él. Y sus ojos eran tan azules, y tan perfectas sus facciones, que no parecía de origen tan humilde como se decía -pues, para Ardid, todo villano era tosco, torpe y feo-. Avanzó hasta el niño y, soplándole en los ojos y en los labios, quedó un rato como transido en honda meditación. El Físico del Castillo, a juicio de Ardid un estúpido ignorante -en lo que no le faltaba razón, ya que ni sabía leer-, que tan sólo sabía aplicar sanguijuelas y hierbas sobre las heridas, le miró con odio. Y Ardid leyó en aquel odio el propósito de, una vez curado el niño si es que lo lograba, acusarle de brujo. «Pero no será mientras yo viva», se dijo Ardid, con tal firmeza y pasión que a ella misma sorprendió.
El Trasgo, entonces, saltó sobre su hombro, y abrazándose a ella prorrumpió en sollozos, diciendo:
—Niña querida, niña querida... este joven es una de las pocas criaturas humanas capaces de hacernos respetar vuestra especie.
—¿Qué dices, querido? No entiendo...
—Está al borde de la Historia de Todos los Niños, pero él nunca quiso entrar allí, ni siquiera cuando tuvo edad razonable para conseguirlo. Y jamás entrará, ni tan sólo lo deseará: pero ten por seguro que allí sería bien recibido, aun cuando nunca supo ser niño...
—No te entiendo -dijo Ardid. Pero tan intensa era de pronto la Tristeza que en la tarde de verano ascendía desde el Lago, que su voz se quebró y ni fuerzas tuvo para decirle que no usara ahora, por lo que más amara, y era esto, sin duda alguna, Gudulín, el lenguaje de su especie. Aquel lenguaje llamado Ningún, que de niña entendía, y ahora se hacía para ella cada vez más confuso.
El joven ordenó que su anciano sirviente, o ayudante, trajera un cofre misterioso, y ante el estupor general y las veladas protestas del Físico y de los nobles, que comenzaron a oponerse escandalizados, se horadó una vena y a través de un conducto de fina urdimbre, parecido a un tubo, llegó a horadar la vena del brazo del pequeño Príncipe. Y así, su propia sangre llegó al heredero de Olar. Ardid atajó toda protesta con su más poderoso y altivo aire de Reina, diciendo:
—Dejadle hacer: sólo él puede salvarle. Y de todos modos, sin esta única esperanza, Gudulín morirá. Este joven Físico -de pronto, como poseída de alguna misteriosa revelación, así lo nombró- es la Esperanza.
Y Gudulín no murió. La sangre nueva fluyó hasta sus mejillas y sus labios y, tras quedar profundamente dormido, permaneció en este estado durante tres días y tres noches. Y ni un solo momento el joven Físico se apartó de él: espiando el menor de sus movimientos y rozándole suavemente manos y frente con sus dedos largos, firmes y suaves. Al fin, al sol del cuarto día, Gudulín abrió los ojos. Estuvo aún postrado durante un tiempo, hasta que, una tarde, pudo incorporarse. Sólo entonces, el joven guardó todos los misteriosos artilugios en el cofre, y pidió permiso para retirarse a su aldea. Estaba Ardid con Gudulina, el Trasgo y la primera de sus doncellas, y viéndole dispuesto a marchar, despidió a todos, excepto al Trasgo, y le dijo:
—Ni siquiera sabemos el nombre. Dinos qué deseas, y te juro que tus deseos serán cumplidos.
—Señora, sé de vos y vuestra sabiduría desde muchos años atrás. Y así, únicamente podréis entender vos lo que os digo: mi mejor recompensa ha sido comprobar la certeza de cuanto he estudiado tan afanosamente durante los treinta años de mi vida.
—¿Treinta? -se asombró Ardid. Pues parecía un muchacho de apenas veinte.
—Treinta míos, y doscientos heredados -dijo él-. Señora, os lo ruego, dejadme partir, pues si no lo hacéis, un gran peligro nos acecha a ambos.
—No lo entiendo -respondió Ardid. Temblaba por una desconocida emoción que le llenaba de luminoso a la vez que oscuro presentimiento.
En vista de que el joven callaba, se sintió repentinamente intimidada ante la mirada de aquellos claros y profundos ojos. Dijo entonces:
—Partid, en buena hora. Pero, al menos, decidme vuestro nombre.
—No tengo nombre, Señora -respondió él.
Y partió con tan fría y enigmática sonrisa que dejó confusa a Ardid. En tanto, Gudulina se entregaba a besar, llenar de dulces nombres y caricias al arisco Gudulín, cuyas primeras palabras fueron para reclamar su carcaj, flechas y daga.
—Trasgo, querido mío -dijo Ardid, apartándolo a la fuerza de Gudulín-. Dime quién es este joven...
—Ah, niña, los años espesan tu mente -dijo él, distraídamente-. No entiendo cómo puedes preguntarme algo tan evidente y simple.
Y como el Trasgo ahora sólo prestaba atención a su gran amor, tras verse rechazado por él, se dedicó a libar sin rebozo, hasta caer totalmente embriagado en las brasas. Ardid quedó perpleja y desazonada.
Gudulín regresó a la vida. En vano Ardid intentó reanudar las interrumpidas lecciones. Entre otras cosas, Gudulina, irritada, se lo impidió, diciendo que su hijo no precisaba de tales estupideces, siendo como era una criatura tan maravillosamente dotada por la naturaleza. Y así, halagándole y mimándole, pasó su convalecencia.
Ya finalizaba el verano cuando el Trasgo acudió una noche al encuentro del niño, para llevarle en busca de las viñas del Sur. Gudulín se levantó con aire distraído y soñoliento, y al fin dijo:
—No puedo, Trasgo, he crecido demasiado, no hay sitio para mí, en esos laberintos... -Y empezó a reírse. Y su risa se parecía a la risa de Gudú, breve y seca. Y riendo, extendió la mano, arrancó otro grano del pecho de Trasgo y lo mordió. Tal fue el dolor del Trasgo, que, con un lamento que toda la ciudad oyó, creyeron era el largo aullido del lobo, cosa insólita dado que en aquella estación no era posible. Estuvo algún tiempo escondido en lo más profundo de las raíces del bosque, llorando, hasta que sus lágrimas hicieron brotar un manantial bajo los abedules blancos.
3
Entretanto, y ante la imposibilidad de educar a su gusto a Gudulín, la Reina se dedicó más a los dos pequeños, Raiga y Raigo, sin olvidarse nunca de Contrahecho. Éste era tan raquítico y menudo que nadie le hubiera dado más de ocho años, y pasó a ser, de bufón-víctima de Gudulín -que, afortunadamente, lo había olvidado- a compañero de juegos de Raigo y Raiga.
Estos niños gemelos eran lindísimos. Tan rubios como el sol, y de porte tan gentil, que sólo las amargas circunstancias que el país atravesaba podían explicar el olvido en que eran tenidos. Contaban casi cinco años, pero ya se mostraban encantadores. Ardid se dijo que era hora de hacerles aprender a leer. Y aunque no destinados a heredar el trono, el carácter de Gudulín -tan temerario como inútil- podía hacer considerar que, acaso, algún día Raigo pudiera ser el único heredero. Por lo que, apresuróse a poner en práctica su idea, y con alegre sorpresa advirtió la despierta inteligencia del niño.
Los hermanos eran muy parecidos en su aspecto físico, pero de muy distinto temperamento. Raigo era apasionado y lleno de curiosidad por todo, como lo fuera su abuela a su edad. Pero Raiga, aunque era dulce y encantadora, no parecía interesarse más que por corretear, de la mano de Contrahecho, bajo el Árbol de los Juegos. Y aunque Ardid, absorta en su entusiasmo por educar a Raigo, no se apercibía de ello, Raiga y el pobre ex bufón, trepaban a sus ramas, arrancaban hojas y, entre los dos -que jamás habían aprendido a leer-, leían en ellas la clave de innumerables canciones, y el aprendizaje de un sinfín de juegos que se apresuraban a poner en práctica.
Tras las lecciones con su abuela, Raigo se les unía: y llegaron a construir entre los tres una pequeña cabaña en las ramas del Árbol, y allí solían pasar gran parte de su tiempo.
Así, ocurrió que un día Raigo no acudió a su lección. Ardid lo buscó en vano. Hasta que al fin, tuvo un presentimiento. Diriglose, sola, hacia la Torre que tan bien conocía y tantos recuerdos guardaba para ella. Estaba muy abandonada, maltrecha, y medio se derrumbaban las piedras de los muros, en tanto que la maleza, ortigas y yedra lo cubrían todo. Ascendió por los musgosos escalones y su corazón latía, sin querer indagar la razón. Y así, alcanzó el abuhardillado lugar bajo la cúpula azul. Levantó la mohosa trampa, y un enjambre de oro, parecido a polvo de sol, la cegó. Sacudiéndose los hombros, y el cabello, y tosiendo, penetró en aquel lugar.
A través de las rendijas de los postigos, quemados por el viento, la nieve y la lluvia, entraba la luz. Y Ardid iba distinguiendo poco a poco, y uno a uno, los viejos cofres que fueron de Tontina, cuando oyó unas voces quedas, y sofocadas risas infantiles. Se acercó de puntillas, y en la penumbra descubrió a sus nietos y a Contrahecho jugando con los viejos tesoros de la Princesa muerta. Sintió desfallecer su corazón, hasta el punto de que tuvo que sentarse sobre una de aquellas polvorientas arcas.
—¿Qué hacéis aquí?, y ¿quién os ha dicho...? -empezó a decir. Pero al observar con qué naturalidad ellos la miraban, sonreían y proseguían en sus juegos, desistió de preguntarles nada.