Authors: Ana María Matute
Jamás la toco, Yahek -dijo Indra, con cansancio. Había oído aquella frase infinidad de veces, e infinidad de veces tomaba la espada y fingía limpiarla de una sangre inexistente, tal como ahora se disponía a hacer, cuando Yahek se la arrebató y volvió a envainarla.
Después, cogió al pequeño y dijo:
—Sus ojos respiran odio... ¿Qué me odien?
—Nadie te odia -dijo ella, suavemente.
—Sí, esa mala bruja hace que mi hijo me odie. Te prohíbo que se acerque a él: y ten por seguro que si me entero de ello, te cortaré en dos. Ahora, ven, he de partir con el Rey y no sé cuándo volveré. Quiero despedirme de ti...
Pasó con ella la noche. Pero se revolvía, inquieto, y sus sueños fueron, al parecer, atroces: tanto, que gemía y decía que se veía bañado en sangre, y murmuraba: «He matado a un hombre». Como si no hubiera matado muchos mas de los que podría recordar en todo lo que le quedaba de vida.
Al amanecer, se fue. Y dejó a las dos mujeres llenas de pena y de zozobra, pues las dos habíanle tomado cariño: una como esposa, y otra, casi, como si fuera su propia hija. Mientras tanto, la ignorada hija del Rey y Lontananza despertó y asomó su cabecita por la tienda. Y como viera en la lejanía a los hombres formados, y bajo el cielo y el naciente sol resplandecer el casco de Gudú, corrió hacia ellos, dando gritos de júbilo. Su madre salió en su persecución, azorada. Y llegó a tiempo de sujetarla para que no se metiera bajo los cascos de los caballos.
—Nunca te acerques a ellos, Gudrilkja -dijo-. Nunca, hija mía.
—¿Quién es? -preguntó la niña, en su media lengua. Y vio Lontananza que sus azules ojos tenían la misma expresión colérica y centelleante de los ojos de Gudú.
—El Rey -dijo Lontananza-. Vámonos; el Rey siempre está lejos, y nadie le puede alcanzar.
—Yo seré Rey -dijo la niña.
Al oírla, la madre se estremeció, y le tapó la boca con la mano.
—Las mujeres no son Reyes -dijo-. ¡Y creo que es suerte para nosotras!
Pero la niña estuvo tres días diciendo a sus amiguitos y a todos cuantos la escuchaban, que con los años crecería, montaría en un caballo negro, su cabeza reluciría como el sol y sería Rey.
Cruzaron el Gran Río y, como en anteriores ocasiones, sólo la soledad y el silencio parecían aguardarles.
—No os fiéis, Señor -dijo Rakjel al tercer día, tras varias incursiones infructuosas-. Los Diablos surgirán de la tierra en el momento más impensado.
—Lo sé -dijo Gudú-. Tú fuiste uno de esos Diablos, y en verdad que mordiste la mano de Yahek, que aún conserva la cicatriz de esos dientes. Pero ya ves: el Rey Gudú sabe domarlos y, si lo juzga atinado, colmarlos de honores.
La rara sonrisa de Rakjel brilló en su cara atezada. Tenía colmillos de chacal, y esa sonrisa, sin saber bien por qué, complació vivamente a Gudú. Súbitamente, le dijo:
—Rakjel, desde este momento asciendes a Capitán.
Rakjel dejó de sonreír. Sus ojos, estrechos, negros y brillantes como caparazones de escarabajo, relucieron. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:
—No os arrepentiréis, Señor.
Gudú comunicó la nueva graduación del muchacho a sus hombres. Y aunque notó el despecho del noble Jovelio, fingió ignorarlo.
Como si las palabras de Rakjel albergaran invisibles lazos de comunicación con los de su raza, lo cierto es que los Diablos aparecieron aquel mismo día. Pero la táctica guerrera de las Hordas era siempre la misma, y Gudú la conocía. No se trataba de un ejército: sólo de un grupo, aunque rápido y valiente. Acabó venciéndoles y, aunque capturaron algunos prisioneros, nada importante se produjo. Y la estepa, por contra, permanecía inalterable ante sus ojos: ancha, larga, indescifrable.
Cuatro veces aún mantuvieron esta clase de luchas y esta clase de efímeras victorias sobre los dispersos grupos tribales. Y de nuevo el silencio, la inmensidad y la soledad se sucedieron. Ni tan sólo atisbaron campamentos, asientos de tribus o poblados, como ocurriera anteriormente, en alguna ocasión.
Fue entonces cuando Rakjel solicitó permiso para hablar a solas con el Rey. Gudú le recibió en su tienda.
—Señor -dijo Rakjel-, debo deciros algo que, en verdad, no estoy seguro de conocer muy bien. Pero escudriñando en mi memoria, tropiezo con frecuencia en el recuerdo de una historia oída durante mi infancia a los guerreros de la tribu: y empiezo a decirme que, acaso, sea cierta.
—Habla pronto -dijo Gudú-. Y decidiré si es creíble o no. Como él mismo bebía, ofrecióle una copa, y Rakjel bebió despacio y brevemente. Al fin, secó sus labios con el antebrazo, por primera vez miró de frente a Gudú, y dijo:
—Es el caso, Señor, que si esa historia es cierta, no hemos tomado el buen camino. Pues en vez de adentrarnos en la estepa debemos remontarla río arriba. Así, podremos llegar hasta el Brazo Gigante -así llaman los de mi raza a un brazo del Gran Río que se adentra hacia el Este, estepa adentro-, y allí, en su centro, se ensancha de tal forma que no llegan a divisarse sus orillas, de modo que forma un gran lago. Y en el centro de este lago hay una isla.
Al llegar aquí, Rakjel calló, como si le invadiera la desconfianza o el temor.
—Prosigue -ordenó Gudú, vivamente intrigado-. ¿Por qué te detienes?
—Señor, es que... en verdad, esta historia entraña un gran peligro. Pues dice la leyenda que si algún extraño intentara llegar hasta allí, o comunicara a hombre de otra tribu -y aún peor, de otra raza- su existencia, morirá traspasado por tantas lanzas como palabras tenga su historia.
—No morirás de esos lanzazos -dijo Gudú-. Ni tales patrañas son ciertas ni tú eres un diablo: yo te tengo por hombre de carne y hueso y en absoluto despreciable.
—Lo sé -dijo Rakjel. Pero al finalizar la historia su voz se había vuelto jadeante, y un leve temblor agitaba sus labios-. Por vez primera en mi vida me atrevo a aconsejaros y hablaros de tal cosa: pero según dicen, en esa isla se alza la ciudad más extraordinaria del mundo. Tales son sus riquezas, que en su comparación todas quedan empalidecidas. Mas esa ciudad está totalmente amurallada y gobernada por una Reina: y esa Reina es mujer tan feroz, sanguinaria y valerosa como el más intrépido y valiente de los guerreros. Une a su valor y fuerza una astucia tan sutil y poderosa como sólo una cabeza de mujer es capaz de albergar; y es tenido como cierto que ella misma monta en un caballo tan veloz como el viento, y blande lanzas y espadas como el más avezado de los soldados; conduce su ejército ella misma, y es temida y respetada por todos; y nadie se atreve a enfrentarse a ella.
Gudú permaneció pensativo un buen rato. Entre ellos dos ardían y crepitaban las llamas, y por un rato sólo se oyeron los estallidos de la húmeda madera, mientras apuraban lentamente sus copas. Al fin, habló:
—¿Qué es lo que en verdad deseas decirme? ¿Qué beneficio hallaría el Rey Gudú venciendo a esa Reina... si es que existe?
—¡Vencerla, Señor! -los ojos de Rakjel brillaron entonces como las llamas-. ¡Ah, Señor, vencerla sería un sueño muy caro!... Tened por seguro que si os arriesgarais a tal empresa, sería fácil que se os unieran importantes tribus de la estepa: esa Reina es tan temida y odiada como codiciadas las riquezas de su ciudad. Pero tened por seguro que no es empresa fácil. Aunque si vuestra fama ha cundido por la estepa... acaso sería posible. Con el acicate de vuestras victorias aumentaríais el número de hombres, y sus conocimientos de estas tierras, que tanto deseáis conquistar, os beneficiarían.
—O, tal vez -añadió lentamente Gudú-, por contra, esa Reina representa para las tribus su más valiosa ayuda... y tal vez, también, esa Reina sea tu propia madre. Con lo que, acaso, todas las tribus se reunirían contra el Rey Gudú. Y tal vez, una vez más, contra el Rey Gudú pretendas tú luchar, y al Rey Gudú vencer. Rakjel no movió un solo músculo de su rostro.
—No es mi madre, Señor, ni jamás la vi -contestó, al fin, con calma-. Pero si mi madre fuera, no dudaría en arrebatarle esa ciudad, si como hijo suyo me hubiera abandonado. Y tened por seguro que esa Reina es tan vengativa como poderosa, y a ningún hombre salido de su cuerpo y de su sangre dejaría en manos enemigas.
—Salvo para urdir su venganza, con la paciencia de tu raza, maldito diablo -rió brevemente Gudú. Aunque fingía una apacible actitud, espiaba ansiosamente el menor movimiento de Rakjel.
—Podéis pensar como gustéis, Señor -contestó el joven-. Pero si llegáis a emprender esta aventura, podéis atarme a un caballo y lanzarme desarmado al frente de vuestros hombres: y cuando me hayan traspasado tantas lanzas como palabras os he dicho, acaso entendáis la verdad de esta historia, y acaso podáis vencer a la Reina Urdska.
—Es posible que lo haga -dijo Gudú-. No pierdas la esperanza de alcanzar muerte tan singular, Rakjel. Puedes irte.
—Gracias, Señor, por oírme -dijo el muchacho. Y obedeció al Rey.
Transcurrieron varios días sin aparente novedad: pequeñas incursiones de las Hordas, tan débiles y escasas, que ni tan sólo lograron prisioneros. Los Diablos huían sobre sus veloces y pequeñas monturas, y parecían poco dispuestos a presentar batalla.
Pero Gudú meditaba sobre lo que Rakjel le había dicho. Al fin, llegado el quinto día, llamó a Yahek a solas, y le habló así:
—Yahek, mucho sabes tú de las estepas, pues tu madre era de estas tierras. A ti debo muchos conocimientos de sus gentes, y de ti mismo conozco varias cosas. Pero nunca mencionaste la existencia de una isla, situada en el Brazo Gigante del Gran Río, arriba.
El rostro de Yahek se demudó, y súbitamente inclinó la cabeza hasta casi rozar el suelo. Un temblor convulso le sacudió, y Gudú vio que gruesas gotas de sudor se deslizaban por su calva.
—Oh, Señor, Señor -murmuró al fin-, ¿qué clase de perro ha vertido en vuestros oídos tan antiguo como criminal veneno?
—Entonces, ¿oísteis hablar de ello?
—Pero, Señor.... ¡no creáis una sola palabra! En todo caso, no les prestéis oído: pues únicamente ahí es donde, en verdad, anidan los diablos del fin de la tierra. ¡Señor, sabed que si alguien revelara tal cosa o aconsejara tal empresa, sería atravesado...
— ...por tantas lanzas como palabras tiene su historia! Pierde cuidado, Yahek: no eres tú el maldecido -le interrumpió Gudú.
—Señor, Señor... no prestéis oídos al mal viento de la estepa. Es el viento del fuego y de la sangre, el viento del más cruel de todos los inviernos.
—Levanta la cabeza, Yahek -ordenó severamente Gudú.
Así lo hizo el soldado, y tal espanto vio Gudú en sus ojos, que quedó en verdad asombrado.
—Entiende bien esto, estúpido -dijo entonces, desenvainando su espada-. No hay más infierno ni más diablo que esta espada; ni hay más muertes ni más lanzas que las de Gudú. Por tanto, compórtate como un soldado y escúchame.
Yahek pareció serenarse con las palabras del Rey. Obedeció, y al fin murmuró:
—Ciertamente, Señor, que a vuestro lado cualquier hombre es capaz de acometer la más peligrosa y temible empresa... pero, ¡ay de todos los hombres, de todos nosotros, si en el transcurso de tal temeridad nos faltase vuestro apoyo: sería el fin de los fines!
—No os faltará -dijo Gudú, irritado-. ¿Qué te hace pensar tamaña estupidez?
Nada respondió Yahek, y nada más logró oír el Rey de sus labios; por lo que, al fin, le despidió. Y luego, a solas en su tienda, abrió el cofre donde guardaba sus libros y sus pergaminos, y fue trazando líneas y signos sobre los mapas del Hechicero.
Durante dos días enteros, sin descanso, Gudú mandó reunir a los prisioneros recientemente capturados en la estepa. Enterados por Yahek, en su lengua, de que tenían orden de relatar cuanto sabían de aquella mítica historia, isla y ciudad, todos se negaron a hacerlo, aunque algunos de ellos fueron apaleados hasta morir. Al fin, uno a uno fueron repitiendo cuanto Rakiel había dicho.
Gudú ordenó libertar a tres de ellos. Les envió estepa adelante en busca de sus hermanos, y a hablarles vagamente de su proyecto: invitándoles a unirse a su ejército, de suerte que si colaboraban en su empresa y lograban la victoria, serían reconocidos sus derechos. Prometió que respetaría a sus jefes y tribus, como aliados. Allí donde se alzaban sus míseros poblados, edificaría ciudades, y al ensanchar su Reino, les haría partícipes de su fuerza y riqueza. Con todo lo cual, dejaría de hostigarles estepa adentro, y verían muy mejoradas sus condiciones de vida.
—Es un intento muy arriesgado -dijo Jovelio, inquieto-. Señor, no olvidéis cuán vengativa y traidora es esta raza; y cuánto os odia a vos, aún más de lo que odiaba a vuestro padre...
—El Rey Gudú no es el Rey Volodioso -respondió Gudú, altanero-. Y no existe odio que no se aplaque ante la codicia y la esperanza de una vida regalada...
Tal como dijeran Yahek y Rakjel, clavaron en lo más avanzado de la estepa cinco lanzas en forma de V: ésta era la señal de tregua y pacto en aquella tierra.
A partir de aquel momento, los exhaustos y medio desangrados prisioneros fueron nuevamente, más que devueltos, arrojados a la estepa. En tanto, los soldados del Rey formaban estrechas hileras, a la espera de su regreso, su ataque o sus noticias.
Poco después, fueron atacados por los miembros de una tribu. Y eran tan imprudentes -o tan grande era su miedo-, que hicieron prisioneros en gran cantidad, y su dispersa retirada fue cortada con más facilidad que en ocasiones anteriores. Fueron azotados, hasta confesar que la historia oída les causaba tan gran espanto, que preferían morir a manos de Gudú que enfrentarse a la Reina Urdska: puesto que un hombre de la estepa había osado revelar tales cosas, para ninguno de ellos habría ya piedad, fueran o no fueran responsables, por parte de la Reina.
Así estaban las cosas cuando, al día siguiente, una nube de polvo avisó a los soldados de Gudú del avance de caballería enemiga: pero ahora no venían en son de guerra, sino que, llegados tan cerca que podía distinguirse sus rostros, permanecieron quietos en apretada fila, las lanzas bajas. Hasta que, al fin, Gudú ordenó fueran enviados dos de sus hombres en son de paz y en demanda de noticias.
Regresaron a poco, portando la lanza del Gran jefe Largklai, de cuya empuñadura colgaba una espesa y negra cabellera trenzada. Según explicaron, perteneció a un temible adversario del interior llamado Rojklo, hermano menor de Urdska. Desde que le dieron muerte, la Reina había jurado destrozar a su asesino, y a partir de ese momento, el tal jefe y su tribu se veían condenados a vagar sin tregua de un lugar a otro, sin que les fuera posible permanecer un solo día en el mismo sitio. Así, vivían en continuo galope y desazón, comidos de odio y de terror. Por todo lo cual -dijeron-, habían decidido o morir peleando contra el Rey de Olar, o unirse a él contra Urdska.