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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (69 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Arandisca, Señor.

—Feo es el nombre -dijo Gudú-. Bueno, te llamaré Lontananza, como otra muchacha tan bonita como tú, de quien guardo buen recuerdo. Espero que sepas cumplir tu cometido igual que ella.

Dicho lo cual, mandó instalarla en su cámara, y desde aquel día le acompañó.

La muchacha embellecía día tras día, y el Rey dijo:

—Dentro de un mes, a lo sumo, desaparecerán los callos de tus manos y pies: de suerte que ningún detalle te faltará.

—Gracias, Señor -dijo la nueva Lontananza-. Pero quisiera saber algo de mi madre y hermana, a quienes prometisteis ayudar si yo os obedecía.

—¿Eso dije? Bien, en todo caso, me parece justo. Dime dónde habitan, y allí enviaré a mi gente a cumplir mi promesa.

—Oh, Señor -dijo Lontananza, con voz titubeante-, en verdad que somos la familia de uno de aquellos herreros que aquí trajisteis. Y desde entonces, mi madre y hermana rondan este lugar con la esperanza de verme, aunque ya les envié recado y algún alimento a través de las mujeres.

—Pues bien -dijo el Rey-, hazles saber que no deben ocultarse, y es más, si tu madre puede llevar esta vida, le permito reunirse con tu padre. En cuanto a tu hermana, también puede ingresar en las dependencias de las mujeres, y no dudo que hallará pronto algún árbol en que ahorcarse a gusto.

—¿Qué queréis decir, Señor?

—No lo tomes a pies juntillas -dijo Gudú-. Me refiero a que hallará buena acogida entre los soldados, y aun podrá elegir entre los más generosos, pues andamos escasos de criaturas tan jóvenes y agradables como vosotras. Habrás observado que la mayoría de las mujeres son madres, y no demasiado tiernas. Y si bien a falta de pan buenas son tortas, no vendría mal reforzar esas dependencias con nuevos elementos de mejor calidad.

—Así se lo diré, Señor -dijo Lontananza. Y besó con veneración la mano de aquel que, en épocas aún no muy lejanas, odiaba y tildaba de bestia entre las bestias.

Con esto, la noticia cundió por los alrededores. Y si bien algunas madres guardaron a sus hijas con temor, otras, por contra, simulando ir en busca de hierbas junto al río, acercábanlas a las proximidades de la Muralla Negra. Y otras jovencitas, por propia voluntad, hasta allí se llegaron: de suerte que, a medida que el buen tiempo avanzaba, y las hierbas y plantas, y todas las flores del campo, asomaban sus cabezas en el bosque y las colinas, y descendían en tapices azules, rojos y violetas, blancos y dorados, hasta el río, así las muchachas en edad y hechuras diferentes fueron acercándose y aun entrando, y aun permaneciendo allí con buen ánimo. Dispuestas a no abandonarlo, mientras tuvieran ocasión de ello.

Así, Lontananza fue acompañada por otra muchacha, llamada Iliona, y, algún tiempo más tarde, por otra, de nombre Cinzia. Y las tres fueron instaladas en la cámara del Rey, y aunque disputaban a menudo y reñían por cualquier cosa, lo cierto es que buen cuidado tenían de que estas cosas no llegaran al Rey; pues, en el fondo, sentíanse a gusto las tres juntas -ya que la sola compañía del Rey no era, en suma, en extremo amena, salvo en los momentos de amor-. Y ficticiamente, sentíanse como princesas -cosa que nunca habían soñado antes-, contábanse cuentos y tejían juntas bellas telas, y aunque de tarde en tarde las soliviantaba algún mal aire que encendía celos o mal humor, y se pinchaban los dedos con las agujas de tejer, o se tiraban de las trenzas, lo cierto es que no se sentían dispuestas a cambiar su puesto por el de antaño, ni a privarse de su mutua compañía. Y como entre los soldados también cundió la posibilidad de llegar a entablar amistad con las recién llegadas, verdad es que no sólo el bienestar y la aparente alegría reinaban en la Corte Negra, sino que sus gentes aumentaban de forma sorprendente.

—Estos soldados jóvenes -pensaba Gudú- algún día serán viejos, y estos cachorros de soldado, algún día hombres. Es por ello que no debe parar la anexión de nuevos cachorros-soldados, ni debe descuidarse tal adiestramiento. Si las cosas marchan como espero, mi ejército no tendrá rival, ni en estas tierras ni en parte alguna del mundo.

Y estos proyectos, junto al deseo de cruzar el Gran Río hacia las Estepas, enardecían sus sueños y espoleaban su ambición. «Gudú, Gudú -se decía a sí mismo las noches en que bebía junto a sus soldados-, tu nombre y tu Reino se extenderán a través de la tierra y el agua, a través de los siglos y los hombres.»

Con el buen tiempo menudearon justas y entrenamientos entre soldados y cachorros. Y en verdad que ni Gudú ni todos los que componían la Corte Negra tenían ocasión de aburrirse. Poco a poco, el Rey olvidó a su hermano Predilecto, y de día en día sentíase más seguro de sí, más libre y, en suma, el más poderoso e indestructible de los hombres. Y con ello, llegó a la conclusión -si bien no pensada, sino acarreada por el transcurso de las horas y de los días- que no existía mejor protector de un hombre, ni de un Rey, que ese mismo hombre o ese mismo Rey.

2

No obstante, no todos gozaban de la misma sensación de bienestar en aquella especial y nunca vista u oída Corte.

Durante los primeros días de su creación, cuando todavía sólo era un solitario y sombrío Torreón amurallado y aún no se habían terminado de levantar murallas y dependencias, Gudú estimó que había pocos muchachos útiles para el adiestramiento. Ciertamente, la mayoría eran aún muy pequeños, y el más nutrido grupo lo formaban aquellos que, famélicos y vagabundos, se unieron a ellos a través de un camino que aparecía sembrado de ruinas y destrucción. Un día, Gudú ordenó a sus hombres que fueran en busca de muchachos en edades comprendidas entre los ocho y los doce años, y que con ellos los trajeran. «Por fuerza o por gusto, pero -añadió- mejor por lo último: pues si con gusto llegan, con más gusto se quedarán y con mejor voluntad aprenderán.»

Sus hombres fueron trayéndole grupos de chiquillos más o menos atemorizados, más o menos entusiasmados. Y como juzgó que estos últimos eran los más aptos y los que mejor resultado daban, se dijo que la admiración era un buen camino para enardecer las mentes infantiles; así, envió a sus hombres enarbolar la bien aprendida relación de sus hazañas y honradez, de forma que calentaran los cascos de toda la chiquillería en buen estado con que tropezaran. Este sistema dio mejor resultado que los anteriores, hasta el punto de que, como más tarde hicieron las doncellas o mujeres de cierto buen aspecto, los chiquillos afluyeron y rondaron las murallas del Castillo Negro, hasta conseguir ser admitidos en él. Y esto Gudú tampoco lo ignoraba: un señuelo tan grande como la admiración y ambición de llegar a ser un gran y bien pertrechado soldado, amén del pan, la carne y unas ropas que sustituyeran los harapos, no eran el menor aliciente para ellos.

Cierto día le había advertido Randal que, según había comprobado en sus campañas con Volodioso, el Sur estaba poblado de niños hambrientos. Volodioso había explorado sus tierras, sin dejar resquicio, y entre ellos había atisbado los más fieros rostros, la más aguda inteligencia y los más valientes gestos. «Pues id al Sur -dijo Gudú-. Y acarread de entre ellos cuantos tengáis a bien.»

Envió Randal un grupo hasta las tierras de Predilecto, y allí recolectó cuantos muchachos apreciaron útiles. Y el Castillo del hermano del Rey fue -como todo lo demás- víctima de aquella búsqueda y captura. Es así como los muchachos que en un tiempo se refugiaron allí con Amer, volverían a ser conducidos al Norte.

Un año había transcurrido desde entonces, y los muchachitos que entonces contaban diez años, contaban ahora once, y los que contaban ocho, nueve. Y el que a todos ellos mandaba y conducía -y en quien todos mantenían la esperanza de que Predilecto cumpliera sus promesas-, el llamado Lisio, era ya un adolescente de oscura y fiera mirada y altivo porte.

—No os abandonaré -dijo a los demás muchachos.

Y aunque su edad rebasaba la que los soldados requerían, ofrecióse a ellos voluntario. Y como su aire y sus palabras agradaron a los soldados, lo admitieron y llevaron con ellos. Así, cuando lo presentaron al Rey, éste observó detenidamente su aspecto, y juzgando que aunque menos corpulento que él, no debían ser muy lejanas entre sí las fechas de nacimiento, díjole:

—A lo que juzgo, has pasado la edad requerida, pero si lo deseas, serás probado por Yahek. Y si en menos tiempo que los otros logras aprender más, te quedarás con nosotros y, a la vez, serás el jefe de los Cachorros (aunque, por supuesto, a las órdenes de Yahek, vuestro maestro). Pero si no cumples lo que de ti se espera, te arrojaremos fuera del Castillo, y bueno será para ti no volver a él.

—Así será -dijo Lisio, mirándole a los ojos sin temor; cosa que en verdad admiró y desagradó a partes iguales al Rey-. ¿Qué plazo me dais para ello?

—Treinta días -dijo Gudú, acortando mentalmente el tiempo que ya había previsto-. Y ten presente que jamás contradigo cuanto he dicho.

Pero aunque secretamente -y sin poder explicarse la razón Gudú deseaba que el muchacho fracasara en su empeño, lo cierto es que, aun antes del plazo establecido, Yahek manifestó -con orgullo que molestó a Gudú, por no entenderlo- que su nuevo y especial discípulo se hallaba en condiciones, no de superar al mejor y más valiente de los Cachorros, sino a los más bravos soldados adultos.

—En tal caso -dijo Gudú-, mañana se celebrarán unas justas que tengan como oponentes uno contra cuatro. Esto es, que si Lisio ha de ser el jefe de los Cachorros, de cuatro en cuatro ha de saber vencerlos. Elige, pues, los mejores entre esos cuatro, y dispón todo para que, cuando raye el alba, tenga lugar el encuentro.

Así lo hizo Yahek, y como entre los Cachorros estaba vedado el duelo a muerte, eligió los cuatro más prometedores. Pasó el resto de la noche entrenando a Lisio, hacia el que había cobrado un gran afecto, como si de algo propio se tratara.

—Hijo -le dijo al fin, cuando juntos reposaban, próximo a rayar el alba-. Déjame llamarte así, puesto que mi propio hijo, aún muy niño para ser adiestrado, quisiera que fuera tan fuerte y bravo como tú eres: ten por seguro que si a ti te vencen y te arrojan de este lugar, yo contigo iré.

—No -dijo Lisio, mirándole de forma que Yahek no entendió-, no me vencerán; porque mi fuerza brota de un lugar más oscuro y violento que mi cuerpo. Y si me vencieran, queda tú con quien es de tu raza, pues conmigo no hallarías reposo sobre la tierra. No soy tu hijo, ni lo podré ser jamás.

—Tus palabras me atemorizan -dijo Yahek-. Y si no ser mi hijo, ten por seguro que por ti velaré, mientras me sea posible, como padre.

Apenas en el Patio de las justas se había levantado el sol, se inició el reto entre Lisio y los cuatro cachorros seleccionados por Yahek. La lucha fue muy dura para Lisio, pero en el primer encuentro venció a todos ellos.

El Rey quedó tan maravillado de Lisio, que al punto olvidó su antipatía hacia él. Y como inclinado más a la lógica de los hechos, que a las vagas premoniciones sin verdadero fundamento, al punto le nombró jefe de Todos los Cachorros, y le entregó de su propia mano una espada recién forjada, en la que podía leerse su nombre y esta enseña: «Quien sirve al Rey Gudú se sirve a sí mismo, a través del tiempo y del mundo». Era larga la frase, pero también lo era la espada, la más larga y pesada que en manos de cachorro se había prestado en la Corte Negra.

Aquella noche, Lisio reunió secretamente al grupo de jóvenes del Sur, y les dijo: «Juro por esta espada que vengaré a mi padre y a todos los de nuestra raza, y juro también que aquel de vosotros que reniegue de nuestra consigna, será el más castigado». Los muchachos juraron a su vez. Pero Lisio no se apercibió de la duda que había nacido en todos ellos. Y en breve podría comprobar cuán frágil es la humana naturaleza, cuán frágiles los humanos juramentos y cuán indefensa una espada de niño -aun con tan larga frase como larga hoja-, en soledad contra el egoísmo y la ceguera que cubre la tierra.

Pues no habían transcurrido muchos meses -apenas el sol había derretido hasta la última nieve-, Lisio, que bien conocía la tierra donde pisaba, comprendió que el buen tiempo, tan esperado, había llegado. Sabía que el invierno era el peor enemigo de los fugitivos, y la muralla donde se estrellan los más valientes o míseros luchadores. Más de una vez su abuelo le había dicho que el sol del verano era la más preciosa riqueza de los pobres. «El tiempo cálido fortalece el cuerpo y el espíritu -le decía-, y sólo en el verano se atreven los pobres a levantar su cabeza contra el poderoso. Porque en el invierno el hambre es más afilada, la carne aterida tiembla, los ojos se cubren de hielo y de sed. Y si en el invierno los poderosos tienen techos abrigados y leña en abundancia, las raciones se acortan para el pobre, la paja se seca y muere en sus techumbres, y la leña nunca basta a calentar los ateridos cuerpos. Nunca emprendas nada, Lisio, en invierno. Sólo mis palabras pueden defenderte, bajo el sol, de la injusticia y la crueldad humanas: de suerte que lleva mis palabras a tus hijos y éstos hasta los suyos, hasta el día en que los oídos escuchen y los ojos vean, y las conciencias despierten.» Y Lisio, tal como lo prometió, no lo había olvidado.

Pero muy grande fue su amargura, su decepción y su ira cuando llegó el día que mentalmente juzgó el señalado y, reuniendo a sus viejos amigos, les dijo que al alba partirían, armados hasta los dientes y con los zurrones repletos de víveres.

—¿Adónde iremos? -dijo el mayor de sus amigos, con desconfianza.

—En busca de nuestros hermanos: hacia las minas del antiguo País de los Desfiladeros. Y en busca de todos los Desdichados que en la tierra moran y a nosotros se unan: y os juro que mi ejército será más numeroso y más fuerte que el del Rey, porque la desesperación es arma que ni Gudú ni sus secuaces conocen.

Pero sus antiguos amigos bajaron la cabeza y nada respondían. Hasta que, al fin, uno a uno, fueron apartándose de él, y sólo halló, a través del cristalino velo de sus iracundas lágrimas, a Iro, su perrillo, que le miraba tiernamente fiel, con todo el sol de la tierra -según le parecía- encerrado en sus redondos y ya cansinos ojos de ciruela.

Con toda aquella amargura, partió solo aquel amanecer, y solo salió al campo y solo se internó en los bosques que tan bien conocía; acompañado, únicamente, del tenue jadeo de Iro, que hollaba tras él las jaras, los helechos y las primeras luces que el verano recién nacido despertaba en la oscura enramada.

Cuando Yahek, consternado, tuvo noticia de su desaparición, en vano lo buscó por todas partes. Entonces, con el corazón atravesado de dolor, siguió los pasos de la Bruja. Y ella le dijo que había escondido a su niño en el hueco del tronco de un roble: porque los robles son criaturas que sobreviven tiempo y tiempo a los humanos. Y la Bruja, que tanto rencor guardaba hacia Yahek, dijo que las alimañas lo habían descubierto y devorado. Ella sola había podido enterrar sus huesos bajo una piedra.

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