Authors: Ana María Matute
Las costumbres de la Princesa eran realmente imprevisibles. Aceptó encantada las estancias que para ella se habían habilitado sobre el jardín, en el Ala Sur -donde anteriormente tuviera su cámara Ardid-. Pero, poco a poco, estas estancias se habían transformado de tal manera, que nadie hubiera podido reconocerlas. Pues si bien los muebles y enseres eran los mismos, no su posición, de forma que todo parecía igual y totalmente distinto. En su cámara, colocó el lecho en el centro de la habitación, y en la ventana que daba hacia los árboles del que fuera jardín de Ardid en su época de joven Reina, el surtidor del pequeño estanque volvió a alzarse, más pujante y hermoso que antes; y, en tanto avanzaba raramente la primavera, las flores se abrían todos los días, en especies nuevas y colores antes nunca vistos: y trepaban por los húmedos muros de piedra, hasta la ventana de la Princesa. Por sobre el musgo y la desidia de antaño, ahora crecían las enredaderas, y el jazmín se hermanaba extrañamente con la miosotis, y juntos brotaban de un mismo tallo. Y nadie había conocido jamás en aquella tierra flores semejantes. La rosa escarlata platicaba, al parecer, con el viento y el agua, y se mudaba de tallo y se escondía entre los humildes brotes de la campanilla silvestre. Y así todo era allí insensato, ligero, hermoso y trastocado.
Y no era sólo esto, sino que aún vino a sorprender mucho más un hecho. Cierto día, con sumo cuidado, del carro de los cofres que pertenecían al ajuar personal de la Princesa -y que parecían variar de tamaño a su capricho-, se extrajo, entre gran alboroto de órdenes contradictorias -dadas por todos a la vez, pues la Princesa tenía un muy especial sentido del protocolo-, un arbusto de grandes raíces. Y entre todos -la Princesa, el Príncipe Once y aquella bandada de muchachos y muchachas que a veces parecían diez, a veces veinte, a veces sólo tres- lo plantaron bajo las ventanas de Tontina. Una vez estuvo plantado, tomáronse todos de las manos y, dando vertiginosas vueltas en torno -de forma que Ardid, que todo lo veía y espiaba entre tapices desde sus ventanas, se alarmó pensando que acabarían disparados y maltrechos-, entonaron una canción -según juzgó Ardid- estúpida y sin sentido alguno. Pero al mismo tiempo -se dijo-, aquellas voces, que no habían sido educadas en el canto, a menudo desentonadas y poco organizadas, formaban todas juntas un misterioso coro que llegaba al corazón. Oyéndolos, Ardid evocó ciertas cañas horadadas que su hermano pequeño, el de los rizos rubios, había hincado en la playa, allá donde soplaban los vientos del Sur; y cuando esto ocurría, producían un discorde concierto que entonces -y ahora, recordándolo- alegraba su corazón de niña solitaria. Una dulce y muy leve tristeza la invadió, como olvidado perfume. Pero poco después mayor sería la sorpresa que le produjo comprobar que aquel arbusto iba creciendo, no sabía cómo, ya que no lo perdía de vista día a día, y no se apercibía de que aumentara de tamaño. Sin embargo, allí estaba convertido en árbol, en el centro del corro y de las voces, esplendoroso y magnífico, enteramente cubierto de hojas y de flores. Y recordaba el anuncio del sol en su despertar sobre la tierra. Ardid pensó que jamás vio hojas como aquellas, tan suavemente mecidas, que más parecían oro que rubí -no hallaba otra comparación, aunque no le satisfacía, por imperfecta-, y que lucían por sí mismas, como los ojos de Tontina -y, ahora se daba cuenta, como los ojos de todos aquellos muchachos-; sin que ningún otro sol, ni fuego, ni resplandor alguno precisase para ello, puesto que en ellos estaba la luz, el día, la luna y todo fulgor posible. Y se dijo, pensativa: «Si la música pudiera verse, sería como este árbol». Luego, les vio deshacer el corro, y Tontina, como si se tratase de una chiquilla campesina, se descalzó y trepó por él, y desapareció en sus ramas. Y como ella hicieron el Príncipe Once y algunos muchachos y muchachas. Y también algunas palomas les miraban, y otras les seguían, y dos perdices levantaron la cabeza hacia ellos, y cinco cachorros de lebrel ladraron. Y todos se perseguían en torno al tronco ancho y denso, grácil y transparente a la vez, de aquel árbol. Vio cómo arrancaban hojas de él y leían algo en ellas; y con gran desconcierto, los vio discutir entre sí. La Princesa misma discutía; y no por ser ella le daban fácilmente la razón, como estaba mandado y debía suceder, según entendía Ardid. Consternada, vio cómo la Princesa se enfadaba, y en lugar de imponer su mandato, como hubiera debido ser -si no estuviera allí el mundo trastornándose de forma tan increíble-, se hacía a un lado y se quedaba sola, mohína y como llorosa. Luego, vino un muchachito, la besó en la mejilla y dijo: «No os enfadéis, Princesa, que nos falta uno para el juego y sin vos no podremos jugar». Ella, mirando con el rabillo del ojo a los que muy raramente y sin aparente lógica jugueteaban bajo el árbol, dijo: «Una condición». «¿Qué condición?», preguntaron los otros. «Dadme la piedra verde que encontró Tulipa en el camino.»
«Ah no», dijo la llamada Tulipa con aire ofendido: «Ésa no». Y Ardid, sin salir de su estupor, les vio discutir, hasta que Tontina buscó en lo profundo de su bolsillo e hicieron extraños y totalmente insensatos intercambios: bolas de colores, piedras, huesecillos... Súbitamente, lo olvidaron todo, porque un muchacho avisó que había peces en el estanque; de suerte que todos corrieron a asomarse a aquellas aguas. Luego de charlotear y meter las manos en ellas, y mojarse los cabellos, pies y rostros, descubrieron el juego del surtidor, y empezaron a salpicarse unos a otros con grandes muestras de diversión y regocijo, hasta que sus mejillas se cubrieron de un tinte rosado, y sus frentes y sus rostros y cuellos brillaban de sudor; y tanto la Princesa como los demás, estaban despeinados, sofocados y, al parecer, muy divertidos. Al fin, sudorosos, descalzos, mojados y sonrosados, se tendieron en la hierba. En tanto, el Príncipe Once, sentado a horcajadas en una rama del árbol, les contemplaba con gran aplomo, balanceando ambas piernas en el aire.
Llegadas las cosas a este punto, la Reina no pudo resistir ni un segundo más la contemplación de tanta y tan incomprensible insensatez. Corrió la cortina, dejó de mirar, y llamó al Trasgo, pues recordó que, entre una y otra cosa, hacía muchísimos días que ni ella lo llamaba ni él se presentaba o la requería con sus menudos martillazos.
El Trasgo estaba, a su vez, asomado y sentado en el alféizar de la ventana. Con gran inquietud, Ardid constató que, aun teniéndole al lado, no le había visto. Dijo en tono quejoso:
—Trasgo, mucho te necesito, y no has sido bueno para estar cerca de mí todos estos días en que ando tan desazonada.
—¿Cómo puedes decir tal cosa, querida niña? -se sorprendió el Trasgo, con evidentes muestras de sentirse dolido-. No me he separado de ti ni un minuto, aunque oculto entre los pliegues de tu vestido. Y me parece raro que tanto haya flaqueado tu memoria, si tienes presente que tantas y tan sabrosas charlas hemos mantenido respecto a estas cosas.
La Reina quedó muy asombrada -parecía que éste iba siendo ya su estado de ánimo natural- y, prudentemente, calló el hecho de que no había reparado en él, ni tan sólo oído su voz. Así pues, le dijo:
—No te extrañe este olvido, porque me veo tan atareada y atribulada, de susto en susto, de sorpresa en sorpresa, que no me reconozco.
—Ya te dije -repitió el Trasgo, como si lo hubiera dicho en más de una ocasión, cosa que ella no recordaba- que no debes tener motivo de asombro, puesto que todo ocurre tal y como debe suceder. No es posible que nada de esto suceda de otra manera...
—Te ruego que hables en mi lengua -interrumpió Ardid con aire desfallecido-. Y ahora, acompáñame a la cámara de la Princesa, para ver si allí encuentro algo que me pueda esclarecer alguna de mis confusiones.
Y sin aguardar su respuesta -aunque sin duda la hubo-, la Reina entró en la cámara de la Princesa Tontina.
Una vez allí, abandonándose a su auténtica naturaleza, que no se detenía en escrúpulos de tal especie -¿cómo, si no, hubiera sobrevivido y llegado hasta allí?-, dedicóse a abrir todos los cajones y cofres que se le ofrecían a mano. Y quedó aún más desconcertada cuando vio lo que contenían: tanto los cofres y arquetas de vieja y tallada madera que Tontina había instalado en aquel aposento como el grande y pesado armario que con ella trajo, aparecían repletos de objetos tan absurdos y extraños para su entendimiento, que al fin sentóse, cansada, en un pequeño escabel, diciendo:
—Ya ves, querido Trasgo, qué es lo que guarda la Princesa en los lugares donde debían estar su ajuar, sus joyas y, en fin, hasta sus afeites, que en más de una ocasión las damas han querido desentrañar cómo consigue esa piel tan tersa y suave, blanca y dorada al mismo tiempo; y ese brillo en los cabellos y los dientes e, incluso, las uñas; y esa finura en el talle y gracia en el andar...
Aquí Ardid se detuvo, pues comprendió que al menos estas dos últimas cosas no eran producto de afeite alguno. Y mostró aquella gran cantidad de muñecos de toda especie y calidad y forma hallados en los cajones: pues los unos iban vestidos de colores como saltimbanquis y buhoneros, y los otros regiamente ataviados, como pequeños príncipes y princesas, y unos tenían la forma y el rostro del Trasgo o cualquier otro gnomo o criatura no humana. Y los había de madera, tan oscura que sus caras y manos parecían de piel negra; otros estaban hechos de asta de reno, y tan blancos como la propia Tontina o su primo Once. Había también algunos con graciosas figuras de animales, aunque de especie vaga y no conocida por ella. Y tenía también la Princesa, fabricado en madera de grande y fresco perfume, un pequeño castillo de almenadas torres y puntiagudas cúpulas doradas, con diminutas ventanas, y rodeado de un foso de aguas cristalinas; y una fuente, que no dejaba de manar entre la diminuta arboleda de un parque minúsculo. Este último lo había hallado debajo del principesco lecho, cosa que la dejó sumida en gran meditación.
Por contra, vestidos, zapatos y guantes hallábanse en gran desorden arrebujados en el fondo de los cofres, y maravilla parecía que, cuando ella los vestía, tan estirados, pulcros, graciosos y aseados se mostraban, con sus variados colores y armoniosos pliegues. Y lo mismo podía decirse de sus zapatos y diademas. Aunque esparcidos por doquier había profusión de anillos, collares y brazaletes, así como pendientes, Ardid advirtió que jamás los lucía, excepto la sencilla corona que, como Princesa ideal llevaba, siempre puesta. «Al menos -se dijo Ardid con un profundo suspiro ésa no parece podérsela quitar... aunque quizá no duerma con ella.»
Y cuando abrió, con íntima excitación, los innumerables tarros y cofrecillos que suponía repletos de maravillosos ungüentos, afeites y perfumes, grande fue su asombro al comprobar que estaban llenos, tan sólo, de cosas tan raras y peregrinas como arena, bien que fina y dorada, piedrecillas pulidas por el río de encantadores tonos e irisaciones, mariposas doradas que, milagrosamente vivas, huyeron volando, y dulces pegajosos que le mancharon los dedos. En el fondo de los cajones también había migajas de pastel y manzanas mordidas; pero no aparecían enmohecidas ni putrefactas, sino que todas tenían el suave aroma y la frescura de las que han sido recién mordisqueadas por limpios dientes de niño. Con lo cual vino a decirse, muy perpleja, que ése era el perfume que tanto intrigaba en la Princesa: un perfume donde se combinaban -y de muy curiosa, agradable y dulce manera- el aroma de las manzanas, el de los pastelillos recién hechos y el de los tallos recién cortados; así como un remoto -y de pronto añorado- aroma a brisa marina, a sal, a rocas y a luz: pues así era el aroma -lo recordaba, súbitamente- del mundo entero cuando ella lo contemplaba por el agujerito de cierta piedra azul que, hacía tiempo, había regalado a Predilecto. Y notando que todas estas cosas arañaban de una forma muy inquietante su corazón, cerró bruscamente cajones y cofres, y quedó muy pensativa.
—Querida niña -dijo el Trasgo-, no te tortures en buscar tu razón en las cosas que viven de espaldas a tu razón. Procura, en cambio, calmar los pensamientos y envolver de paciencia la vida y el ánimo. Atiende a la Princesa cuando te llama madre, y no manches con tu curiosidad de adulta sus cajones, ni abras el cofre de su valioso tesoro íntimo y privado: pues ten por seguro que a esto ni puedo ni quiero ayudarte.
Entonces reparó Ardid en un cofrecillo de madera más pequeño, que había olvidado abrir por lo pequeño y modesto que le pareció.
—¿Ése es el tesoro verdadero, íntimo y precioso de Tontina? -dijo, recuperando su audacia. Y sin atender al Trasgo, intentó abrirlo; pero ni con las uñas, ni con el diminuto puñalito que siempre ocultaba en su manga derecha lo logró.
Muy desolada e inquieta, regresó a su cámara, sin oír ni ver el suave reproche del Trasgo, que le decía:
—Ardid, Ardid, hay muchas cosas que, al parecer, morirás sin comprender. En verdad que los humanos sois una rara especie, y no pasa día sin que me deis motivo de admiración y asombro.
3
Algunos días más tarde, impaciente la Reina por la ausencia de Gudú, envió el último de los emisarios a los Desfiladeros. Y se decía: «Cuando Gudú vuelva, y se case con esta criatura, las cosas tomarán un cariz más sensato, y este viento de locura e insensatez que a todos nos trastorna desde que ella y su séquito llegaron, desaparecerá por donde vino».
Aquella tarde, antes de retirarse a descansar, llamó a la Princesa Tontina, y una vez a solas, con mucha dulzura -toda la dulzura de que era capaz, y a fe que bien sabía aparentarla si le convenía- la hizo sentar en el mismo escabel donde siempre se sentara Gudú para hablar con ella. Y mirando los transparentes ojos de Tontina, dijo:
—Querida niña... -y comprobó que la llamaba como a ella la llamaban el Trasgo y su anciano Maestro: y esto le produjo una emoción remota y muy cálida, de suerte que rectificó rápidamente-, querida Princesa, quisiera preguntarte qué es lo que hacéis en ese árbol plantado en mitad de lo que fue antaño mi jardín.
—Es muy sencillo -dijo Tontina, con evidentes muestras de hallarse pensando en otras cosas. Disimuló finamente un bostezo, pues la habían arrancado del sueño, y añadió-: es el Árbol de los Juegos.
—¿Y qué clase de árbol es ése?
Ardid, intrigada, empezaba a temer que un viento de brujería invadía lentamente el Castillo. Y si bien ella menos que nadie podía reprochar tales cosas a la Princesa, si de ello se trataba, estaba decidida a cortarlo prestamente de raíz.
—Es muy sencillo -repitió Tontina, cuyos párpados se cerraban suavemente-. Es de la clase de los Árboles de los Juegos.