...O llevarás luto por mi (9 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Sabía que no iba a ser un público indulgente. Muchos de sus componentes le consideraban «un payaso que nada sabía del arte del toreo».

Momentos antes, mientras se ponía el traje de luces, su aire grave había impresionado a su mozo de estoques Paco Fernández. Para la mayoría de los espadas, el acto de vestirse para la corrida, ceremonia pública y ritual como los preparativos de una novia, era un momento sombrío y solemne. No así para El Cordobés. Éste solía pasar aquellos momentos hojeando una revista de actualidad, tocando la guitarra o bromeando con sus amigos. Hoy, en cambio, había permanecido silencioso y reservado, cavilando, al parecer, en la prueba que le esperaba. Antes de salir para la plaza, se había detenido a rezar largo rato ante su manchada y arrugada galería de imágenes. Después. a solas en la habitación en penumbra del Hotel, había encendido las tres velas colocadas allí por su mozo de estoques a primera hora de la tarde. Arderían sin que nadie las viera hasta su regreso.

Ahora avanzaban, aprensivamente silenciosos; el torero no apartaba la vista de los hilos de lluvia que bajaban por los cristales de las ventanas. Sabía que las autoridades tratarían quizá de suspender la corrida. Era ésta una decisión que estaba resuelto a evitar. Al subir al coche, les había dicho a sus dos banderilleros: «Torearemos con esquíes acuáticos, si es necesario. Pero Madrid tendrá lo que vino a buscar».

Sentado al lado de El Cordobés, Paco Ruiz comprendió el profundo sentimiento que se escondía detrás de estas palabras. Aquel mismo día, más temprano, El Cordobés le había hecho un juramento, uno de esos pomposos y lúgubres alardes que tanto abundan en el lenguaje de los toreros y que, a menudo, por la naturaleza de su arte, son de fácil cumplimiento:

—Paco —le había dicho a su banderillero—, esta tarde, o saldré a hombros por la puerta grande, o en camilla por la puerta de la enfermería.

El Chrysler negro se detuvo a doscientos metros de las puertas de Las Ventas, irremediablemente atascado por los millares de aficionados que no tenían localidad y que habían acudido a la plaza para tener la breve satisfacción de ver a El Cordobés entrando en el coso. Otros centenares de espectadores agitaban sus pañuelos en los balcones y las terrazas de las casas que rodean Las Ventas. A dos manzanas de allí, en un andamio de seis pisos de altura, un grupo de albañiles agitaba una bandera blanca, hecha con trozos de sábana, en dirección al torero. En ella se leía esta inscripción: «Peña El Cordobés». Cinco años antes, el joven atascado ahora en su Chrysler negro había trabajado de peón para esos hombres que se disponían ahora a enterarse de su triunfo por los gritos de la muchedumbre que llegarían a su andamio saltando sobre el borde de la plaza de Las Ventas.

Una vez dentro del coso, El Cordobés se apeó del coche y se abrió paso entre la vocinglera horda de fotógrafos hasta la puerta de la capilla de la plaza. Pero incluso este sagrado momento de soledad fue turbado por la turbamulta. Desesperado, El Cordobés se volvió a los fotógrafos:

—Déjenme un minuto solo —suplicó—. Después, podrán tomar todas las fotos que quieran.

Su banderillero, Paco Ruiz, cerró la puerta de la capilla tras de sí. Paco comprendía lo que pasaba por la mente de su risueño maestro en aquellos segundos de soledad. Paco sabía que, mientras El Cordobés murmuraba su rápida plegaria a la Virgen y el Señor, su mente de huérfano buscaba la imagen de una madre a la que apenas recordaba y de un padre al que nunca había conocido.

—Están en el cielo —le había dicho sencillamente un día a Paco—. Son los únicos que realmente velan por mí.

Era una conmovedora ilusión, referida a unos padres que, en la tierra, sólo habían podido ofrecerle hambre y sufrimientos.

A pocos metros de la capilla, Mariano de Quirós, el comisario de Policía que había de representar la autoridad del Gobierno español en el coso taurino, consultó preocupado su reloj. Delante de él, la lluvia seguía batiendo el ruedo con no menguada fuerza. Faltaban cinco minutos para las seis. Sólo una ceremonia empezaba con puntualidad en un país que hace un rito del retraso. No hacía falta recordarle cuál era a Mariano de Quirós. Sólo tenía cinco minutos para tomar la más sonada y acaso la más difícil decisión de su vida. Podía suspender la corrida, fastidiando a veinte millones de personas y exponiéndose a provocar una algarada en la plaza. O podía ordenar que siguiese la cosa adelante, con la responsabilidad moral de poner en gran peligro las vidas de tres hombres.

Quirós se dirigió a la puerta de la capilla. El Cordobés, extrañamente grave, acababa de salir de aquélla.

—Hombre —dijo el comisario de Policía—, ¿vas a torear en estas condiciones?

El Cordobés, con una seriedad casi incompatible con su despreocupado carácter, respondió al comisario de Policía:

—A eso he venido.

—Entonces —dijo Quirós—, si realmente quieres torear, tendrás que venir primero conmigo a inspeccionar la arena. Si empiezas —le advirtió—, te obligaré a torear hasta que haya muerto el último toro.

El Cordobés, sus dos compañeros de terna, Stuyck y Quirós entraron en el ruedo. Mientras caminaban sobre la arena, la multitud expectante se puso en pie, agitando paraguas, sombreros y mojados pañuelos blancos. A lo largo de las barreras, los que habían pagado una pequeña fortuna para sentarse bajo la lluvia lanzaban gritos de aliento. Desde los empinados graderíos de Las Ventas, el griterío bajaba al ruedo como una ronca y exigente ola de ruido, fundida en un solo grito insistente, pero cada vez más fuerte: «¡Los toros, los toros, los toros!»

En el centro de la plaza, los espadas y Quirós tenían que hablar a gritos para hacerse oír entre el rugido de la multitud. La arena estaba empapada y pesada; el ruedo, salpicado de charcos de cinco y siete centímetros de profundidad. Mientras los cuatro hombres hablaban, arreció la lluvia.

De nuevo aulló la multitud, pero ahora con un tono suplicante en su rugido. Quirós comprendió en aquel instante que su deber era suspender la corrida. «Sentí el peso de toda España sobre mis hombros —recordó más tarde—. No sólo de la multitud de la plaza. No sólo de Madrid, sino de toda España, de todos los que esperaban ante los televisores. Sabía que tenía que suspender la corrida. Pero había una expectación tremenda, una atmósfera terrible. Éramos prisioneros de la fama del torero».

De nuevo le preguntó Quirós a El Cordobés si quería torear. Detrás del espada, sus banderilleros murmuraron un suplicante «no». El Cordobés contempló la multitud. Y comprendió que no podía despedir a aquella masa vociferante sin torear.

—No me iré de aquí hasta haber matado mis toros —dijo.

Quirós se volvió a Stuvck. El empresario, que deseaba seguir adelante a pesar del mal tiempo, sintió un malestar en la boca del estómago. Sabía que la corrida tenía que suspenderse. Quirós le preguntó si, en el caso de que cesara la lluvia, podría echarse una nueva capa de arena en el ruedo. Stuyck le respondió nerviosamente que no había arena bastante para cubrir todo el ruedo.

—Entonces, llenen los charcos más grandes —dijo El Cordobés.

Gritando para hacerse oír entre el vocerío que bajaba de las gradas, Quirós meditó su decisión. Suspendería la corrida por media hora, para ver si, entretanto, dejaba de llover.

Durante estos treinta minutos, ni un solo espectador salió de Las Ventas. El Cordobés, para librarse de sus entusiastas admiradores, optó por refugiarse en un macabro escondrijo: la sala de operaciones del doctor Máximo de la Torre. Stuyck asomó la cabeza a la enfermería y vio al diestro riendo con sus banderilleros. Mientras le observaba, el nervioso empresario se dijo con envidia que, «probablemente, también él trata de disimular».

A las seis y cuarto amainó la lluvia y una frenética cuadrilla de mozos de la plaza empezaron a verter arena seca en el ruedo.

Diez minutos más tarde, mientras la multitud empezaba a canturrear impaciente, el ayudante de Quirós llamó a la puerta de la enfermería.

—El presidente invita a los toreros a inspeccionar el ruedo —anunció.

Y, una vez más, el pequeño grupo salió a la plaza. La muchedumbre volvió a levantarse, lanzando al propio tiempo un clamoroso aullido. Esta vez, las voces empapadas de lluvia tenían un tono irritado e insistente.

Paco Ruiz, que seguía a El Cordobés, pellizcó el codo de la chaqueta de seda del diestro, como un niño que quisiera llamar la atención de su madre.

—No se puede, Manolo, no se puede —suplicó, señalando el barro resbaladizo que pisaban.

—Paco —le respondió El Cordobés—, tú nunca has recolectado algodón. No te preocupes. Estoy acostumbrado a pisar barro como éste.

El Cordobés escuchó sin reír el griterío de la multitud. Sus sensibles oídos podían siempre distinguir la voz de «los que han venido a burlarse de ti, de los que no se darán por satisfechos si no ven tu sangre». Oyó sus voces, que se burlaban ahora, irritadas e insistentes: «¡Torea, fenómeno!» Sabía la furia que desataría si se negaba a torear. También él, como Quirós, era prisionero de su fama.

—Torearemos —dijo al ayudante del comisario de Policía.

Unos minutos más tarde, volvió el ayudante.

—El presidente —dijo— quiere que quede bien claro que, si sale el primer toro, proseguirá la corrida en cualesquiera condiciones. No habrá suspensión.

—Dígale al presidente —le respondió El Cordobés— que mataré mi último toro aunque tenga que hacerlo en barca.

Quirós, chorreando todavía agua su impermeable de plástico, subió las gradas en dirección al palco presidencial. Al verle, la multitud prorrumpió en un alarido de expectación.

El griterío retumbó bajo los arcos de cemento de la puerta de arrastre, donde se habían reunido los toreros para el paseíllo con que empezaría la corrida. Paco Ruiz arregló los pliegues de la suntuosa capa de paseo de su maestro, resplandeciente con la efigie de Jesús del Gran Poder. Paco sabía que, en estos últimos minutos, «la única expresión del rostro del espada era una sonrisa forzada, una “sonrisa de conejo”». Se llamaba así porque el hombre apretaba los nerviosos labios contra los dientes. Pero raras veces tenía El Cordobés esta sonrisa. Y Paco vio que tampoco la tenía ahora.

Ocupó su sitio en el cortejo. «Manolo iba en primera fila, entre Pedrés y Palmeño —recordó más tarde—. Seguían los banderilleros de Pedrés; después, los de Palmeño, y, por último, nosotros. Detrás nuestro, y por el mismo orden, iban los picadores».

Paco observó los hombros reposados y naturales de su maestro. Sintió «una extraordinaria impresión de tranquilidad». Sabía la sensación que le esperaba a Manuel Benítez. «De todas las plazas de España —pensó Paco—, no hay una como ésta». De las empinadas gradas bajaba rodando el aplauso de la multitud y, si éste era fuerte, convertía el paseíllo de la plaza de toros de Madrid en «el más impresionante desfile del mundo».

En lo alto, el comisario de Policía, Quirós, observó los cuatro pañuelos colocados en el interior del palco presidencial. Eran los útiles de su mandato: el blanco, para cambiar de tercio o conceder trofeo; el verde, para devolver un toro al corral; el rojo, para condenar a la res a banderillas negras; el azul, para honrar a una res con triunfal vuelta al ruedo en el arrastre. Quirós sacó el pañuelo blanco y lo suspendió de la mojada barandilla. Desde la meseta de toriles, el clarinero atendió la orden haciendo sonar el instrumento.

Al sacudir las primeras notas el húmedo aire, un gran alarido surgió de la multitud. Las retumbantes ondas sonoras rompieron el silencio bajo la puerta de arrastre. Paco Ruiz miró más allá del oscuro contorno del arco, hacia los lejanos graderíos. Todos los espectadores que alcanzaba a ver se habían puesto en pie y seguían gritando.

Delante de Paco, los tres espadas se irguieron ligeramente. Todos se santiguaron. Manuel Benítez se volvió al hombre que tenía al lado y pronunció en voz baja la última frase tradicional, la última invocación antes de la gran prueba:

—Que Dios reparta suerte.

Después, con paso lento y solemne, los tres hombres iniciaron su camino sobre la mojada y peligrosa arena.

Capítulo 2

Palma del Río (I)

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

L
loré por mi hermano Manolo el día en que nació y todavía sigo llorando por él. Recuerdo que entonces tenía yo ocho años. Era una tibia tarde de mayo, poco antes de la guerra. Yo jugaba sola, abajo, sobre el polvo y alrededor del árbol del patio. Sabía lo que pasaba arriba. Éramos ya cuatro hermanos: Encarna, Pepe, Carmela y yo. Oía los gritos de mi madre. Después, oí llorar al pequeño. Entonces, apoyé la cabeza en el tronco del árbol y empecé también a llorar. No lo quería. Era uno más a quien yo tendría que cuidar, porque era la mayor. Era otra boca que devoraría nuestra comida.

En mi casa no había entonces más que fatigas y hambre. El único regalo que me hicieron de niña fue más y más trabajo. Había que trabajar para tener algo que comer. Pero, a pesar de todo, a veces no había nada que llevarse a la boca. Sólo hambre y lágrimas.

No recuerdo gran cosa de aquellos tiempos, pero, si no me equivoco, yo era muy mala. Iba muy poco a la escuela. Algunas veces, al colegio de monjas próximo a la iglesia. Cuando hay que trabajar, no se dispone de tiempo para ir a la escuela.

No aprendimos a leer, ni a escribir, ni nada de eso. Allí no lo enseñaban. Aprendí un poco a coser. Y también a escribir mi nombre: Angelita Benítez. A veces, los domingos, nos daban un pedazo de pan con manteca, o con un poco de aceite. Por esto me gustaba la escuela de las monjas.

Recuerdo que una vez me dieron un par de alpargatas. Mis hermanas Encarna y Carmela, Pepe y yo, no habíamos llevado nunca alpargatas. Íbamos descalzos. En invierno, cuando llovía mucho, había barro en todas partes y nos llegaba hasta más arriba de los tobillos. Estaba muy frío, y entonces mi madre nos hacía meter los pies en agua calentada en el fogón para que recobrasen el calor. Cuando tuve ocho o nueve años, dejé de ir a la escuela de las monjas. A partir de entonces, no hice más que trabajar.

Nuestra casa estaba en la calle Ancha. En aquellos tiempos, la calle no estaba pavimentada, y por esto el barro nos cubría los tobillos en invierno. Todas las casas de la calle Ancha eran parecidas. La mayoría tenían una sola planta; algunas, dos. Todas estaban enjalbegadas. Había que estar continuamente blanqueándolas, con un cubo lleno de agua y cal. El cepillo estaba hecho con ramitas atadas a un palo. En la calle Ancha, era muy importante tener la casa bien blanca. Si no, la gente murmuraba.

Mi madre blanqueaba siempre la nuestra. Pero, como era pobre, lo hacía también para otros de la calle Ancha y de Palma. Mi madre era muy trabajadora. Cuando yo era pequeña, le llevaba a veces el cubo de la cal, cuando blanqueaba las casas de otros.

Las casas de la calle Ancha no tenían puerta. Sólo una cortina. Pero tenían patio, como aquel en que jugaba yo cuando nació Manolo. Todo era barro, sólo barro.

En una de las esquinas, había un naranjo del cual pendían unas cuantas hojas. Mientras viví en la calle Ancha, nunca vi una naranja en aquel árbol. Estaba justamente al lado del pozo. El pozo no era más que un agujero en el suelo, pero era una suerte que lo tuviéramos. En aquellos tiempos escaseaban mucho en Palma.

Las piedras del borde del pozo estaban cubiertas de musgo y eran muy resbaladizas. Teníamos un viejo cubo atado a una cuerda, y lo sumergíamos en el pozo para sacar agua. Pero no había que beber el agua de aquel pozo. Estaba sucia. Tan sucia que habría sido imposible ver a través de ella, si hubiésemos tenido un vaso donde ponerla. El agujero olía tan mal que me repugnaba bajar el cubo para sacar el agua. Se presumía que esta agua era sólo para lavar. En aquellos días, los vecinos de Palma tenían que comprar el agua para beber a un hombre que pasaba todas las mañanas con un carro tirado por un burro. Algunos lo hacen todavía. Entonces el agua costaba dos reales la jarra. Era mucho dinero para nosotros. A veces, cuando mi padre no trabajaba, no teníamos los dos reales y teníamos que beber agua del pozo.

Había cuatro familias en el patio. En un rincón, bajo un tejadillo, estaba el fogón donde todos cocinábamos. Era un trozo de piedra con dos agujeros, y se encendía leña debajo de él. Las familias se turnaban para utilizarlo.

Nosotros vivíamos arriba, en el segundo piso. Se subía por una escalera de mano. Teníamos una habitación, con una ventana que daba a la calle. Disponíamos de luz eléctrica, pero mi padre no la encendía nunca. Costaba demasiado dinero. Había una mesa, un armario y cuatro sillas. Mi madre había traído estos muebles como dote. Cubría la mesa con un mantel que ella misma había confeccionado. Tenía muchos colores, como los paños de Toledo. A mi madre le gustaba coser; podía hacer toda clase de labores, punto de París y cosas por el estilo. Creo que amaba aquel mantel como a nada en el mundo.

Mi madre y mi padre dormían en la cama. Carmela, la pequeña, durmió con ellos hasta que llegó Manolo, porque mi madre la estaba criando. Así se hacía entonces. Criaban a un hijo hasta que venía otro. Mi madre crió dos años a Manolo, hasta que, durante la guerra, se le cortó la leche.

Mi padre era un hombre muy serio. Tenía siempre un aire grave. Trabajaba todos los días que podía. Era un trabajador de primera.

Trabajaba en los campos, igual que todo el mundo. Recogía aceitunas en invierno. Después, ayudaba en el arado. En aquella época, no siempre se disponía de caballos suficientes, y a veces tenían los hombres que tirar del arado. Cuando no había trabajo en los campos, trataba de encontrarlo en las carreteras. En aquellos tiempos, la gente iba a diferentes sitios en busca de trabajo. Sobre todo, iban a la plaza, a la Bolsa de los trabajadores. El mayoral iba allí todos los días, temprano por la mañana, y contrataba a los hombres que necesitaba para el día, para dos o tres días, e incluso, a veces, por una semana. Entonces, los otros podían volverse a casa, si no preferían ir personalmente a las fincas en busca de trabajo.

Cuando un hombre era buen trabajador, trabajador de primera como mi padre, no tenía necesidad de ir a la Bolsa. El mayoral venía a nuestra casa. Solía venir cuando era aún de noche. A veces, yo le oía llegar y llamar a las puertas de la calle Ancha. Después oía que le decía a mi padre que saliera.

Cada vez era diferente. A veces, le ofrecían un día; otras, una semana, incluso un mes. Nunca discutían. Todo el mundo sabía cuál era el jornal. Por consiguiente, no hacía falta discutir. Uno se limitaba a ir, cuando le llamaban para trabajar.

Todos se marchaban con el mayoral. Éste iba generalmente montado a caballo, y todos los otros caminaban detrás de él. El trabajo empezaba siempre al amanecer y terminaba cuando se hacía de noche. Los hombres iban siempre a pie. En aquellos tiempos no tenían nada, ni siquiera una bicicleta. A veces, el campo estaba cerca. Otras veces, lejos, muy lejos.

Cobraban cuatro y, más tarde, cinco pesetas y media al día; siempre lo mismo. Mi padre trabajaba en todas las grandes fincas, en las de don Félix, en las de los Martínez; cuando no había otro trabajo, iba a fincas distantes veinticinco kilómetros de casa. Don Félix Moreno era el mayor terrateniente. Sin duda era el mayor de Palma, pero algunos decían que lo era de toda Andalucía. Don Félix era el hombre más rico que viéramos jamás.

Mi tía Angelita solía trabajar en su finca de Peñaflor, situada a diez kilómetros de aquí, cosiendo para la casa durante el verano. Yo, de pequeña, me asustaba siempre que oía pronunciar el nombre de don Félix. Hubiera sido capaz de matar a un hombre antes de darle una peseta de más. Ahora está muerto. No diré nada más. Es mejor no molestar a los muertos. Pero nosotros odiábamos a don Félix.

En aquellos tiempos, teníamos pocas fiestas. El domingo era un día como los demás; trabajábamos.

Cuando llegaba la temporada de la recolección de la aceituna, íbamos todos allá. Cada familia elegía su árbol, y empezaba la recogida. Mi padre y mi madre subían al árbol, y yo recogía las aceitunas que caían al suelo. Solía llenar casi una canasta al día, y mi padre estaba orgulloso de mí, porque, cuantas más aceitunas se recogían, más dinero se ganaba. Solíamos cantar para conservar el calor, pues hacía mucho frío. No puedo recordar lo que cantábamos. Sólo recuerdo que teníamos que cantar con todas nuestras fuerzas para no quedarnos helados.

En ocasiones, encendían una hoguera en el campo para que la gente se calentara, pero quien se acercaba a ella no recogía aceitunas. Mi padre me llamaba: «¡Angelita!», y yo tenía que volver a mi trabajo. Si mi padre me dirigía la palabra, era tan sólo para darme prisa; pues cuanto más fruto se recogía más dinero se ganaba.

Trabajábamos desde el amanecer hasta la noche, cuando ya nada podía verse. Todos dormíamos allí, a veces durante una semana o dos, sobre el heno, en un gran edificio de la finca. Cada familia tenía su rincón.

Por la mañana, comíamos migas, que cocíamos hasta que se hinchaban. Otras veces, tomábamos una copa de aguardiente para combatir el frío. Los ricos comían morcillas para el desayuno. Nosotros sólo teníamos pan, pero algo es algo.

Para almorzar, teníamos pan y manteca de cerdo. Nos sentábamos a comer debajo del árbol, y, cuando habíamos terminado, mi padre decía: «Vamos», y teníamos que volver a la recogida de aceitunas. Por la noche, comíamos garbanzos, cocido o sólo pan con manteca.

Así transcurría nuestra vida con las estaciones. En noviembre, recogíamos aceitunas verdes; en febrero, aceitunas negras. En primavera, sembrábamos y arábamos. En otoño, hacíamos las faenas de la recolección. Entre estas épocas, las pasábamos moradas. En la estación seca, no había trabajo; y, cuando no había trabajo, no había comida.

Entonces iba mi padre a trabajar de camarero en el café de Niño Vallés. Estaba éste en el centro de Palma y era el más concurrido por el público. Mi padre, cuando volvía a casa por la noche, se sacaba del bolsillo las propinas. Los parroquianos tenían simpatía a mi padre y, siempre que podían, le daban unos céntimos de propina. Mi madre también trabajaba. Era una mujer muy vigorosa. Lo hacía todo: enjalbegaba paredes, lavaba ropa y se traía labor de costura a casa. Las únicas veces que mi padre encendía la luz eléctrica eran las noches en que mi madre cosía.

Así iba la cosa. Mi padre trabajó todos los días de su vida, sin dejarse uno. Los domingos y días festivos, lo hacía en el café. Mi padre no era de esos que tocan la guitarra. Ya entonces, antes de la guerra, parecía un viejo; tan de firme trabajaba para mantenernos.

Estaba orgulloso de mí, porque era la mayor. Siempre me llamaba Angelita. Cuando era muy pequeña, solía jugar a casitas en el patio, con un cajoncito de madera. Más tarde, ponía a mi hermana Carmela en el cajón y la vigilaba mientras mi madre trabajaba. No teníamos juguetes. Sólo una comba para saltar. Era la cosa que más me gustaba, la única que había tenido. Recuerdo que una vez llegaron a nuestras manos unos papeles de colores. Nos hicimos unos disfraces y dijimos que éramos las señoras de la finca. Pero sólo de tarde en tarde, podíamos hacer cosas como ésta. Siempre había trabajo, siempre había algo que hacer.

En ocasiones, jugaba con las otras chicas en el patio de la calle Ancha. Trini y María han muerto ya. Ana Horillo vivía cerca de nosotros. Tenía niños de mi edad, y yo solía jugar con ellos. Su hijo Juan nació aproximadamente al mismo tiempo que mi hermano Manolo.

La abuela Angelita era la persona a quien yo más quería. Vivía en nuestro patio. Antaño había vivido cómodamente, porque mi abuelo tenía dos vacas suizas. Mi abuelo cojeaba, pero recorría todo Palma vendiendo su leche. Sin embargo, las vacas pillaron las fiebres, murieron, y mi abuelo se murió poco después. Mi abuela se quedó tan pobre como todos nosotros.

Yo era su predilecta, porque era la mayor. Cuando era pequeñina, todo era para mí. Todo lo de mi abuela era mío. Si ella tenía un pedazo de pan, yo tenía un pedazo de pan. Si ella tenía un pedazo de ropa, yo tenía un pedazo de ropa. Por algo era la mayor.

En aquellos tiempos, no había distracciones en Palma del Río. Estaba el cine, el Cine Jerez, pero no teníamos dinero para ir. De vez en cuando, venían artistas, cantaores y bailaores de flamenco. Que yo recuerde, sólo fuimos a verlos una vez, antes de nacer Manolo. Mi padre nos llevó a mi hermana Encarna y a mí. Los asientos costaban una peseta y nosotros no teníamos tanto dinero. Nos quedamos, pues, atrás, y mi padre nos subía alternativamente sobre sus hombros para que pudiéramos ver algo.

Durante el verano, montaban un cine en el paseo de Alfonso
XII
; lo llamaban Cine Coliseo de España. Alguna vez nos introducíamos por debajo de la lona. Pero no comprendíamos nada de lo que pasaba en la pantalla. Entonces sólo entendíamos nuestro trabajo y nuestra hambre.

En mi casa nunca se hablaba de toros. Mi padre no tenía mucha afición a la fiesta brava. Además, en Palma no había plaza de toros. En ocasiones, aparecían en las paredes carteles de las corridas de Écija o de Córdoba, pero únicamente los ricos iban a ellas. No conocíamos más toros que los que pastaban en los campos de don Félix.

El día más importante de Palma era la fiesta anual de su patrona, el 8 de setiembre. Todavía sigue siendo una fiesta sonada. Por la mañana, todo el pueblo iba a misa, y, por la tarde, se celebraba la procesión; Los hombres llevaban a hombros la imagen de la Virgen. Ésta iba cubierta de flores: geranios, margaritas e incluso lirios. Don Juan, el párroco, caminaba al frente de la procesión, acompañado de los monaguillos que balanceaban los incensarios. Todo el mundo llevaba cirios y cantaba el himno de la patrona. La procesión recorría toda Palma, y había mucha gente en los balcones y las ventanas. Se hacía así para bendecir al pueblo. En el centro de Palma, donde vivían los ricos, había la costumbre de colgar en los balcones una colcha bordada de flores y dibujos de la Virgen. Sólo se empleaban aquella tarde, para la procesión, y en las noches de boda de las hijas de la casa.

Naturalmente, nadie tenía en la calle Ancha colchas como aquéllas. Las paredes de la calle Ancha permanecían desnudas, a excepción de la nuestra. Todos los años, mi madre colgaba el paño de colores confeccionado por ella, aquel paño que parecía de Toledo. Era la única casa que lucía una colgadura parecida.

Pero esto era sólo una vez al año, el día de la patrona. El resto del tiempo sólo podíamos pensar en el trabajo. A veces, por la noche, cuando mi padre estaba en el campo y se nos había acabado el dinero, oía yo a mi madre pedir auxilio a la patrona. Pero nunca nos quejábamos. ¿A quién hubiéramos podido quejarnos? Cuando tuve nueve años, me había olvidado de reír. Era dura como la tierra de nuestra Andalucía.

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