Vino R. a decirme «Slitzweitz». De no haber aparecido, no habría sabido que era de noche. Siempre quiere que me ponga el pijama (se da la vuelta, ¡eso sí!), espera a que me haya acostado y me arropa como a un bebé. Cuando le da por ahí me cuenta un cuento, siempre historias bobaliconas, con ositos o princesas débiles salvadas por valerosos caballeros. Por supuesto, cuando se va me levanto otra vez. Pero es tan tonto que se cree que en cuanto pone el pestillo PAF: me duermo. Yo creo que R. no es muy listo. Tampoco es muy guapo. La cuestión es que no puede decirse que sea feo feo porque tiene una cara increíblemente simétrica, algo muy poco corriente. Y se nota más por sus grandes gafas de concha que se asientan perfectamente en su nariz. Cuando la gente que no es simétrica se cala las gafas, como papá o el doctor Lastiri, por ejemplo, siempre les quedan como ladeadas. En cambio R. es como si hubieran dibujado una mitad de su cara en una hoja de papel de calco, la hubieran doblado por la mitad y calcado los rasgos en el otro lado, incluso su pelo moreno que se encrespa tipo esponja. Sus ojos son muy pequeños, estilo clavo de olor, y la barbilla es un poco grande, pero gracias a esa simetría el conjunto no es excesivamente catastrófico. De vez en cuando, incluso pienso que tiene una sonrisa agradable, con sus dientes tan bien alineados. Lástima que la boca le huela tan mal, debe fumar como una chimenea. Claro que Stanislas también fuma (algo fatal para un deportista, pero vamos a dejarlo), aunque no tiene nada que ver. El olor de Stanislas es como un salón de té adonde vas a calentarte cuando hace mucho frío. R. simplemente apesta, aunque siempre vaya bien afeitado, lleve camisas perfectamente planchadas y corbatas con flores, como si acabara de salir de un trabajo muy serio (a veces habla de la «Compañía», pero no tengo ni idea de qué compañía se trata).
—¿Por qué no tiene hijos?
Se rascó la parte de arriba de la frente (aquel punto que recuerda un acantilado porque su pelo cae como en cascada), lo que significa: No tengo intención de responderte.
—Tampoco está tan mal. En serio. ¿Sigue sin tener novia? Seguro que gusta a las chicas… ¿No?
—No.
—Vamos a ver, ¿qué edad tiene?
—Muchas preguntas haces hoy. ¿Por qué no lo has preguntado antes si te interesaba tanto?
—Antes no me interesaba. Ahora sí.
—¿Es por culpa del cuaderno? ¿De lo que escribes ahí?
—¿Por qué responde a mis preguntas con preguntas? Eso es un coñazo.
La mano que rascaba su acantilado fue a meterse entre sus muslos.
—Tengo treinta y un años. Es decir, en octubre.
—¿Ah, sí? ¿Es Libra o Escorpión?
—¿Te gusta la astrología? Te creía más inteligente. Eso son sandeces.
Me ponía tan nerviosa que no respondiera lo que yo quería saber que pasé a la técnica del enfurruñamiento: cruzo los brazos, frunzo las cejas y echo los labios tan adelante como puedo, funcionaba requetebién con mamá. R. soltó un suspiro como mi globo que se deshincha.
—Escorpión, para tu información.
Pensé: «¡Me extraña!». Pero dije:
—Te diéws. ¿Y cuántos días faltan exactamente para su cumpleaños? ¿Podría hacerle un dibujo, escribir una poesía, algo así?
Abrió la boca pero volvió a cerrarla. Durante el segundo en que la mantuvo abierta, mi corazón pareció que iba a desengancharse como una vagoneta de una atracción de feria en una curva. Se levantó de la cama demasiado deprisa.
—Es tarde. Tengo que fregar los platos.
Cogió la bandeja de mi cena y se dispuso a salir.
—Pero ¿qué le importa? ¿Por qué no quiere que sepa el tiempo que llevo aquí? ¡Ya está bien, mierda! ¡Tengo derecho a saberlo!
Estaba de pie en la cama, metida en aquella cutrez de pijama de Winny el Osito como todas las cutreces que me obliga a ponerme. Además, ¡este pijama está desgarrado! Me entraron ganas de llorar, pero había llorado tanto antes que ya no me quedaban lágrimas, y ya había aprendido a transformarlas en salidas desagradables.
—¡Pues haga un hijo en vez de coger los que no son suyos! ¡De todos modos me están buscando! ¡No han dejado de buscarme! ¡No me creo nada de sus trolas! ¡Me buscan y algún día me encontrarán porque es imposible que no lo hagan y usted se pasará la vida en una asquerosa cárcel!
Se cerró el pestillo. Seguí gritando, pero no mucho tiempo. Luego me mordí un poco el puño, sin llegar muy a fondo, pues tengo que contar lo que pasó en la fiesta de Fabienne. Escribir en tu interior es lo único que me consuela. Antes de ti, la cabeza se me quedaba completamente negra, como si mi cerebro fuera un papel efecto roca que se hubiera arrugado muchísimo. Pero ahora todo va mejor.
Dónde lo había dejado.
Pues Nathan vino a sentarse a mi lado en el columpio. Cuando apoyó su trasero, el hielo se agrietó con un ruido de cristal y él rió. Llevaba su enorme parka de camuflaje y unos tejanos de skate. Le daba un aire de mayor, me refiero a más «adulto». Nathan y yo nos conocemos desde que éramos muy pequeños, pues somos vecinos, pero tiene casi dos años más que yo (como siempre está sobre el monopatín en lugar de estudiar, ha repetido curso. Aparte de eso, como chico es más bien pícaro, lo comento por lo que diré a continuación).
—¿No tienes frío? —me preguntó.
—No, es
cool.
—Salagna y Déchaud han metido aspirina en la Coca-Cola.
Todo el mundo sabe que aspirina + Coca-Cola = afrodisíaco. No sé si es cierto, porque Déchaud siempre es el que se lleva la palma con las trolas, pero aquello me inquietó un poco.
—Mierda —dije—. ¡Me he tomado cuatro vasos!
—Yo también… ¡Soy un perrito caliente! Guay, tu vestido.
Llevaba aquel de los años sesenta con grandes topos rojos, leotardos de lana negros y botas de india con flecos. Un conjunto de lo más resultón; tengo que confesar que me había estrujado los sesos delante del armario. Dije:
«Thanks»,y
hubo un momento de vacilación. Nos quedamos sentados en la oscuridad, sin hablar, observando el humo blanco que salía de nuestras bocas. Era curioso porque me sentía incómoda, un poco como con Stanislas. Lo que pasa es que Nathan y yo nos hemos visto desnudos montones de veces, pues no bañábamos juntos cuando éramos más pequeños, nos pegábamos cabezazos en la cama de mis padres peleándonos, quiero decir que era mi mejor colega. Pero pasaba algo distinto a lo normal, y eso me incomodaba. De pronto ya no salió humo de su boca y puso la mano encima de la mía. Aquello me molestaba pero tampoco conseguía moverme. Tenía la impresión de haberme convertido en una de las estatuas de la fuente de Fabienne y el corazón empezó a latirme muy deprisa, como si estuviera a punto de saltar del pecho estilo delfín en un aro. Me volví hacia Nathan. Estaba increíblemente inmóvil y miraba al frente, pero de repente se movió y puso su boca sobre la mía. No supe qué hacer, había oído contar historias de lengua, pero aquello ya me parecía demasiado repugnante. Afortunadamente no duró más de una milésima de segundo. Nos separamos sin atrevernos a mirarnos. Apartó la mano cuando vio a Sabrina salir de la noche: con su vestido gris con volantes bajo un abrigo azul parecía un pez flotando en la oscuridad de los fondos marinos. Nathan se levantó a todo correr y miró el reloj.
—¡No fastidies! ¿Las seis ya? Mi madre me mata.
Yo dormía en casa de Sabrina. Su padre vino a buscarnos media hora más tarde, como habíamos decidido. En el coche, Sabrina charlaba y respondía a todas las preguntas sobre la fiesta pero yo permanecí muda, tanto que el señor Foret me preguntó si me pasaba algo. Le dije: «No, estoy muy bien», pero Sabrina no se lo tragó. Se pasó el resto de la velada intentando que le contara lo que no quería contar. No dije nada: me sentía rara y también tenía la impresión de haber traicionado a Stanislas. Para tranquilizarme, me decía que era culpa de la Coca-Cola drogada, pero Sabrina pensaba que los chicos habían hecho una broma y que la historia de la aspirina era una trola impresionante. Por supuesto, nunca supimos la verdad, pero dejémoslo: toda esta digresión sobre mi inimaginable primer beso era para enlazar con el día siguiente.
Sabrina vive en la planta baja de un edificio moderno cuyo ventanal da a una terracita con guijarros. El domingo por la mañana su madre nos despertó muy pronto: gritaba una barbaridad; Sabrina se levantó de un salto y yo la seguí corriendo hasta el salón. La cristalera estaba abierta de par en par, las cortinas se hinchaban como velas de barco en la tempestad y el viento arremolinaba los papeles que había encima de la mesa.
En la terraza estaba el cuerpo de un hombre, aunque no parecía realmente un hombre. Estaba retorcido, con la cabeza llena de una sangre muy negra, como tinta de sepia, y su pierna dibujaba un ángulo anormal, como si se hubiera levantado en el sentido contrario (creo que fue aquello lo que me dio más miedo). En cuanto la madre de Sabrina nos vio, corrió rápidamente las cortinas, pero ya era demasiado tarde. Nos llevó a la cocina y nos sirvió copos de maíz intentando hacer ver que no pasaba nada, pero claro, no funcionó.
Cuando llegaron los gendarmes, el padre de Sabrina me acompañó a casa en coche. Durante el trayecto no nos dijimos ni una palabra, creo que estaba terriblemente molesto por la situación. No conté nada a nadie, porque temblaba al pensar que mamá me prohibiría salir después de una historia como aquella o que no pararía de preguntarme si estaba bien o si quería ir al médico; total, que me pareció que me traería problemas. Curiosamente, con Sabrina tampoco hablé del tema.
Como no fui al entierro de Mounie porque era demasiado pequeña, así fue como vi mi primer muerto. Me he preguntado muchas veces cómo puede uno sentirse desgraciado hasta el punto de saltar por una ventana y aterrizar hecho cisco en la terraza de alguien. Pero no estoy más que en el comienzo de mi vida y hay muchísimas cosas que ignoro.
Guéthary, 21 de marzo,
24°, cielo negro, mar blanca
Cariño:
¡Adivina a quién he visto hoy! ¡A Stanislas! Ha venido a pasar el fin de semana con su familia. Hacía mucho tiempo que no lo veía. En realidad, no lo había visto
desde que.Nueve meses.
Es verdad, es un chico guapo, y además brillante. Su padre hubiera preferido que estudiara medicina como su hermana, pero aun así las cosas le van muy bien. Tiene intención de subir a París el año que viene para el diploma, y su madre las pasa canutas. No me lo ha dicho, ni hablar, es demasiado exquisita, pero a mí no me la da. En fin, volviendo a Stanislas, ha dejado a Alice. ¡Y sé que la noticia te hará feliz! Claro que nunca me has hablado de ello, pero ¿tú qué crees? Tu madre tiene ojos y los usa para ver, cariño. Nunca se te han dado bien los secretillos, además he leído tus poesías (perdón). Pero ya estaba al corriente, precisamente porque escribiste S.U. con rotulador en tus braguitas y, como sabes, soy yo quien hace la colada.
Fui a ver al señor Uhalde por cuestión de Larry: el tontaina ese se pasaba el día vomitando, y siempre que podía lo hacía en los zapatos de tu padre. No te preocupes, lo que ocurre es que tiene el pelo tan largo que le emborra el estómago como un edredón. No puedes imaginarte con qué rapidez ha crecido. No lo reconocerías. Esto también te lo he dicho. Mil veces. ¿Dos mil? ¿Por qué contarlas? Pero no puedo evitar compararos, eso cuando no te imagino creciendo en alguna parte como un arbusto en el fondo del jardín. Desde que naciste, cada vez que hacías algo nuevo, pensaba: «¿Por qué tendrá que crecer tan deprisa?». Lo cierto es que crecías con mucha más rapidez que el resto.
Aquel día en que preguntaste por qué no podías ver tus ojos y en cambio sí tus manos, tus brazos y tus pies. Cuando escribiste una poesía con las palabras imantadas de la nevera, tendrías unos cuatro años. Decía: «Boca y corazón en trocitos sueño».Tus primeros pasos entre tu padre y yo, en el minúsculo círculo que formábamos con los brazos unidos. ¡Raphaël estaba tan orgulloso como si acabaras de entrar en la Politécnica! Aquel día que volviste de la escuela después de una semana en Preparatorio, con ese aire tan característico tuyo de cuando algo te mortificaba. Amélie, Mounie, Papy y yo estábamos tomando el té en el salón, ¿te acuerdas? Tu abuela te preguntó qué ocurría. Pinchándote la mejilla con la punta de la trenza respondiste: «Cada mañana la maestra dice: "Empecemos con la lista", entonces va recitando nuestros nombres y nosotros respondemos "Presente"». «Claro, bonita, ¿y qué?» Nos miramos todos como idiotas rematados. «Pero lo que no sé… es a quién llama lista.» Aquello hizo reír tanto a Amélie que se atragantó con un bocado de pastel y Papy tuvo que hacerle la maniobra de Heimlich.
Tengo un recuerdo de cada día de tu existencia, y efectivamente cada día pensaba: «¿Y por qué tiene que crecer tan deprisa?».
El día en que preguntaste cómo sabía el hombrecillo que enciende y apaga la luz de la nevera que íbamos a abrir la puerta antes de que la tocáramos. ¡Te preocupaba saber si le cansábamos mucho! Tu primer diente, cuarenta de fiebre, aquello sí que fue un baile. La escarlatina. Las paperas. Cuando tuvimos que decirte que Mounie había muerto. Tu cara que, de golpe, mostró un gesto de sorpresa. Tus labios, que se entreabrieron y no dijeron nada. Tu piel, que se cubrió de pequeñas placas rojas y parecía que tu corazón acabara de sufrir una implosión. Te abracé para consolarte, te hablé del cielo y de los ángeles, pero no tenías consuelo. Todo lo que yo podía decir o hacer ya no servía para nada, igual que le pasaba a Amélie conmigo. Ahora comprendo lo que sentiste: lo que no puede soportarse. Evidentemente, también yo lloré a mi madre. Evidentemente, a mí también me pareció injusto que se fuera tan deprisa, tan pronto. Aunque a pesar de los viajes de Papy, sabía que había tenido una vida agradable y, para atacar la pena, me repetía: «Mamá tuvo una vida agradable».
Pero ¿y tu vida, Madi? ¿Y tu vida?
Releo lo escrito, algo que en principio evito hacer, pero quiero seguir hablándote y cuando lloro ya no puedo escribir, entonces lo leo otra vez, lloro otra vez, y esto no se acaba nunca. Me doy cuenta de que he vuelto a hablar del gato. Perdóname. Es muy difícil contar siempre novedades a alguien que no está aquí, yo no tengo mucha imaginación, al contrario que tú: tantas poesías que leo, leo y releo hasta que mis ojos se secan como el papel vegetal. Pero lo que no sabes, lo que quizá sea en definitiva la razón que explique que te hable tan a menudo de él en mis cartas, es que la inquietud de aquel día nació «por Larry».
«Por Larry» supe inmediatamente que acababa de pasar algo irreversible, una cosa que no iban a poder cambiar ni todas las policías, ni los carteles, ni los números de teléfono gratuitos, ni nada de nada. «Por Larry» supe que te había ocurrido algo tan grave que a partir de entonces jamás el aire volvería a tener el mismo sabor, que ya no habría ni sabor ni tampoco aire, «por Larry» todas las tardes después del colegio volvías corriendo, «por Larry» llegabas con las mejillas enrojecidas a las seis en punto cada día desde hacía diez días, «por Larry» te arrodillabas en el helado suelo de la cocina, «por Larry» comprendí hasta qué punto era raro el retraso, y creo que también él, Larry, lo comprendió. Aún lo veo esperándote al final del patio, veo a ese lince minúsculo, torpe y desaliñado, mientras yo me retorcía las manos junto a la carretera: tú eras su maestra. no era más que una especie de guardiana que traía atún en unos recipientes reciclables, en cambio tú, cariño, tú eras la que iluminaba el mundo, su mundo, de la misma forma que iluminabas el mío.
Hace tiempo que ha dejado de esperarte. Es un animalito, qué le vamos a hacer.
Tu padre volverá pronto. Voy a ponerme colirio, si no me dirá que vuelva al médico para que me recete otras pastillas.
No necesito pastillas. Te necesito a ti.
Nunca olvides que te quiero.
MAMÁ