Nuestra Señora de las Tinieblas (11 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

BOOK: Nuestra Señora de las Tinieblas
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Luego quitó de la pared el gran boceto negro de la torre del repetidor de televisión cuyo fondo era rojo fluorescente y lo pegó, con la cara roja hacia fuera, en la ventana abierta, usando pinzas para tender. ¡Ajá! Se vería de forma inconfundible desde Corona cuando le diera la luz.

Se puso un ligero jersey bajo la chaqueta (parecía que hacía más frío que ayer), y se metió otro paquete de cigarrillos en el bolsillo. No se detuvo a prepararse un sándwich (después de todo, había comido dos tostadas esta mañana en casa de Cal). En el último minuto se acordó de coger los binoculares y el mapa, y el diario de Smith, pues tal vez quisiera mostrárselo a Byers: lo había llamado antes y había recibido una invitación típicamente efusiva pero algo fría, para que fuera a verlo a media tarde y se quedara a la fiesta que iba a dar por la noche. Algunos de los invitados irían disfrazados, pero el disfraz no era obligatorio.

Como toque final colocó el directorio de 1927 en el lugar donde estaría el trasero de su Amante del Erudito, y tras darle una rápida caricia íntima dijo con petulancia:

—Ya ves, querida, te he convertido en receptora de propiedades robadas. Pero no te preocupes, lo devolverás.

Entonces, sin hacer o decir nada más, cerró la puerta con llave tras él y se marchó.

Desde la esquina no se apreciaba ningún autobús, así que empezó a recorrer con paso vivo las ocho cortas manzanas que le separaban de Market. En Ellis dedicó deliberadamente unos segundos a mirar (¿a adorar?) su árbol favorito de San Francisco: un pino de seis pisos, sujetado por finos cables, que agitaba sus dedos verdes sobre una pared de madera marrón salpicada de amarillo entre dos edificios más elevados en un estrecho solar que, de algún modo, los especuladores habían pasado por alto. ¡Bastardos incompetentes!

Una manzana más allá, llegó el autobús y lo abordó, pues ahorraría un minuto. Tras hacer transbordo al N—Judah en Market, se sobresaltó (y tuvo que hacerse a un lado), cuando un pálido borracho con un informe traje gris sucio y sin camisa apareció tambaleándose desde ninguna parte (al parecer también iba al mismo sitio). «Ruega por nosotros, pecadores, etcétera», pensó, y se apartó de aquellos pensamientos, como había hecho en casa de Cal ante los recuerdos de la enfermedad mortal de Daisy.

De hecho, desterró tan bien de su mente todo material sombrío que el chirriante autobús pareció remontar Market y luego Duboce en medio de la brillante tarde como el carro del general victorioso en un triunfo romano (si estuviera pintado de rojo y tuviera un esclavo a la vera recordándole continuamente en voz baja que era mortal, ¡qué encantador!). Se bajó en la boca del túnel y subió ensimismado por Duboce, respirando profundamente. La calle no parecía hoy tan empinada, o tal vez él estuviera más descansado (y siempre era más fácil subir que bajar, si se llevaba bien la respiración, lo decían los expertos en montañismo).

El barrio parecía particularmente limpio y amistoso.

En la cima, una pareja de jóvenes cogidos de la mano (enamorados, obviamente) entraban en la penumbra verde del Buena Vista Park. ¿Por qué le había parecido el lugar tan siniestro ayer? ¡Un día de estos seguiría el sendero hasta la arbolada cima del parque y luego bajaría jugando al otro lado para llegar al festivo Haigth, esa amenaza exagerada! Con Cal y tal vez los demás….la excursión que sugirió Saul.

Pero hoy era otro viaje: tenía otros asuntos. Y acuciantes. Miró su reloj y avanzó con firmeza, sin apenas detenerse a ver la cima irregular de las montañas desde lo alto de la colina del parque.

Pronto atravesó la verja y cruzó el verde prado situado tras las pendientes con su corona rocosa. A su derecha, dos niñitas supervisaban una casa de muñecas sobre la hierba. Vaya, eran las mismas que había visto corriendo ayer. Y un poco más allá el San Bernardo estaba tendido junto a una mujer joven con un mono azul gastado que se cogía una trenza mientras se peinaba el largo cabello rubio.

Y a la izquierda, dos dobermans… ¡Los mismos, por Dios!

Estaban tendidos y bostezaban junto a otra pareja de jóvenes tumbados uno al lado de otro, aunque no se abrazaban. Franz les sonrió y el hombre le devolvió la sonrisa y le saludó casualmente con la mano. Era realmente el tópico poético, «una escena idílica». No se parecía en nada a ayer. Ahora la sugerencia de Cal sobre los oscuros poderes psiónicos de las niñas pequeñas parecía bastante forzada, aunque resultara encantadora.

Le habría gustado entretenerse un rato, pero se le acababa el tiempo. «Tengo que llegar a casa de Taffy», pensó con una risita. Subió la pendiente de grava (¡no era tan empinada!) y sólo tuvo que detenerse una vez. Por encima de su hombro se alzaba la torre de televisión con sus colores brillantes, tan fresca y elegante como una putita nueva (perdón, diosa). Se sintió jubiloso.

Cuando llegó a la cima, advirtió algo que no había visto ayer. Varias de las superficies de roca, al menos en su lado, habían sido garabateadas con spray de colores, aunque la mayoría de las pintadas estaban ya bastante gastadas. No eran tanto nombres y fechas como figuras. Cinco lados y estrellas de seis puntas, un sol, lunas en cuarto creciente, triángulos y cuadrados. Y un falo bastante modesto con un signo al lado como dos paréntesis unidos: yoni además de lingam. Pensó en el Gran Cifrador de De Castries. Sí, advirtió con una mueca, había símbolos que podían ser interpretados como astronómicos o astrológicos. Aquellos círculos con cruces y flechas… Venus y Marte. Mientras que el disco cornudo podía ser Tauro.

«Desde luego tu gusto en decoración de interiores es bastante raro, Taffy —se dijo—. Ahora a comprobar si me has robado el tuétano.»

Bueno, hacer pintadas en las protuberancias de roca era práctica común entre los jóvenes de hoy en día, los graffiti de las alturas. Recordó que a principios de siglo el mago negro Alesteir Crowley había pasado un verano pintando en grandes letras rojas sobre las empalizadas del Hudson HAZ LO QUE QUIERAS ES EL ÚNICO MANDAMIENTO Y CADA PERSONA ES UNA ESTRELLA para conmocionar e instruir a los neoyorquinos que viajaban en barco. Se preguntó perversamente qué alegre pintada habría valido para las extrañas montañas coronadas de rocas de
Whisperer in Darkness
(El susurrador en la oscuridad),
El horror de Dunwich
o
En las montañas de la locura
de Lovecraft, donde las montañas eran Everests, o en
A Bit of the Dark World
(Un poco del mundo oscuro) de Leiber, para el caso.

Encontró su sitial de piedra de ayer y entonces se obligó a fumar un cigarrillo para darse tiempo a templar sus nervios y relajarse, aunque estaba impaciente por comprobar que se había adelantado al sol. Sabía que lo había hecho, aunque por un margen bastante estrecho. Su reloj de pulsera así se lo aseguraba.

El día era más claro y soleado que ayer. El fuerte viento del oeste barría el aire, haciéndose sentir incluso en San José, que ahora no tenía ninguna capa visible de smog cubriéndolo. Los picos distantes tras las ciudades al este de la bahía y al norte en Marin County destacaban nítidamente. Los puentes brillaban.

Incluso el mar de tejados parecía amistoso y calmado hoy. Franz se encontró pensando en el increíble número de vidas que alojaba, unas setecientas mil, mientras un número ligeramente superior tenía su empleo bajo aquellos tejados, una medida de la enorme cantidad de gente que venía a San Francisco cada día desde la zona metropolitana a través de los puentes y las autovías y por TRAB bajo las aguas de la bahía.

Sin ayuda localizó lo que pensaba era la rendija donde se hallaba su ventana (le daba el sol de pleno, en cualquier caso) y luego sacó sus binoculares. No se molestó en colgárselos al cuello: su pulso era hoy firme. Sí, allí estaba el rojo fluorescente, desde luego, y parecía llenar toda la ventana, el escarlata destacaba, pero luego se apreciaba que sólo ocupaba la parte inferior izquierda. Vaya, casi podía distinguir el dibujo… no, eso sería demasiado.

Se acabaron las dudas de Gun (y las suyas propias) sobre si había localizado la ventana adecuada ayer. Sin embargo, era curioso cómo la mente humana arrojaba dudas incluso sobre sí misma para explicar cosas inusitadas y poco convencionales que había visto de forma vívida y sin error ninguno. La mente te dejaba en suspenso, vaya que sí.

Pero la vista era excepcionalmente nítida hoy. La Coit Tower destacaba clara y amarilla sobre Telegraph Hill: una vez fue la estructura más alta de Frisco, pero ahora era una minucia que se recortaba contra la bahía azul. Y el globo dorado y azul celeste de la Columbus Tower, una perfecta gema antigua contra las ordenadas ventanas de la Transamerica Pyramid, que parecían perforaciones en una tarjeta. Y las altas ventanas redondas del viejo Hobart Building que parecía el rico camarote repujado del comandante de un galeón, destacando contra las líneas verticales de aluminio de la nueva torre del Wells Fargo Building que se alzaba sobre él como un carguero interestelar esperando estallar. Franz empleó los binoculares, afinando sin esfuerzo el enfoque. Vaya, se había equivocado sobre la catedral Grace con sus vidrieras pintorescas y sombríamente sugerentes. Junto a la sosa masa contemporánea de los Cathedral Apartments podía verse su esbelta torre alzándose como un afilado estilete con una pequeña cruz dorada en la punta.

Echó otra ojeada a su ventana antes de que las sombras la engulleran. Tal vez podría ver el dibujo si afinaba el enfoque…

Mientras observaba, el cartón fluorescente desapareció de la vista. En su ventana asomó una cosa marrón pálido que agitó sus largos brazos alzados. Pudo ver su cara estirada hacia él, una máscara tan estrecha como la de un hurón, un triángulo marrón claro, completamente vacío, dos puntos sobre lo que podrían ser ojos u oídos, y una terminación rematada en una barbilla…, no, hocico… No, un tronco muy corto….
una boca interrogante que parecía dispuesta a sorber un tuétano. Entonces la entidad paramental le miró a los ojos a través del cristal
.

16

En su siguiente instante de consciencia, Franz oyó un
clunk
hueco y un débil tintineo, y escrutó el oscuro mar de tejados con los ojos desnudos intentando localizar en alguna parte una rápida cosa marrón que le acechaba a través de ellos y se aprovechaba de su ventaja para esconderse: una chimenea y su remate, una cúpula, un depósito de agua, un ático grande o pequeño, una gruesa tubería, una veleta, la caja de un acondicionador de aire, la cabina de un depósito de basuras, una claraboya, las paredes de un tejado bajo, los muros de un conducto de aire. El corazón le latía con fuerza y respiraba entrecortadamente.

Sus frenéticos pensamientos dieron otro giro y escrutó las pendientes que le rodeaban, y el cubierto que ofrecían sus rocas y matorrales. ¿Quién sabía a qué velocidad viajaba un paramental? ¿Como un guepardo? ¿Como el sonido? ¿Como la luz? Bien podía estar aquí ya. Vio sus binoculares bajo la roca contra la que los había dejado caer cuando alzó las manos convulsivamente para intentar apartar aquella cosa de sus ojos.

Se encaramó a la cima. Las niñitas habían desaparecido del prado, y su nodriza y la pareja y los tres animales. Pero justo entonces un gran perro (¿Uno de los doberman?) (¿U otra cosa?) saltó hacia él y se perdió tras un macizo de rocas en la base de la pendiente. Franz había pensado en echar a correr por ese camino, pero no si el perro (o lo que fuera) estaba por allí. Había demasiados sitios donde ocultarse en este lado de Corona Heights.

Bajó rápidamente y, de pie sobre su asiento de piedra, se obligó a calmarse y buscó hasta encontrar la rendija con su ventana.

Estaba llena de oscuridad, así que ni siquiera con sus binoculares habría podido ver nada.

Bajó al suelo, aprovechándose de los asideros, y sin dejar de mirar rápidamente a un lado y otro, recogió sus binoculares rotos y se los metió en el bolsillo, aunque no le gustaba la forma en que tintineaban los cristales sueltos, ni la forma en que rechinaba la grava bajo sus pies. Unos sonidos así podían revelar su paradero.

Un instante de consciencia no podía cambiar tu vida de esta forma, ¿verdad? Pero lo había hecho.

Intentó enderezar su realidad, pero sin bajar la guardia. Para empezar, no existían las entidades paramentales, sólo eran parte de la seudociencia de De Castries. Pero él había visto a una, y como había dicho Saul, no había más realidad que las sensaciones inmediatas de un individuo: la visión, el oído, el dolor, eso era real. Niega tu mente, niega tus sensaciones, y estás negando la realidad. Incluso intentar racionalizar era negar. Pero por supuesto había sensaciones falsas, ilusiones ópticas y de otro tipo…

¡De verdad! Intenta decirle al tigre que te salta encima que es una ilusión. Eso conducía directamente a la alucinación y, cierto, a la locura. Partes de la realidad interna…. ¿y quién podía decir hasta dónde llegaba esa realidad? También lo había dicho Saul: «¿Quién va a creer a un loco si dice que ha visto a un fantasma? ¿Realidad interior o exterior? ¿Quién va a decírselo?». En cualquier caso, se dijo Franz, debía recordar firmemente que ahora podría estar loco, sin bajar tampoco la guardia ni un ápice a ese respecto.

Mientras pensaba estas cosas se movía con cuidado, vigilante, bajando rápidamente la pendiente, manteniéndose un poco apartado del sendero de grava para hacer menos ruido, dispuesto a saltar si aparecía algo. No dejaba de mirar a un lado y otro, advirtiendo puntos donde era posible que algo se ocultase y midiendo las distancias. Tenía la impresión de que algo de tamaño considerable le estaba siguiendo, algo que era extraordinariamente listo y hacía sus rápidos movimientos de un escondite al siguiente, algo de lo que sólo veía (o creía ver) sus contornos.

¿Uno de los perros? ¿O más de uno? Imaginó a los perros como enormes arañas peludas. Una vez, cuando estaban en la cama, Cal le contó un sueño en el que dos grandes alsacianos se convertían en dos arañas igualmente grandes y elegantes. ¿Y si había ahora un terremoto (había que estar preparado para todo) y el terreno se abría y se tragaba a sus perseguidores? ¿Y si se lo tragaba también a él?

Llegó al pie de la colina y pronto rodeó el Josephine Randall Muscum. La sensación de que lo perseguían se redujo, o al menos consideró que no le seguían tan de cerca. Era bueno estar de nuevo cerca del contacto humano, aunque las casas parecieran vacías, y aunque los edificios fueran objetos donde podían ocultarse cosas. Este era el lugar donde enseñaban a los niños a no tener miedo de las ratas, los murciélagos, las tarántulas gigantes y otras entidades. ¿Dónde estaban los niños de todas formas? ¿Se los había llevado a todos algún sabio Flautista de Hamelín de este lugar amenazado? ¿O los habían metido en el camión del «
Side—walk Astronomer
» y se los habían llevado a ver otras estrellas? Con los terremotos y erupciones de grandes arañas pálidas y entidades menos íntegras, San Francisco ya no era muy seguro. ¡Oh, idiota, vigila! ¡Vigila!

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