Pero mientras ensayaba aquella sonrisa controlada y remota, más atenta a imaginar el efecto que le produciría a Manolo que a dotarla de un discurso interior que se compaginase con ella, me daba cuenta de que el mismo hecho de estarme entregando a esas maquinaciones era un reflejo de mi inseguridad. Sobre todo porque otras veces, cuando habíamos quedado para vernos, me miraba al espejo, claro, eso sí, pero no para ensayar mohines artificiales ni para comprobar nada de lo que no estuviera de antemano convencida, un ligero toque de
rouge
en los labios, salir pitando y ya, era un examen que se aprobaba enseguida y con nota. Lo importante era no hacerle esperar mucho porque se impacientaba. Siempre le parecía un milagro, decía, volverme a ver.
El pelo me quedó bien, suelto y un poco rizado por las puntas, como a él le gustaba, sobre todo cuando íbamos en aquel coche suyo que llegó a ser también un poco mío, y yo asomaba la cabeza por la ventanilla abierta y me embebía de paisaje, de olores encontrados, de vértigo y de luz, sin dejar de notar al mismo tiempo que él estaba mirando de reojo cómo el aire me despeinaba.
—No se te ocurra recogértelo, que tu pelo está hecho para que el viento juegue con él y lo alborote, déjalo siempre vivo y a su aire, que es ése: el aire libre.
Ahora lo llevo un poco más corto que aquel verano, no sé si le va a gustar —pensaba— que me lo haya cortado, y tampoco sé que habrá sido de Centauro, aquel Fiat Uno azul metalizado con el que recorrimos tantos pueblos, desde el que vimos ponerse el sol y salir la luna tantas veces y al que llegué a tomar cariño como a una casa, el nombre se lo puse yo por la marca de los cuadernos que suelo usar siempre con tapas de ese mismo azul, tú también los conocerás, Centauro, de anillas. Tenía dos abolladuras en el flanco derecho y otra en el maletero, que garantizaban, según Manolo, su supervivencia, ¿quién nos lo iba a quitar?, siempre lo dejaba abierto.
—No hay ladrón que lo quiera —decía—, pero si está de Dios que nos lo roben, no pasa nada, tú tranquila, así aprendemos para otra vez.
Lo decía en plural, como si fuera de los dos.
—Pues claro que es de los dos. Yo le echo gasolina y lo llevo y si hay un pinchazo le cambio la rueda que sea, pero la madrina eres tú, ¿no?, que lo has bautizado. Y luego que te estaba esperando, que yo no lo había usado tanto tiempo seguido con la misma persona.
—Anda ya, mentiroso.
—Que no, de verdad, estas excursiones por caminos vecinales las hago siempre solo.
Y yo sonreía.
—Espero desaparecer antes de que te hartes. A mí no me gusta que me echen de más, siempre de menos.
—¿Qué dices? Contigo no se harta uno de Centauro ni de nada. Y no me amenaces con despedidas, que estamos empezando, mi alma, para que te enteres. ¡Anda que no nos quedan paseos por dar, vasos de vino por beber, coplas por cantar y viajes por hacer!
—¿Y secretos por contar no?
—Eso no, los secretos que tengas tú conmigo se irán conmigo a la tumba, pero los que tengamos cada uno, eso es harina de otro costal, cada cual por libre, ¿vale?, así nos veremos siempre como por primera vez, sin lastre.
—«Siempre» es mucho decir, ¿no crees?
—Pues da igual, yo lo digo, que soy quien manda en este contrato sin firma, ni lacres, ni notario. Yo te lo juro y basta, siempre será así. Siempre que te vea sentiré lo mismo por primera vez y querré estar contigo ese día y al día siguiente y al otro.
Y yo sabía que no, que aquello era imposible. Y casi tenía ganas de que terminara de una vez para volver a mis cauces, a mi refugio de sensatez, ¡qué verano, Dios mío!
Dos horas antes de la cita, cuando ya le había dado el visto bueno a mi aspecto físico, me puse a inventar un diálogo ideal con Manolo, para entretener la espera y no ponerme nerviosa. Me salía tan bien que lo memoricé a trozos e incluso llegué a apuntar alguna de mis respuestas más inspiradas y divertidas en un Centauro de bolsillo tamaño libreta, porque tenía miedo de que se me olvidaran. Pero, de pronto, me salió de entre las hojas del cuadernito la foto reciente de Manolo que había guardado allí, recortada del periódico, y le vi bailar en los ojos una lucecita de burla, como cuando me decía: «Venga ya, no me expliques tanto mi propia alma, que no la entiendo yo mismo» y entonces caí en la cuenta de que mi parlamento estaba omitiendo más que nunca el suyo, de que no me iba a enfrentar con un fantasma y menos con un paciente débil y disminuido cuya ficha acaba de pasarte Josefina Carreras, sino con un hombre del que ahora lo ignoro casi todo y que además ni siquiera me había confirmado por teléfono que pensara venir al chiringuito de la playa, pero que, caso de venir, traería su propia composición de lugar, ¡pues bueno era él para dejarse mangonear por nadie!, y desde luego no iba a formularme las preguntas ansiosas y apasionadas implícitas en mi cuestionario y que le iban dejando a mi merced, sino otras improvisadas al calor de la situación, sabe Dios cuáles, o tal vez ninguna. De tal manera que mis frases felices, al perder el sustento que les daba pie, naufragaron estrepitosamente, vinieron a diluirse como terrones de azúcar en el agua y me quedé a cuerpo limpio, sin armadura.
Calibré también otra circunstancia adversa que rebajaba notablemente mis capacidades de iniciativa frente a alguien que, además, era siempre el primero en tomarla: me refiero a mi falta de entrenamiento. Me di cuenta de que el tiempo empleado en cultivar mi ego y en excluirme voluntariamente del trato con la gente mermaba la agilidad verbal que ese ejercicio proporcionaba, lo cual significaba un tanto —o más de uno— en contra mía. Llevaba demasiados días sin hablar con nadie, casi desde que salí de Madrid (porque mi encuentro con Silvia no había propiciado un diálogo digno de tal nombre, simplemente había contribuido a encastillarme más), y el organismo, claro, empezaba a acusar, como no podía ser por menos, esa grave carencia vitamínica. Me estaba quedando sin defensas, mejor reconocerlo, eran ya muchos días los que habían pasado desde que me escapé de casa de Raimundo abrazada al ramo de lilas, ¿dónde estaba ya aquel aroma de nostalgia por una compañía reciente?, muchos días sin telefonear a nadie, sin reírme con nadie, sin mirar a nadie a los ojos, muchos días huyendo de los demás, mirándolos como a través de un cristal ahumado que los alejaba, paseando sola, comiendo sola, tomando sola absurdas decisiones, hablando sola, y por supuesto durmiendo sola; a ratos idealizando esa soledad y otros abominando de ella, pero sin poner coto a su invasión tenaz y progresiva, inventando comienzos para una novela epistolar dirigida a un destinatario del que también se ignora casi todo, que se habrá ido labrando entretanto sus propios surcos, mero soporte de una retahíla egocéntrica sin otra finalidad que la de explorar un proceso de deterioro gradual que solamente concierne a quien lo está en parte padeciendo y en parte provocando, que sólo a él se le antoja novelesco y digno de ser seguido con interés por el presunto lector de esas cartas, una persona desdibujada cuyo nombre, Sofía, coincide con el tuyo, soñada y recordada en nebulosa hasta esta mañana en que el relato deshilvanado de una tal Consuelo, al imponerse sobre el mío y anularlo, te ha liberado del embrujo a que yo te estaba sometiendo, y te ha arrancado los atributos de soporte de escayola para convertirte en una amiga de carne y hueso que inventa letras de canciones y también duerme sola, tal vez necesitada, sin que yo lo supiera, de mi voz y mi ayuda a lo largo de estos días de duración indefinida, mientras iba haciendo presa en mi organismo el virus de sintomatología inequívoca que tantas veces he explorado a través del microscopio.
Y me di cuenta, por fin, de que no se trataba, en el caso presente, de aconsejar paciencia, decisión, astucia o serenidad a una de esas mujeres opacas y de nombre disecado que, aquejadas del mal indefinible, vienen a mi consulta, y a quienes me he esforzado por dotar engañosamente de la luz que no tenían, sino que se trataba de aceptar algo tan molesto como evidente: que en aquel momento, las cuatro de la tarde de ayer, sentada en la terracita de un albergue eventual con el pelo recién lavado, mirando destrenzarse sobre el mar las nubes caprichosas de una tarde inquietante, en espera de la aparición hipotética de un enamorado no menos hipotético, me parecía bastante a cualquiera de ellas.
No aguantaba en mi cuarto y me largué a la playa. Bajé por las escaleras del fondo de la piscina y eché a andar hacia la izquierda, en dirección opuesta al chiringuito, con la moral por los suelos y una sensación agudísima de abandono, de que daba igual cualquier cosa. Como decía aquel viejo profesor cascarrabias que nos dio francés en quinto, monsieur Dupoint, ¿te acuerdas?, «encore un peu de patience et tout finirá mal.» En todo caso, yo había dejado de llevar la batuta de los acontecimientos.
La marea estaba baja y caminaba maquinalmente, mirando a lo lejos, como si esperara ver perfilarse alguna señal o presencia maravillosa de las que orientan en los cuentos de hadas los pasos perdidos de quienes se equivocaron de ruta. Esta escena —lo entiendo ahora— es la que ha podido dar pábulo a la confusa historia de espionaje que hoy al amanecer se coló en el sueño rematado por tu aparición, el que ha motivado mi llamada a Madrid en petición de auxilio.
Era una sensación de extravío y desvalimiento, como cuando te parece, momentos antes de un examen, que no te acuerdas de nada y que además probablemente el tema que va a tocar ni siquiera venía en los apuntes que has estado repasando febrilmente, ya verás como sale una lección rara, una de aquellas de principios de curso, ¿de qué trataba?, tal vez de una batalla o de un concilio, algo de fecha antigua desde luego, seguro que toca ésa; y es como un engrudo de certeza y olvido entremezclados lo que atraganta la respiración y te impide pensar en otra cosa.
Aquella angustia, añadida a la provocada por las conjeturas de si Manolo vendría o no a la cita, se aglutinaba ahora en torno a la imagen borrosa de Raimundo hablando por teléfono en voz baja para que yo no lo pudiera oír y al recuerdo de mi escapatoria con el ramo de lilas, secuencias medio enterradas que, al revivir, habían venido a enredar más la madeja de la situación presente. Acerca de ese tema me consideraba incapaz de contestar nada a derechas, no tenía ni idea, ¿Raimundo?, ¿qué Raimundo?, suspenso, estaba en blanco. ¿Lloró usted hace días por causa de Raimundo?, ¿cuántos días?, Ercilla de apellido, algo recordará, ¿yacieron juntos?, ¿y con qué intenciones? Háblenos de las promesas que intercambió con él, de sus sueños de novia dispuesta a consagrar el resto de su vida al ser amado. Mariana León Jimeno, ¿os otorgáis como esposa a Raimundo Ercilla del Río, lo recibís como legítimo dueño y marido en la dicha y en la tribulación, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe? Esperad un momento, reverendo señor, no sé quién es Raimundo, no me acuerdo siquiera de su voz, dadme un plazo para pensarlo, para saber, al menos, si estoy soñando o no. ¿Qué te pasa, Mariana, cariño?, te has puesto pálida, supongo que se debe a la emoción; así terminan, te lo recuerdo, las novelas de amor con
happy end
ocultas en los repliegues de tu subconsciente, ¿y no era éste el final que ambicionabas?, ¿no deseabas tenerme para siempre contigo, cosidito a tu almohada, para siempre apartado de amistades peligrosas y ambiguas?, yo te doy estas arras y este ramo de lilas en señal de matrimonio; junten los contrayentes sus manos. Ya los sabes, Mariana, te lo acaba de decir el reverendo, juntos en la dicha y en la calamidad, y también en el tedio, eso se le ha olvidado mencionarlo, juntos en Covarrubias hasta que la muerte nos separe, hasta que me den tentaciones, si tú no lo remedias, de volverme a suicidar, pero vas a remediarlo, ¿verdad que sí?, confío en tu abnegación y vigilancia. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, yo os declaro marido y mujer. Rezad un rosario de rodillas junto al regazo de la señora Dean, en la calle de la Amargura, y, tras la letanía, prestad oído a sus sabias advertencias: «Si alguno de los contrayentes acudiera, de hoy en adelante, a cita clandestina con pintor andaluz recreado en Manhattan, incurrirá en pecado de adulterio,
ora pro nobis
.»
Sentí que me mareaba, que me flaqueaban las rodillas, y tuve que interrumpir mi paseo para tomar asiento sobre un montículo que luego identifiqué como los residuos de un gran castillo de arena almenado, con foso y pasadizos. Los posibles artífices de la construcción, unos niños que ahora gritaban y corrían descalzos por la orilla del mar, habían abandonado junto al foso un rastrillo de plástico naranja. Lo cogí y me puse a dibujar con él espirales y rayas que se cruzaban sobre la arena, mientras tarareaba una canción antigua de Gracia de Triana, grabada en una cinta de las que más le gustaba poner a Manolo cuando viajábamos en el Fiat Centauro de gozosa memoria, inmune al robo:
Tengo un castillo de arena
hecho con mis pensamientos,
las torres son de suspiros,
son de celos los cimientos.
¡Ay, castillos del querer
que toíto el mundo levanta
para dejarlos caer!
Me quedé un rato dejándome mecer por aquel sonsonete que desalojaba de mi cerebro aturdido el nombre de Raimundo, lo vi salir culebreando con su cabezota de erre seguida por cuatro vocales y tres consonantes, rodando por la arena ante mis ojos; llegaba entero a la orilla del mar y luego se lo iban tragando las olas letra por letra hasta su total desintegración, Aimundo, Imundo, Mundo, Undo, Ndo, Do, O. Y a la «o» antes de zambullirse, le salía una hache que se agitaba a modo de banderita, llamándote, ¡Oh Sofía, nuestros juegos de infancia!, quién jugara contigo a inventar cuentos a la orilla del mar, a deshojar palabras como margaritas, a darles alas para cazarlas y soltarlas luego, como en aquel dibujo del caza— mariposas, ¿te acuerdas?, «no deje usted nunca de jugar con las palabras, señorita Montalvo» sí, tenía razón don Pedro Larroque, es el único juego que divierte y consuela. A mí también, ya ves, ojalá estuvieras aquí a mi lado, frente al mar inmenso, para jugar contigo a juegos de palabras.
Me había olvidado del tiempo y de mí misma, invadida por un extraño sopor. De vez en cuando levantaba la vista del jeroglífico que indolentemente iba dejando marcado en la arena y miraba recortarse contra el cielo, nimbadas de espuma, las siluetas de los pequeños arquitectos del castillo derruido. Se entrecruzaban, se zambullían, agitaban los brazos llamándose unos a otros por nombres que algún día se habría de llevar la implacable y redentora marea del olvido. No pensaba en nada. Hubiera querido tumbarme a dormir allí sobre las ruinas del castillo de arena, acunada por el rumor de aquellas voces distantes y alegres.