—Aun así, suena mejor que quedarse escuchando las discusiones de papá y mamá.
—¿Por el abuelo?
Soph asintió mientras hacía una gran lazada.
—¿Se va a morir, Zoe?
—En algún momento, sí.
—No me refiero a eso.
—Es viejo —le respondí, porque no sabía qué otra cosa decir.
Soph agarró la zapatilla por el nudo del lazo y se puso a darle golpecitos en el talón, de forma que se balanceaba de un lado para otro como un péndulo.
—Yo creo que debería venirse a vivir con nosotros —dijo—. No me parece que deba estar solo si se está muriendo.
—No tenemos ninguna habitación de sobra.
—Yo me podría trasladar a la tuya —sugirió Soph.
—¡Ni en broma! Roncas como un cerdo.
—Que no.
—Que sí. En todo caso, mamá no le dejaría nunca instalarse en casa.
La zapatilla se movía por el aire de delante atrás.
—¿Por qué no? —preguntó Soph.
Me puse el boli en la boca y aspiré, intentando recordar aquella pelea en casa del abuelo de hacía tantos años. Antes de que pudiera responder, mi madre pegó un grito por las escaleras. Soph le dio a la zapatilla un golpe un poco más fuerte. Se balanceó violentamente.
—¡Soph! —volvió a gritar mi madre. Le di un codazo a mi hermana, pero no se movió—. ¡SOPH! A hacer los deberes.
—Ahora sí tiene tiempo —murmuró Soph dejando que la zapatilla se le escapara de la mano. Se estampó contra la puerta de madera. Pam.
Estábamos a punto de salir del armario cuando mi madre entró en el dormitorio y se quitó las pantuflas, colocándolas con esmero al pie de su cama. Masajeándose la frente, se hundió en el colchón. A continuación vino mi padre, se quitó la camisa llena de grasa y la tiró al suelo.
—En el cesto de la ropa sucia —dijo mi madre.
—Espera un instante —le espetó mi padre quitándose también los pantalones.
Soph se tapó la mano con la boca escondiendo una minicarcajada. La tapa del cesto de la ropa sucia estaba levantada. Se oyó un plof cuando la ropa cayó dentro. Yo me doblé despacio hacia delante para poder ver mejor por la rendija.
—He estado pensando… —empezó mi padre.
—Ahora no, Simon. —Mi madre ahuecó la almohada de color crema y luego volvió a recostarse sobre ella—. Tengo la cabeza a punto de estallar.
—Al menos escúchame, ¿vale?
Mi madre frunció el ceño, pero dijo:
—A ver.
—¿Por qué no transigimos con Zoe? —Soph me clavó los dedos en la pierna y yo me encogí de hombros allí en la oscuridad.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, si te parece que Soph y Dot son demasiado pequeñas para ir a ver a mi padre, igual podría ir Zoe.
—¡No quiero que vaya a verle ninguna de las niñas! —le espetó mi madre—. Es una cuestión de principios.
Mi padre se sentó en la cama.
—A estas alturas qué importan ya los principios.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Tú no lo has visto, Jane. Estaba viejo. Y solo. Le hemos ignorado durante años y yo…
—¡Él también nos ha ignorado a nosotros! Y jamás habríamos cortado lazos si él no hubiera dicho…, si no hubiera acusado… Fue
imperdonable
. ¡Tú mismo lo has dicho cientos de veces! Y ahora ¿esperas que me olvide de todo y que haga como si fuéramos una familia feliz? Pues no —dijo con firmeza—. No, no soy capaz de hacer eso.
Parecía que mi padre iba a empezar a discutir, pero lo que hizo fue ponerse de pie. Durante unos minutos, ninguno de los dos habló, mientras mi padre se ponía ropa limpia.
—¿Qué tal lo de la lectura de labios? —preguntó al final—. ¿Mejor? —La almohada crujió porque mi madre estaba moviendo la cabeza de un lado para otro, con aire preocupado. Mi padre, al parecer, no se percató. Se puso un calcetín y luego se lo quitó para examinarlo más de cerca—. Un agujero. ¿Hay calcetines limpios encima del radiador? —Y al ver que mi madre no respondía, le dijo—: No te agobies, cariño. Lo acabará consiguiendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. Si seguís practicando, seguro…
—Puede que no baste con practicar —replicó mi madre apoyándose en los codos para incorporarse—. He estado pensando en eso. Un montón, de hecho.
—Ya sé lo que vas a decir —murmuró mi padre lanzando el calcetín agujereado de vuelta al cajón—. Y la respuesta es no.
—Pero ¿por qué? ¿Qué tiene de malo intentar que la operen otra vez?
—No la vamos a hacer pasar por eso otra vez —dijo mi padre refiriéndose al implante coclear que se le infectó y tuvieron que extraerle—. Dot está feliz tal como está.
—Pero ¡podría mejorar si la operan!
—Puede tomar esa decisión ella misma cuando crezca un poco.
—Puede que para entonces ya sea demasiado tarde —alegó mi madre volviendo a dejarse caer sobre su espalda.
Mi padre bajó los ojos para mirarla.
—Te preocupas demasiado. —Se inclinó hacia delante para besar a mi madre en la profunda arruga que tenía en el centro de la frente. Y luego en la nariz. Y luego en los labios.
Soph me agarró la pierna, con la cara contraída de disgusto, pero no hacía falta que se preocupara, porque mi madre se apartó de mi padre y se dio la vuelta hacia la pared.
Por la noche, yo me quedé mirando mi propia pared, porque estaba demasiado alterada para dormir. Al día siguiente salté de la cama antes incluso de que sonara el despertador, y puede que usted, señor Harris, sepa lo que es arreglarse con manos temblorosas. Según el artículo, la primera vez que quedó con Alice la llevó a tomar una hamburguesa con queso y patatas fritas rizadas y probablemente harían algo romántico, como por ejemplo tomarse un batido de chocolate en un solo vaso con dos pajitas. El periodista decía que se habían conocido a los dieciocho años en un partido de béisbol porque usted era el lanzador y ella, una animadora, y que fue amor de verdad durante diez años hasta que usted la apuñaló.
* * *
Cuando llegué al instituto, Lauren me localizó junto al departamento de dibujo y vino corriendo. Por una vez en la vida yo tenía una historia que contar y por poco se me escapa una carcajada cuando me agarró del brazo y me metió de un empujón en una clase vacía. Por encima de nuestras cabezas había cuadros colgados de alcayatas, y el alféizar estaba abarrotado de frascos de pinceles. El aire tenía un olor húmedo, como si estuviera turbio. Puede que fuera por el barro de modelar.
—Entonces ¿te has enterado de lo de Max? —dije con una sonrisa de oreja a oreja. No podía evitarlo—. Dios, me moría de ganas de contártelo, Loz. Te habría llamado ayer, pero mi madre me quitó el teléfono y me hizo limpiar el cuarto de baño.
—¡O sea, que por eso no lo cogías! Te he estado llamando sin parar. Te he dejado como unos cien mensajes. —Por el tono parecía inquieta. Y tenía pinta de estarlo, metiéndose el pelo negro por detrás de la oreja, donde no se le quedaba porque lo tenía demasiado corto.
—¿Qué pasa? —pregunté despacio.
—Esto no te va a gustar. —Se sacó su teléfono del bolsillo y contempló la pantalla, pellizcándose el labio con un dedo—. Max le mandó la foto a Jack —me susurró—. Y Jack se la ha mandado a todo el mundo.
A todo el mundo
.
Lauren volvió hacia mí la pantalla y yo me desmoroné en una silla, con el estómago cayéndoseme a los pies.
Una foto.
Una foto de mí con los ojos cerrados, el pelo extendido por el edredón y mis pechos desnudos apuntando directamente a la cámara. Lauren me frotó el hombro con aire solidario y dijo para animarme:
—Por lo menos tienes buenas tetas.
* * *
Buenas de verdad, por lo visto. Cada vez que entraba en una clase, alguien soltaba un silbido de admiración, y chicos a los que yo no conocía se me quedaban mirando por los pasillos, y el alto aquel me paró a la puerta del gimnasio después de comer.
—¿Dónde te habías estado escondiendo? —dijo con una voz de sabandija que me hizo estremecerme.
Yo no me había estado escondiendo en ningún sitio. Llevaba en la misma clase del mismo instituto tres años enteros. Escribiendo cosas en mis cuadernos. Escuchando a la profesora. Hablando con Lauren en el recreo. Y ahora, de golpe y porrazo, la gente se quedaba mirándome en las clases y observándome en los lavabos y contemplando cómo compraba un sándwich en la cafetería como si estuviera haciendo algo completamente distinto. Algo interesante.
Yo quería que me hiciesen caso, pero no de esa manera. Fue un alivio cuando sonó el timbre para marcharse. En el cielo se habían juntado nubes grises y hacía frío, así que hundí la cara en el abrigo y pasé rápido junto a las canchas de netball. En la entrada del instituto, unos cuantos metros por delante de mí, apareció Max con una chaqueta azul que resaltaba el moreno de su piel. Estaba lanzando una pelota de fútbol por el aire, con la mochila a sus pies, calzado, por si le interesa saberlo, con zapatillas de deporte blancas, estrictamente prohibidas en el instituto, y con su pelo corto y moreno cuidadosamente peinado, como con el flequillo de punta. Estaba guapo, qué duda cabe, pero eso daba igual. Exactamente igual. Me lo dije a mí misma una y otra vez, porque el pecho me aleteaba como si tuviera un mosquito zancudo atrapado dentro. Un grupo de chicas se detuvo a mirar mientras yo me concentraba en la salida, pasando al lado de Max, con la nariz probablemente muy alta.
—¡Zoe! ¡Espera!
Me di media vuelta a tal velocidad que se me metió un mechón de mi propio pelo en la boca. Me lo aparté de la cara de un manotazo. Max dejó caer la pelota, sorprendido de verme enfadada.
—¿Cuándo me la hiciste? —le pregunté avanzando hacia él con decisión pero no tan deprisa, porque la falda del uniforme me estaba ajustada. Las chicas del grupito se quedaron atónitas, cinco bocas abriéndose exactamente al mismo tiempo. Max cambió de postura, incómodo—. Que yo recuerde no tenías ningún teléfono.
—Todo el mundo tiene un teléfono —dijo él con voz débil—. Y te avisé de que iba a hacer una foto. Tranquilízate. —Se arriesgó a sonreír—. Tampoco pasa nada.
—No me digas cómo me lo tengo que tomar —rugí—. Y no me mientas. No me dijiste
nada
de que me fueras a hacer una foto.
Sonriendo con aire cómplice, se acercó más, olía a loción para después del afeitado y a chicle.
—Claro que te lo dije. Es solo que no te acuerdas. Yo no tengo la culpa de que no sepas beber. —Ahí guiñó un ojo—. Sinceramente, estabas tan borracha…
—Todo el mundo lo ha visto —dije, con la voz temblándome de la rabia—. El instituto entero. ¿Cómo te atreves? O sea, ¿qué derecho tienes? ¿Solo porque le caes bien a todo el mundo? ¿Es eso? ¿Te crees que puedes hacer lo que te dé la gana?
Max hinchó los carrillos.
—Pues no. No seas idiota.
—Aquí el único idiota eres tú. Te has pensado que lo vas a arreglar poniéndome ojitos como si fuese una tonta cualquiera que se va a tranquilizar con un guiño de Max Morgan el Magnífico. —Le miré de arriba abajo, asqueada—.
Por favor
.
Él me susurró:
—Qué guapa te pones cuando te enfadas.
Gruñendo de frustración, me disponía a marcharme, pero Max me agarró la mano.
—Mira, la culpa no la he tenido yo, ¿vale? —Intenté protestar, pero él continuó, sin darme tiempo—: Pues no, no la he tenido. Yo solo le mandé la foto a Jack. Fue él quien se la reenvió…
—¡Pero, para empezar, tú fuiste el que hizo la foto! —escupí—. ¡
Sin
que yo lo supiera!
Ahora estaba lloviendo, gruesas gotas de agua me mojaban el abrigo.
—Lo siento, ¿vale? Lo voy a arreglar.
Solté mi mano de un tirón.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo?
A Max la expresión se le ablandó por un instante. Estaba a punto de hablar cuando tres de sus amigos pasaron corriendo hacia el cobertizo de las bicicletas, con las camisas pegadas a la piel.
—¿Pidiéndole otra foto? —gritó Jack mientras le quitaba el candado a su bicicleta.
Max levantó las manos como si le hubieran calado.
—¡Me has pillado!
—Se comprende, chaval. La chica estaba bien.
—Hombre. —Max se encogió de hombros, recuperando en un abrir y cerrar de ojos toda su chulería—. No está del todo mal.
Me guiñó un ojo una vez más antes de salir corriendo, y yo creo, señor Harris, que aquí es donde lo voy a dejar por esta noche, conmigo contemplando cómo Max se sube de un salto en la parte de atrás de la bici de Jack y sale a toda velocidad por el portón del instituto doblado hacia atrás de la risa. La próxima vez le contaré lo que pasó en la hoguera, y créame que se va a quedar de piedra, pero no se preocupe, que no va tener que esperar un siglo para la siguiente parte de la historia. Me ha supuesto un alivio muy grande hablar otra vez con usted y puede que a usted también le venga bien. De verdad le digo que me duele el corazón de pensar que está encerrado en la cárcel sin ninguna distracción que merezca ese nombre. Lo único que puedo esperar es que yo esté equivocada en lo que respecta al Corredor de la Muerte y que haya algún preso simpático en la celda de al lado de la suya. Cruzo los dedos para que sea algún violador parlanchín que se sepa además unos cuantos chistes buenos.
Se despide,
Zoe
Calle Ficticia, 1
Bath
3 de noviembre
Hola otra vez, señor Harris:
Han cambiado la hora, así que anochece una hora antes, aunque para usted y para mí tampoco es que haya mucha diferencia, porque el mundo siempre está oscuro cuando hablamos. Me pregunto si le habrán llevado la cena cuando ya había estrellas en el cielo y si la luna habrá salido antes porque los guardias habían atrasado los relojes. Ahora que lo pienso, apuesto a que ni siquiera se han molestado. Apuesto a que a ustedes los criminales les da lo mismo si son las tres o las cinco o las siete de la tarde. Probablemente ni siquiera les importa que sea domingo. Si todas las horas de todos los días son iguales, me imagino que el tiempo acaba por desaparecer sin más.
El tiempo no desaparecía el año pasado cuando estuve castigada después de la fiesta de Max. Septiembre pasó despacio, pero octubre casi ni se movía. Después del revuelo con la foto, el instituto volvió a la normalidad y, por si se lo está preguntando, nadie me besó detrás del contenedor de reciclaje. Tampoco volví a toparme con el Chico de Ojos Castaños y la vida siguió adelante durante unas semanas sin que ocurriera gran cosa aparte de un montón de peleas de mis padres porque él continuaba llegando tarde a casa ya que se iba a ver al abuelo al hospital. Al principio mi madre le guardaba la cena en el microondas, pero una noche la tiró a la basura y creo, señor Harris, que ese es un buen lugar para que empecemos.