Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
—Creo que vi uno en algún cajón de por aquí. Déjame ver.
Adrienne abrió el cajón que había debajo de varios utensilios y luego el de al lado, pero no tuvo suerte. Cuando por fin lo localizó, se lo entregó a Paul y sintió cómo sus dedos rozaban los de él. Con unos cuantos movimientos rápidos, Paul extrajo el corcho y lo dejó a un lado. Debajo del armario que había cerca del horno colgaban unos vasos y Paul extendió el brazo hacia ellos. Después de coger uno, dudó.
—¿Quieres que te sirva un poco?
—¿Por qué no? — respondió ella, sintiendo todavía su tacto.
Paul sirvió dos vasos y levantó uno. Olió el vino y luego tomó un sorbo al mismo tiempo que lo hacía Adrienne. Mientras el sabor alcanzaba su garganta, ella aún se sorprendió intentando comprender la situación.
—¿Qué te parece? — preguntó él.
—Está bueno.
—Lo mismo creo yo. — Agitó el vino en su copa—. La verdad es que está mejor de lo que creía. Tendré que apuntármelo.
Adrienne sintió la necesidad repentina de retirarse dando un pequeño paso atrás.
—Voy a empezar con el pollo.
—Creo que yo también tendré que ponerme a trabajar.
Mientras Adrienne encontraba la fuente para el horno, Paul dejó su vaso y se dirigió al fregadero. Después de abrir el grifo se lavó las manos. Ella se dio cuenta de que se las lavaba a conciencia, frotando cada dedo individualmente. Encendió el horno, lo puso a la temperatura deseada y escuchó cómo prendía el gas.
—¿Hay un pelador de patatas?—preguntó él.
—Antes no lo he encontrado, así que supongo que tendrás que utilizar un cuchillo. ¿Te importa?
Paul se rió entre dientes.
—Creo que podré arreglármelas. Soy cirujano —dijo.
En cuanto ella oyó aquellas palabras, todo encajó: las arrugas de su rostro, la intensidad de su mirada, el modo en que se había lavado las manos… Se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes. Paul se puso a su lado, cogió las patatas y empezó a limpiarlas.
—¿Ejerces en Raleigh? — preguntó ella.
—Antes sí. Vendí mi consulta el mes pasado.
—¿Te has retirado?
—En cierto modo. De hecho, me estoy preparando para reunirme con mi hijo.
—¿En Ecuador?
—De haberme preguntado le habría recomendado el sur de Francia, pero no creo que me hubiera escuchado.
Ella sonrió.
—¿Alguna vez lo hacen?
—No. Pero tampoco yo escuché a mi padre. Supongo que forma parte del proceso de hacerse mayor.
Durante un momento ninguno de los dos dijo nada. Adrienne añadió especias variadas al pollo. Paul comenzó a pelar, moviendo las manos con gran habilidad.
—Me ha parecido que Jean estaba preocupada por la tormenta…—comentó él.
Ella le echó un vistazo.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el modo en que te has quedado callada al teléfono. He supuesto que te estaba diciendo lo que hay que hacer para que la casa esté preparada.
—Eres muy perspicaz.
—¿Va a ser complicado? Quiero decir que me encantaría ayudar si es necesario.
—Ten cuidado: puede que te tome la palabra. En casa era mi ex marido quien sabía usar el martillo, no yo. Y para ser sinceros, a él tampoco se le daba tan bien.
—Siempre me ha parecido una habilidad sobre valorada. — Dejó la primera patata a un lado para cortar y cogió una segunda—. Si no es indiscreción, ¿cuánto hace que te divorciaste?
Adrienne no estaba segura de querer hablar de ello, pero se sorprendió respondiendo de todos modos.
—Tres años. Pero él ya llevaba un año fuera de casa.
—¿Los chicos viven contigo?
—La mayor parte del tiempo. Ahora mismo están de vacaciones y se han ido a visitar a su padre. ¿Cuánto hace que te divorciaste tú?
—Sólo unos meses. Fue definitivo el pasado octubre. Pero también ella se había marchado hacía un año.
—¿Fue ella quien se marchó?
Paul asintió.
—Sí, pero fue más culpa mía que suya. Yo apenas pasaba por casa y ella se hartó. En su lugar, seguramente yo habría hecho lo mismo.
Adrienne reflexionó sobre aquellas palabras y pensó que el hombre que estaba de pie junto a ella no se parecía en absoluto al que él acababa de describir.
—¿Qué clase de cirujano eras?
Al escuchar la respuesta, ella levantó la mirada. Paul continuó, anticipándose a las preguntas.
—Me metí en esto porque me gustaba ver resultados palpables de lo que estaba haciendo. Y era muy satisfactorio saber que estaba ayudando a la gente. Al principio casi todo eran reconstrucciones después de un accidente, o malformaciones de nacimiento…, cosas así. Ahora, la gente acude en busca de cirugía plástica. En los últimos meses he arreglado más narices de las que hubiera podido llegar a imaginar.
—¿Qué tendría que hacerme yo? — preguntó ella para bromear.
Él sacudió la cabeza.
—Nada en absoluto.
—En serio…
—Lo digo muy en serio. Yo no cambiaría nada.
—¿De veras?
Levantó dos dedos.
—Palabra de scout.
—¿Fuiste scout?
—No.
Ella se rió y sintió que se le ponían las mejillas coloradas.
—En fin, gracias.
—De nada.
Cuando el pollo estuvo listo, Adrienne lo metió en el horno y programó el reloj; luego se lavó las manos de nuevo. Paul lavó las patatas y las dejó junto al fregadero.
—¿Qué más?
—En el frigorífico hay tomates y pepinos para la ensalada.
Paul la rodeó, abrió la puerta y los encontró. Adrienne pudo oler su colonia en el breve espacio que mediaba entre ellos.
—¿Cómo es crecer en Rocky Mount? — preguntó él.
Al principio Adrienne no estuvo muy segura de qué contestar, pero al cabo de unos minutos se adaptó a esa clase de cháchara que resulta a la vez cómoda y familiar. Explicó historias sobre su padre y su madre, mencionó el caballo que aquél le había regalado cuando tenía doce años y rememoró las horas que ambos compartieron cuidando del animal, y como aquello le había enseñado más cosas sobre la responsabilidad que nada de lo que había hecho hasta entonces. Describió sus años de universidad con cariño y explicó que se había tropezado con Jack en una fiesta de la fraternidad durante su último curso. Salieron durante dos años; cuando se casaron, ella lo hizo con la convicción de que duraría para siempre. En aquel punto se quedó callada, sacudió la cabeza ligeramente y pasó al tema de sus hijos, pues no quería pensar en el divorcio.
Mientras Adrienne hablaba, Paul fue preparando la ensalada y la complementó con los picatostes que ella había comprado; de vez en cuando hacía preguntas, las suficientes para hacer constar que le interesaba lo que ella estaba contando. La vivacidad de su rostro cuando le hablaba de su padre y de sus hijos le hizo sonreír.
Estaba anocheciendo y las sombras empezaban a propagarse por la habitación. Adrienne puso la mesa mientras Paul echaba un poco más de vino en sus vasos. Cuando la cena estuvo lista, ambos se sentaron.
Mientras comían fue Paul quien más habló. Le contó su infancia en la granja, describió los suplicios de cuando estuvo en la Facultad de Medicina, el tiempo que dedicó a correr, de otras ocasiones en que había visitado la Barrera de Islas. Cuando él compartió los recuerdos sobre su padre, Adrienne pensó en contarle lo que le ocurría al suyo, pero en el último momento se echó atrás. Jack y Martha sólo fueron mencionados de pasada, al igual que Mark. Durante la mayor parte de su conversación tocaron cada tema tan sólo de forma superficial; por el momento, ninguno de los dos estaba preparado para profundizar más.
Para cuando terminaron de cenar el viento se había convertido en brisa y las nubes se agrupaban en la calma que precede a la tormenta. Paul llevó los platos al fregadero mientras Adrienne guardaba las sobras en el frigorífico. La botella de vino estaba vacía, la marea subía y los primeros relámpagos empezaban a vislumbrarse en el horizonte lejano iluminando el mundo por segundos, como si alguien estuviera tomando fotografías con la esperanza de recordar aquella noche para siempre.
Después de ayudarla con los platos, Paul señaló la puerta de atrás.
—¿Quieres dar un paseo por la playa conmigo? — preguntó—. Parece una noche agradable.
—¿No hará frío?
—Seguro que sí, pero me da la sensación de que será la última oportunidad que tendremos en un par de días.
Adrienne miró por la ventana. Debería quedarse y acababa de limpiar la cocina, pero aquello podía esperar, ¿no?
—Bien —dijo—, déjame ir a buscar la chaqueta.
La habitación de Adrienne estaba al lado de la cocina, en una estancia que Jean había añadido hacía doce años. Era más grande que las otras habitaciones de la casa y su cuarto de baño estaba dispuesto alrededor de un gran
jacuzzi
. Jean se bañaba a menudo. Siempre que Adrienne la llamaba cuando estaba alicaída, Jean le aconsejaba que hiciera lo mismo para sentirse mejor: «Lo que necesitas es un baño largo, caliente y relajante», le decía, sin pensar en que había tres chicos en la casa que monopolizaban el cuarto de baño; sin darse cuenta de que el horario de Adrienne no le dejaba mucho tiempo libre.
Cogió su chaqueta del armario. También sacó su bufanda y se la enrolló alrededor del cuello. Al consultar el reloj se sorprendió de lo rápido que habían pasado las horas. Cuando regresó a la cocina, Paul ya la estaba esperando con el abrigo puesto.
—¿Estás lista? — preguntó.
Ella se subió el cuello de la chaqueta.
—Vamos. Pero te aviso: no soy una amante del frío. Mi sangre sureña es un poco delicada.
—No estaremos fuera mucho tiempo, te lo prometo.
Sonrió mientras salían; Adrienne accionó el interruptor que iluminaba los escalones. Caminando el uno junto al otro, pasaron por encima de las dunas camino de la arena compacta a la orilla del mar.
La noche era de una belleza exótica; el aire era limpio y fresco y en la bruma se olía el sabor de la sal. En el horizonte, los relámpagos titilaban a un ritmo constante y encendían las nubes. Al mirar en aquella dirección, ella se dio cuenta de que Paul también estaba observando el cielo. Pensó que sus ojos parecían registrarlo todo.
—¿Habías visto algo así? ¿Habías visto unos rayos como ésos?—preguntó él.
—En invierno no. En verano sucede de vez en cuando.
—Se debe al encuentro de dos frentes. He visto cómo empezaba cuando estábamos cenando; me hace pensar que la tormenta será mayor de lo que habían previsto.
—Espero que te equivoques.
—Podría ser.
—Pero lo dudas.
Él se encogió de hombros.
—Digamos que, de haber sabido lo que se avecinaba, hubiera intentado cambiar las fechas.
—¿Por qué?
—No soy amante de las tormentas, especialmente desde el huracán Hazel de 1954. ¿Te acuerdas?
—Sí, aunque yo era bastante joven entonces. Cuando se iba la electricidad en casa me sentía más excitada que asustada. Y Rocky Mount nunca resultaba tan azotado, al menos nuestro vecindario.
—Qué suerte. Yo tenía veintidós años y estaba en Duke, cuando oímos que se acercaba, unos cuantos chicos del equipo de atletismo pensamos que sería toda una experiencia bajar a Wrightsville Beach para divertirnos con el huracán. Yo no quería ir, pero como era el capitán los demás me arrastraron.
—¿No fue ahí donde llegó tierra adentro?
—No exactamente, pero estaba muy cerca. Cuando llegamos allí la mayor parte de la gente había abandonado la isla, pero nosotros éramos jóvenes y estúpidos, así que seguimos adelante de todos modos. Al principio fue bastante divertido. Nos inclinábamos contra el viento para sostener el equilibrio; nos parecía estupendo y nos preguntábamos por qué todo el mundo había armado tanto escándalo. Sin embargo, unas horas más tarde el viento era demasiado fuerte para jueguecitos y la lluvia caía como una cortina, así que decidimos volver a Durham, pero no pudimos salir de la isla. Habían cerrado los puentes cuando el viento alcanzó los ochenta kilómetros por hora, así que estábamos atrapados. Y la tormenta era cada vez peor. A las dos de la madrugada todo parecía un campo de batalla. Los árboles se derrumbaban, los tejados se partían y mirases donde mirases había algo que podía matarnos si atravesaba las ventanillas del coche. El estruendo era mayor de lo que puedas imaginar. La lluvia aporreaba el coche y la tormenta estalló con toda su furia. La marea estaba alta y, por si fuera poco, había luna llena; las mayores olas que había visto nunca se estaban aproximando una tras otra. Por suerte estábamos lo bastante lejos de la playa, pero aquella noche vimos cómo cuatro casas eran arrasadas. Y entonces, cuando creíamos que ya no podía ser peor, las líneas de alta tensión comenzaron a romperse. Vimos cómo explotaban los transformadores uno tras otro, y un cable aterrizó cerca del coche. El viento lo sacudió durante toda la noche. Estaba tan cerca que veíamos las chispas, y varias veces estuvo a punto de darle al coche. Aparte de rezar, creo que ninguno de nosotros dijo una palabra en lo que quedó de noche. Fue lo más estúpido que he hecho nunca.
Adrienne no había apartado los ojos de él mientras le hablaba.
—Tuviste suerte de sobrevivir.
—Lo sé.
En la playa, la violencia de las olas había formado una espuma que parecía pompas de jabón en la bañera de un niño.
—Nunca había contado esta historia —añadió Paul finalmente—. A nadie, quiero decir.
—¿Por qué no?
—Porque no era… yo, en cierto modo. Nunca había hecho nada tan temerario como eso, ni lo hice después. Casi es como si le hubiera ocurrido a otra persona. Tendrías que conocerme para entenderlo. Yo era de esos chicos que no salen el viernes por la noche para no retrasarse en los estudios.
Ella se rió.
—No me lo creo.
—Es cierto, no salía.
Mientras pisaban la arena endurecida, Adrienne contempló las casas detrás de las dunas. No había luces encendidas y, entre las sombras, Rodanthe la impresionó tanto como una ciudad fantasma.
—¿Te importa si te pregunto una cosa? — preguntó—. Es decir, no quiero que lo malinterpretes.
—No lo haré.
Dieron unos pasos más mientras Adrienne forcejaba con las palabras.
—Bueno…, es sólo que cuando hablas de ti casi parece que hablas de otra persona. Dices que trabajabas demasiado, pero la gente así no vende su consulta para marcharse a Ecuador. Dices que no cometías locuras, pero luego me cuentas la historia del huracán. Sólo estoy intentando comprenderlo.