Noches de tormenta (20 page)

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Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Noches de tormenta
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Hizo una pausa, asegurándose de que su hija lo comprendiese.

—En su carta, Mark decía que yo salvé a Paul de sí mismo. Pero si Mark me lo hubiera preguntado, yo habría respondido que nos salvamos el uno al otro, o que él me salvó a mí. De no haberlo conocido, dudo que jamás hubiese perdonado a Jack, y no habría sido la madre y la abuela que soy ahora. Gracias a él, regresé a Rocky Mount sabiendo que iba a estar bien, que las cosas se arreglarían, que seguiría adelante a pesar de todo. Y luego, el año que pasamos escribiéndonos me proporcionó la fortaleza que necesité cuando finalmente supe lo que le había ocurrido. Sí, estaba destrozada por haberle perdido, pero si pudiese volver atrás en el tiempo, sabiendo por adelantado lo que iba a ocurrir, de todos modos habría querido que fuese en busca de su hijo. Necesitaba arreglar las cosas con Mark. Su hijo le necesitaba, siempre le había necesitado. Y aún no era demasiado tarde.

Amanda apartó la mirada, consciente de que también estaba hablando de Max y de Greg.

—Por eso te he contado esta historia desde el principio —continuó Adrienne—. No sólo porque yo pasé por lo que estás viviendo tú ahora, sino porque quería que entendieras lo importante que era para él la relación con su hijo; y cuánto significó para Mark llegar a saberlo. Son heridas difíciles de cicatrizar y no quiero que tengas más de las que ya tienes ahora.

Adrienne cogió la mano de su hija por encima de la mesa.

—Sé que todavía te duele lo de Brent, y yo no puedo hacer nada para ayudarte con eso. Pero si Brent estuviera aquí, te diría que te centraras en tus hijos, no en su muerte. Querría que recordases los buenos momentos, no los malos. Y por encima de todo, querría saber que tú vas a estar bien.

—Ya lo sé…

Adrienne la interrumpió con un suave apretón, impidiéndole terminar.

—Eres más fuerte de lo que crees —continuó—, pero sólo si quieres serlo.

—No es tan sencillo.

—Por supuesto que no, pero tienes que entender que no estoy hablando de tus emociones. Éstas no se pueden controlar. Continuarás llorando, y continuará habiendo momentos en que sientas que no puedes seguir adelante. Pero tienes que actuar como si pudieras. En momentos como éste, tus actos son prácticamente lo único que puedes controlar. — Se detuvo—. Tus hijos te necesitan, Amanda. No creo que nunca te hayan necesitado tanto. Pero últimamente no has estado a su lado. Sé que estás sufriendo y yo sufro por ti, pero ahora eres madre y no puedes continuar así. Brent no lo hubiera deseado; tus hijos están pagando el precio de ese dolor.

Cuando Adrienne terminó, Amanda parecía estar estudiando la mesa. Pero entonces, casi como si se moviera a cámara lenta, levantó la cabeza y la mirada.

Aunque hubiera deseado saberlo, Adrienne no tenía la menor idea de lo que Amanda estaba pensando.

Cuando Amanda volvió a casa, Dan estaba doblando la última toalla de la cesta mientras miraba los deportes. Había ordenado la ropa en varios montones sobre la mesa de la sala. Automáticamente, Dan cogió el mando a distancia para bajar el volumen.

—Me estaba preguntando cuándo ibas a volver —dijo.

—Ah, hola—contestó Amanda, mirando a su alrededor—. ¿Dónde están los niños?

Dan hizo un gesto con la cabeza al tiempo que añadía una toalla verde a la pila.

—Hace sólo unos minutos que se han ido a la cama. Si quieres ir a darles las buenas noches, seguramente aún estarán despiertos.

—¿Y dónde están tus hijos?

—Los he dejado con Kira de camino a casa. Y una cosa: Max se ha manchado con salsa de pizza la camiseta de Scooby—Doo. Creo que es una de sus favoritas, porque se ha quedado muy triste. La he dejado en remojo, pero no he encontrado quitamanchas.

Amanda asintió.

—Este fin de semana compraré. Tengo que ir a la tienda de todos modos, también me faltan otras cosas.

Dan miró a su hermana.

—Si haces una lista, Kira puede ir a recoger lo que te haga falta. Sé que tiene que ir a comprar.

—Gracias por tu ofrecimiento, pero ya es hora de que empiece a hacer las cosas por mí misma.

—Está bien…—Sonrió con aire vacilante.

Por un instante, ninguno de los dos dijo nada.

—Gracias por llevarte a los chicos —dijo Amanda finalmente.

Dan se encogió de hombros.

—No ha sido nada. Íbamos a salir igualmente y me imaginé que se lo pasarían bien.

Amanda puso un tono más grave.

—No, quiero decir que gracias por todas las veces que lo has hecho últimamente. No sólo esta noche. Tú y Matt os habéis portado muy bien desde…, desde que perdí a Brent, y creo que no os he dicho cuánto os lo agradezco.

Dan miró a lo lejos al oír el nombre de Brent. Cogió la cesta vacía de la ropa.

—¿Para qué están los tíos? — Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, sosteniendo la cesta delante de él—. ¿Quieres que mañana me pase otra vez a buscarlos? Estaba pensando en ir a dar una vuelta en bici con todos los chicos.

Amanda sacudió la cabeza.

—Gracias, pero creo que no.

Dan la miró con expresión dubitativa. Amanda no pareció notarlo, sino que se quitó la chaqueta y la dejó encima de una silla junto con el bolso.

—Hoy he estado hablando un buen rato con mamá.

—¿Sí? ¿Y cómo ha ido?

—No te creerías ni la mitad si te lo explicase.

—¿Qué te ha dicho?

—Tendrías que haber estado allí. Esta noche he aprendido algo sobre ella. — Dan levantó una ceja, a la expectativa—. Es más fuerte de lo que parece —dijo Amanda.

Dan se rió.

—Sí, seguro, muy fuerte… Por eso llora cuando se le muere un pez de colores.

—Puede que sea así, pero ya me gustaría a mí ser tan fuerte como ella en muchos sentidos.

—Apuesto a que sí.

Al ver la grave expresión de su hermana, Dan comprendió de repente que no se trataba de una broma y frunció las cejas.

—Un momento —dijo—, ¿nuestra madre?

Dan se marchó unos minutos más tarde y, a pesar de sus intentos por averiguar lo que su madre le había contado a Amanda, ésta se había negado a hablar, pues comprendía los motivos por los que Adrienne había guardado silencio tanto en el pasado como en los años posteriores; sabía que su madre se lo contaría a Dan cuando tuviera una razón para ello.

Amanda cerró la puerta detrás de Dan y echó un vistazo a la sala. Además de doblar la ropa, su hermano había hecho limpieza. Recordaba que, antes de irse ella, había cintas de vídeo desparramadas junto al televisor, un montón de tazas vacías en una de las mesitas y las revistas de todo un año amontonadas sin orden ni concierto en el escritorio junto a la entrada.

Una vez más, Dan se había encargado de todo. Amanda apagó las luces pensando en Brent, pensando en los últimos ocho meses y pensando en sus hijos. Greg y Max compartían el mismo dormitorio en un extremo del pasillo; la habitación de matrimonio estaba en la otra punta. Últimamente la distancia parecía demasiado grande para ir hasta allí al final del día. Antes de que falleciese Brent, ella ayudaba a los chicos con sus oraciones y les leía pequeños cuentos con dibujos de colores, antes de subirles las mantas hasta las barbillas.

Esta noche, su hermano lo había hecho por ella. La noche anterior, no lo había hecho nadie en absoluto.

Amanda subió las escaleras. La casa estaba a oscuras y el pasillo de arriba estaba bañado en sombras. Ya en el último escalón, escuchó la respiración entrecortada de sus hijos. Avanzó por el pasillo y se detuvo en la puerta del dormitorio para echar un vistazo en su interior.

Dormían en dos camas iguales, cuyas cabeceras estaban decoradas con dinosaurios y coches de carreras; había juguetes esparcidos en el suelo y una lucecita brillaba en el enchufe junto al armario. En el silencio, vio una vez más cuánto se parecían los chicos a su padre.

Habían dejado de moverse. Conscientes de que ella los estaba observando, pretendían hacerle creer que estaban dormidos, como si se sintiesen más seguros escondiéndose de su madre.

El suelo crujió bajo el peso de Amanda. Max parecía estar conteniendo la respiración. Greg la miró, y luego cerró los párpados de golpe cuando su madre se sentó en su cama. Ella se agachó, le besó la mejilla y le acarició suavemente el pelo.

—Eh —susurró—, ¿estás durmiendo?

—Sí —dijo.

Amanda sonrió.

—¿Quieres dormir esta noche con mamá? ¿En la cama grande? — murmuró.

Al parecer, Greg necesitó un momento para entender lo que ella había dicho.

—¿Contigo?

—Sí.

—Vale —dijo.

Amanda le dio otro beso y lo miró sentarse. Entonces fue a la cama de Max; su cabello dorado brillaba bajo la luz procedente de las ventanas como una guirnalda navideña.

—Hola, cariño.

Max tragó saliva con los ojos cerrados.

—¿Yo también puedo venir?

—Si quieres…

—Vale —dijo.

Amanda sonrió mientras ellos se levantaban, pero cuando se dirigían a la puerta Amanda los cogió por detrás y los abrazó a los dos. Olían como huelen los niños pequeños: a tierra y a hierba dulce, a pura inocencia.

—¿Y si mañana nos vamos al parque y después nos compramos un helado? — dijo.

—¿Podemos hacer volar las cometas? — preguntó Max. Amanda los abrazó más fuerte, cerrando los ojos.

—Todo el día. Y al otro también, si te apetece.

Capítulo 19

Ya era pasada la medianoche y, en su habitación, Adrienne cogió la concha mientras se sentaba en la cama. Dan había llamado hacía una hora, con buenas noticias respecto a Amanda.

—Me ha dicho que mañana quería salir con los niños, los tres solos. Que necesitaban pasar más tiempo con su madre. — Hizo una pausa—. No sé qué le has dicho, pero creo que ha funcionado.

—Me alegro.

—¿Qué le has dicho, entonces? Se ha mostrado muy discreta al respecto.

—Lo mismo que vengo diciéndole todo el tiempo. Lo mismo que le habéis dicho Matt y tú.

—¿Y por qué te ha escuchado esta vez?

—Supongo —dijo Adrienne, arrastrando las palabras—, que finalmente necesitaba hacerlo.

Más tarde, después de colgar, Adrienne leyó las cartas de Paul, como ya había sospechado que haría. Aunque costaba leer sus palabras a través de las lágrimas, las que ella había escrito a Paul durante el año que pasaron separados, y que había leído innumerables veces, resultaban incluso más duras. Eran las del segundo montón, el que Mark Flanner había traído cuando vino a verla a su casa, dos meses después de enterrar a Paul en Ecuador.

Amanda había olvidado preguntarle por la visita de Mark antes de irse, y Adrienne no se lo había recordado.

Tal vez Amanda volviese a sacar el tema algún día, pero ni siquiera ahora Adrienne estaba segura de cuánto le contaría. Esta parte de la historia la había guardado enteramente para ella a lo largo de los años, bajo llave, igual que las cartas. Ni siquiera su padre sabía lo que Paul había hecho.

Bajo el pálido resplandor de la farola que entraba por la ventana, Adrienne se levantó de la cama y sacó una chaqueta y una bufanda del armario, y luego bajó las escaleras. Abrió la puerta de atrás y salió afuera.

Las estrellas resplandecían como pequeñas chispas en la capa de un mago y el aire era húmedo y frío. En el patio vio charcos ennegrecidos que reflejaban el ébano del cielo. En las ventanas de los vecinos había luces encendidas. Aunque sabía que no era más que su imaginación casi pudo oler la sal en el aire, como si la neblina del mar estuviese avanzando por los patios de todo el barrio.

Mark había llegado a casa una mañana de febrero con el brazo todavía en cabestrillo, aunque ella apenas se fijó, pues al verlo se encontró mirándolo fijamente, incapaz de apartar la mirada. Era el vivo retrato de su padre. Al abrirle la puerta él le ofreció la más triste de las sonrisas; Adrienne había dado un paso atrás haciendo lo posible por contener las lágrimas.

Se sentaron a la mesa con dos tazas de café ante ellos. Mark sacó las cartas de la bolsa que había traído con él.

—Las he guardado —dijo—. No sabía qué hacer con ellas… Se me ha ocurrido traértelas.

Adrienne asintió al cogerlas.

—Gracias por la que me escribiste —dijo—. Imagino lo duro que te habrá resultado.

—De nada —contestó él, y durante un buen rato se quedó en silencio; luego, por supuesto, le explicó por qué había venido.

Ahora, en el porche, Adrienne sonrió al pensar en lo que Paul había hecho por ella. Recordaba haber ido a visitar a su padre a la residencia después de que Mark se marchase; un lugar que su padre ya no tendría que abandonar nunca. Tal como le explicó Mark mientras estaba sentado a la mesa, Paul lo había dispuesto todo para que el padre de Adrienne pudiera quedarse en su residencia hasta el fin de sus días… Un regalo con el que había querido sorprenderla. Cuando ella empezó a protestar, Mark le hizo comprender que a su padre le habría roto el corazón saber que no quería aceptarlo.

—Por favor —dijo él al fin—, es lo que papá deseaba.

En los años siguientes, Adrienne apreció mucho el gesto de Paul, al igual que apreciaba cada uno de los recuerdos de los pocos días que pasaron juntos. Paul lo seguía siendo todo para ella; siempre lo sería todo, y bajo el frío de aquella noche de invierno Adrienne supo que siempre sería de ese modo.

Ya había vivido más años de los que le quedaban por vivir, pero el trayecto no le había parecido tan largo. Años enteros se habían barrido de su memoria, como huellas en la arena arrastradas por las olas de la orilla. Con excepción del tiempo que había compartido con Paul Flanner, a veces pensaba que había pasado por la vida sin mucha conciencia de ello; como si fuese un niño pequeño en un largo paseo en coche, mirando por la ventanilla el modo en que desfila el paisaje.

Se había enamorado de un extraño en el transcurso de un fin de semana y no volvería a enamorarse nunca. Sus deseos de amar otra vez habían terminado en el desfiladero de una montaña de Ecuador. Paul había muerto por su hijo, y en aquel instante una parte de ella había muerto también.

Sin embargo, no estaba resentida. Sabía que, en la misma situación, también ella habría intentado salvar a sus hijos. Sí, Paul se había ido, pero le había dejado algo muy importante: le había hecho conocer la felicidad y el amor; le había hecho encontrar una fortaleza que ella nunca supo que tenía. Nunca nada podría arrebatarle todo eso.

Ahora todo había terminado; todo excepto los recuerdos. Adrienne los había construido con extremo cuidado. Para ella eran tan reales como el paisaje que contemplaba en ese momento. Contuvo las lágrimas que habían empezado a brotar en la vacía oscuridad de su dormitorio y levantó la barbilla.

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