Noche sobre las aguas (18 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

BOOK: Noche sobre las aguas
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—Te echaré muchísimo de menos —dijo llorosa, Margaret.

—No des un espectáculo—le previno Elizabeth— No quiero que se enteren todavía.

Margaret se serenó.

—¿Cuándo se lo dirás?

—En el último momento. ¿Actuarás con normalidad hasta entonces?

—De acuerdo —Se obligó a sonreír— Te trataré tan mal como de costumbre.

—¡Oh, Margaret! — Elizabeth se hallaba al borde de las lágrimas. Tragó saliva— Ve a hablar con ellos mientras intento tranquilizarme.

Margaret apretó la mano de su hermana y volvió a su asiento.

Margaret pasaba las páginas del Vogue y, de vez en cuando, leía un párrafo a papá, sin hacer caso de su total desinterés.

—El encaje está de moda—citó— No me había dado cuenta. ¿Y tú?— La falta de respuesta no la desanimó— El blanco es el color que priva actualmente, a mí no me gusta. Acentúa mi palidez.

La expresión de su padre era insoportablemente plácida. Margaret sabía que estaba complacido consigo mismo por haber reafirmado su autoridad paterna y aplastado la rebelión. Lo que no sabía era que su hija mayor había colocado una bomba de relojería.

¿Tendría Elizabeth el valor de llevar adelante su plan? Una cosa era decírselo a Margaret, y otra muy distinta decirlo a papá. Cabía la posibilidad de que Elizabeth se arrepintiera en el último momento. La propia Margaret había tramado un enfrentamiento con él, pero al final se había echado atrás.

Y aunque Elizabeth se lo dijera a papá, no era seguro que pudiera escapar. A pesar de tener veintiún años y dinero, papá era muy tozudo y carecía de escrúpulos a la hora de lograr un objetivo. Si se le ocurría algún medio de detener a Elizabeth, lo pondría en práctica. En principio, no se opondría a que Elizabeth se pasara al bando de los fascistas, pero se enfurecería si la joven se negaba a plegarse a sus planes.

Margaret se había peleado muchas veces con su padre por motivos similares. Se había puesto furioso cuando aprendió a conducir sin su permiso, y cuando descubrió que ella había acudido a una conferencia de Marie Stopes, la controvertida pionera de la anticoncepción, estuvo a punto de sufrir un ataque de apoplejía. En aquellas ocasiones, no obstante, le había ganado la partida actuando a sus espaldas. Nunca había ganado en una confrontación directa. A la edad de dieciséis años, le había prohibido que fuera de camping con su prima Catherine y varias amigas de ésta, a pesar de que el vicario y su esposa supervisaban la expedición. Las objeciones de su padre se debían a que también iban chicos. Su discusión más virulenta había girado en torno al deseo de Margaret de ir al colegio. Había suplicado, implorado, chillado y sollozado, pero él se mostró implacable.

—Las chicas no tienen por qué ir al colegio —había dicho—. Crecen y se casan.

Pero no podía seguir castigando y reprimiendo a sus hijas por los siglos de los siglos, ¿verdad?

Margaret se sentía inquieta. Se levantó y paseó por el vagón, con tal de hacer algo. Casi todos los demás pasajeros del
clipper
, por lo visto, compartían su estado de ánimo indeciso, entre la excitación y la depresión. Cuando todos se reunieron en la estación de Waterloo para subir al tren, se produjo un regocijado intercambio de conversaciones y risas. Habían consignado su equipaje en Waterloo. Hubo un pequeño problema con el baúl de mamá, que excedía de manera exagerada el peso límite, pero la mujer había hecho caso omiso de lo que decía el personal de la Pan American, consiguiendo que el baúl fuera aceptado. Un joven uniformado había recogido sus billetes, acompañándoles al vagón especial. Después, a medida que se alejaban de Londres, los pasajeros se fueron sumiendo en el silencio, como si se despidieran en privado de un país que tal vez jamás volverían a ver.

Había entre los pasajeros una estrella de cine norteamericana de fama mundial, culpable en parte de los murmullos excitados. Se llamaba Lulu Bell. Percy estaba sentado a su lado en estos momentos, hablando con ella como si la conociera de toda la vida. Margaret deseaba hablar con la mujer, pero no se atrevía a acercarse y entablar conversación. Percy era más atrevido.

La Lulu Bell de carne y hueso parecía mayor que en la pantalla. Margaret calculó que frisaría la cuarentena, aunque todavía interpretaba papeles de jovencitas y recién casadas. En cualquier caso, era bonita. Pequeña y vivaz, hizo pensar a Margaret en un pajarito, un gorrión o un reyezuelo.

—Su hermano pequeño me está entreteniendo —dijo la actriz, respondiendo a la sonrisa de Margaret.

—Confío en que se esté portando con educación.

—Oh, desde luego. Me ha hablado de su abuela, Rachel Fishbein. —La voz de Lulu adquirió un tono solemne, como si estuviera comentando alguna heroicidad trágica—. Tiene que haber sido una mujer maravillosa.

Margaret se sintió algo violenta. Percy disfrutaba contando mentiras a los desconocidos. ¿Qué demonios le habría dicho a esta pobre mujer? Sonrió vagamente, un truco que había aprendido de su madre, y continuó paseando.

Percy siempre había sido travieso, pero su audacia había aumentado en los últimos tiempos. Crecía en estatura, su voz era más grave y sus bromas rozaban lo peligroso. Aún temía a papá, y sólo se oponía a la voluntad paterna si Margaret le respaldaba, pero ésta sospechaba que se aproximaba el día en que se rebelaría abiertamente. ¿Cómo se lo tornaría papá? ¿Podría dominar a un chico con la misma facilidad que a sus hijas? Margaret creía que no.

Margaret distinguió al final del vagón a una misteriosa figura que le resultó familiar. Un hombre alto, de mirada intensa y ojos ardientes, que destacaba entre esta multitud de personas bien vestidas y alimentadas porque era delgado como la muerte y llevaba un traje raído de tela gruesa y áspera. Su cabello era muy corto, como el de un presidiario. Parecía preocupado y tenso.

Sus miradas se cruzaron, y Margaret le reconoció al instante. Nunca se habían encontrado, pero había visto su foto en los periódicos. Era Carl Hartmann, el socialista y científico alemán. Decidida a ser tan osada como su hermano, Margaret se sentó delante del hombre y se presentó. Hartmann, que se había opuesto a Hitler durante mucho tiempo, se había convertido en un héroe para los jóvenes como Margaret por su valentía. Luego, había desaparecido un año antes, y todo el mundo temió lo peor. Margaret supuso que había escapado de Alemania. Tenía el aspecto de un hombre recién salido del infierno.

—El mundo entero se preguntaba qué había sido de usted —dijo Margaret.

El hombre contestó en un inglés correcto, aunque de pronunciado acento.

—Estaba bajo arresto domiciliario, pero me permitían continuar mis trabajos científicos.

—¿Y después?

—Me escapé —dijo, sin más explicaciones. Presentó al hombre sentado a su lado—. ¿Conoce a mi amigo, el barón Gabon?

Margaret había oído hablar de él. Philippe Gabon era un banquero francés que utilizaba su inmensa fortuna para apoyar causas judías, como el sionismo, lo cual le había granjeado la antipatía del gobierno británico. Pasaba casi todo el tiempo viajando por el mundo, tratando de convencer a las naciones de que aceptaran a los judíos huidos del nazismo, Era un hombre bajo, regordete, de pulcra barba, ataviado cor un elegante traje negro, chaleco gris y corbata blanca. Margaret supuso que él era quien pagaba el billete de Hartmann. Estrechó su mano y continuó charlando con Hartmann.

—Los periódicos no han informado de su huida —señaló.

—Nuestra intención es mantener el secreto hasta que Carl haya abandonado Europa sano y salvo —dijo el barón Gabon.

Ominosas palabras, pensó Margaret; da la impresión de que los nazis aún le persiguen.

—¿Qué va a hacer en Estados Unidos? —preguntó.

—Trabajaré en el departamento de Física de Princeton —contestó Hartmann. Una amarga expresión cubrió su rostro—. No quería abandonar mi país, pero si me hubiera quedado, mi trabajo habría contribuido a la victoria nazi.

Margaret no sabía nada acerca de su trabajo, sólo que era científico. Lo que le interesaba de verdad eran sus opiniones políticas.

—Su valentía ha ejercido gran influencia en mucha gente —dijo.

Pensaba en Ian, que había traducido los discursos de Hartmann, cuando a Hartmann le permitían pronunciar discursos.

Sus alabanzas parecieron incomodarle.

—Ojalá hubiera continuado. Lamento haberme rendido.

—No te has rendido, Carl —intervino el barón Gabon—. No te acuses sin motivo. Hiciste lo único que podías.

Hartmann cabeceó. Su razón le decía que Gabon estaba en lo cierto, pero en el fondo de su corazón creía haber traicionado a su país. Margaret lo comprendió así, y habría querido confortarle, pero no supo cómo. La aparición del acompañante de la Pan American solucionó su dilema.

—La comida está preparada en el siguiente vagón. Vayan acomodándose, por favor.

—Ha sido un honor conocerle —dijo Margaret, poniéndose en pie—. Espero que tendremos más oportunidades de seguir conversando.

—Estoy seguro —dijo Hartmann, sonriendo por primera vez Viajaremos juntos durante cuatro mil ochocientos kilómetros.

Margaret entró en el vagón restaurante y se sentó con su familia. Mamá y papá estaban sentados a un lado de la mesa, y los tres hijos se apretujaban en la otra, con Percy entre Margaret y Elizabeth. Margaret miró de reojo a Elizabeth. ¿Cuándo soltaría la bomba?

El camarero sirvió agua y papá ordenó una botella de vino del Rin. Elizabeth guardaba silencio y miraba por la ventanilla. Margaret esperaba, intrigada.

—¿Qué os pasa, niñas? —preguntó mamá, notando la tensión.

Margaret no dijo nada.

—Tengo algo importante que deciros —habló por fin Elizabeth.

El camarero vino con una crema de champiñones y Elizabeth aguardó a que les sirviera. Su madre pidió una ensalada.

—¿Qué es, querida? —preguntó, cuando el camarero se hubo marchado.

Margaret contuvo el aliento.

—He decidido no ir a Estados Unidos —dijo Elizabeth.

—¿De qué demonios hablas? —estalló su padre—. Claro que irás… ¡Ya estamos en camino!

—No, no volaré con vosotros —insistió Elizabeth con calma. Margaret la observó con atención. Elizabeth hablaba sin alzar la voz, pero su largo rostro, no muy atractivo, estaba pálido de tensión. Margaret se sintió solidaria con ella, pese a todo.

—No digas tonterías, Elizabeth. Papá te ha comprado el billete —dijo su madre.

—A lo mejor nos devuelven el importe —intervino Percy.

—Cállate, idiota —le conminó su padre.

—Si intentáis obligarme —prosiguió Elizabeth—, me negaré a subir al avión. No creo que la compañía aérea os permita llevarme a bordo chillando y pataleando.

Elizabeth había sido muy lista, pensó Margaret. Había sorprendido a papá en un momento vulnerable. No podía subirla a bordo por la fuerza, y no podía quedarse en tierra para buscar una solución al problema porque las autoridades le detendrían por fascista.

Pero su padre aún no estaba derrotado. Había comprendido la gravedad de la situación. Bajó su cuchara.

—¿Qué piensas hacer si te quedas aquí? —preguntó con sarcasmo—. ¿Alistarte en el ejército, como pretendía la retrasada mental de tu hermana?

Margaret enrojeció de ira ante el insulto, pero se mordió la lengua y no dijo nada, esperando que Elizabeth le aplastara.

—Iré a Alemania —dijo Elizabeth.

Su padre enmudeció por un momento.

—Querida, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos? —tanteó su madre.

Percy habló, imitando perfectamente a su padre.

—Este es el resultado de permitir a las chicas hablar de política —dijo en tono pomposo—. La culpa es de Marie Stopes…

—Cierra el pico, Percy —dijo Margaret, hundiéndole los dedos entre las costillas.

Se quedaron en silencio hasta que el camarero se llevó la sopa intacta. Lo ha hecho, pensó Margaret; ha tenido las agallas de decirlo. ¿Se saldrá con la suya?

Margaret observó que su padre estaba desconcertado. Le había resultado fácil mofarse de Margaret por querer quedarse a luchar contra los fascistas, pero era más difícil escarnecer a Elizabeth, porque estaba de su parte.

Sin embargo, una pequeña duda moral nunca le preocupaba durante mucho rato.

—Te lo prohíbo absolutamente —dijo, en cuanto el camarero se alejó, en tono concluyente, como dando por finalizada la discusión.

Margaret miró a Elizabeth. ¿Cuál sería su reacción? Su padre ni siquiera se dignaba discutir con ella.

—Temo que no me lo puedes prohibir, querido papá —respondió Elizabeth, con sorprendente suavidad—Tengo veintiún años y puedo hacer lo que me dé la gana.

—Mientras dependas de mí, no.

—En ese caso, me las tendré que arreglar sin tu apoyo. Cuento con un pequeño capital.

Papá bebió un veloz trago de vino.

—No lo permitiré y punto.

Parecía una amenaza vana. Margaret empezó a creer que Elizabeth iba a lograrlo. No sabía si sentirse contenta por la previsible derrota de papá, o enfurecida porque Elizabeth iba a unirse a los nazis.

Les sirvieron lenguado de Dover. Sólo Percy comió. Elizabeth estaba pálida de miedo, pero fruncía la boca con determinación. Margaret no tuvo otro remedio que admirar su fuerza de voluntad, aunque despreciaba su propósito.

—Si no vas a venir a Estados Unidos, ¿por qué has subido al tren? —preguntó Percy.

—He encargado pasaje en un barco que zarpa de Southampton.

—No puedes ir en barco a Alemania desde este país —dijo su padre, triunfante.

Margaret se sintió consternada. Claro que no. ¿Se habría equivocado Elizabeth? ¿Fracasaría todo su plan por este simple detalle?

Elizabeth no se inmutó.

—El barco va a Lisboa —explicó con calma—. He enviado un giro postal a un banco de allí y reservado hotel.

—¡Maldita trampa! —gritó su padre. Un hombre de la mesa vecina les miró.

Elizabeth continuó como si no le hubiera oído.

—Una vez en Lisboa, encontraré un barco que me lleve a Alemania.

—¿Y después? —preguntó su madre.

—Tengo amigos en Berlín, mamá. Ya lo sabes.

Su madre suspiró.

—Sí, querida.

Parecía muy triste. Margaret comprendió que había aceptado la inevitabilidad de la situación.

—Yo también tengo amigos en Berlín —gritó su padre.

Varias personas de las mesas contiguas levantaron la vista.

—Baja la voz, querido —dijo mamá—. Te oímos muy bien.

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