No sin mi hija 2 (6 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
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La semana siguiente, nos reunimos para preparar el plan del libro y simpatizamos inmediatamente.

¿Qué decir de Bill? Es Bill. Barbudo, la pipa en la comisura de los labios, la mirada a la vez incisiva y amistosa, al verle le quieres inmediatamente. No cuesta nada hablar con él, sabe escuchar; es un hombre muy dulce, sensible, tranquilizador, un amigo que espero conservar toda mi vida.

Me siento cómoda con alguien como él. Si la gente me quiere, si les gusto como soy, o si no les gusto, es cosa suya. Yo no cambiaré en nada mi comportamiento para gustar a alguien; y Bill es como yo. Ha venido a Nueva York para escuchar mi historia; la escucha, le interesa, simpatizamos, y la cosa está decidida: vamos a escribir juntos. Tengo la sensación de conocerle desde siempre, cuando de hecho es la primera vez que nos vemos.

En junio se firman los contratos.

Con mi primer anticipo, puedo devolver el préstamo de doce mil dólares al banco de Alpena, e ingresar una suma suficiente para pagar el futuro colegio de Mahtob.

Mi vida acaba de cambiar.

Bill se reúne conmigo en Michigan y se pone a trabajar con pasión. Con Mahtob, ningún problema. Este barbudo tranquilizador que rezuma aroma de tabaco de Virginia no la asusta. Al contrario. Mahtob acepta a Bill como parte de nuestro pequeño mundo, el único hombre en quien deposita confianza, aparte de mi padre y de Joe y John.

Bill tiene el don de sacar a la luz nuestros sentimientos, como nuestras sensaciones de entonces, bien se trate de Mahtob o de mí, y sin forzarnos nunca.

Nos confiamos a él con toda serenidad, y eso nos ayuda considerablemente a redescubrir, y sobre todo a experimentar, algunas de nuestras emociones secretas. Comprende el papel primordial que mi hija ha desempeñado en nuestra historia, y la intensidad de nuestras relaciones.

Dentro de la nueva rutina cotidiana, Bill llega puntualmente a nuestra casa a las ocho de la mañana.

Nuestra casa. Se trata de una viaja casa de madera que he alquilado por una temporada para hacer este trabajo con calma. El parquet es magnífico, de roble pulido por cien años de buenos y leales servicios. He recuperado algunos trastos del guardamuebles, Mahtob puede dormir en una habitación del primer piso, y nosotros trabajamos en la planta baja. No es lujosa, y las puertas no están blindadas. Las ventanas dan a jardines vecinos. A veces me siento demasiado expuesta, pero la presencia cotidiana de Bill es tranquilizadora.

Tomamos un pequeño desayuno y luego nos sumergimos en el trabajo.

Durante toda la jornada el magnetófono registra preguntas y respuestas, hasta que consigo revivir aquel extraño período de pesadilla.

Marilyn, la mujer de Bill, una joven rubia, encantadora y sumamente eficaz en la colaboración con su marido, transcribe las cintas en su casa, en Virginia, y cuando las páginas vuelven a nosotros, examinamos cada pasaje con detalle. Bill hace resurgir recuerdos de sonidos, de olores, de sabores, la noción del tiempo, todo lo que consigo recordar sobre el más pequeño acontecimiento.

Cada dos horas propone una pausa, saca un mazo de cartas y jugamos una partida de rami. Luego, relajados, volvemos al infatigable magnetófono hasta la noche.

Es un trabajo esclavizador, pero enteramente concluyente. Trabajamos durante nuestros buenos siete meses. Progresamos regularmente, pero para ello hemos de vencer dos desventajas. La primera es una cuestión de precisión. Siento, por ejemplo, dificultad en describir las incursiones aéreas iraquíes que nos sorprendieron un día en la cola de una panadería de Teherán. Sobre el papel suena bien, pero demasiado abstracto. Pese a reescribirlo varias veces, no conseguimos traducir el terror atroz que sentí al correr por las tortuosas calles hasta la casa, con mi hija en brazos, en medio del mortal fragor de la artillería antiaérea. Las palabras no arrastran suficientemente al lector.

Entonces Bill efectúa una serie de modificaciones, y en ese momento se produce algo extraordinario: la escena se presenta repentinamente ante mis ojos, exactamente tal como se desarrolló. Me estremezco ante el recuerdo.

Hasta el momento, seguía dudando de que mi historia pudiera interesar a personas desconocidas, gente que no sabía nada de mí. Gracias al mágico trabajo de Bill, ya no tengo ninguna duda.

Después de la publicación de
No sin mi hija
, me sentiría orgullosa de la reacción de mis lectores. Me confiarían haber temblado por mí, haber sentido el frío de las montañas, imaginado la mugre en que habíamos vivido, percibido hasta el olor de las cebollas asadas…

La segunda desventaja es más grave, hasta el punto de que podría llegar a comprometer la publicación del libro.

Corre el mes de septiembre, poco tiempo después de la muerte de papá, en un momento en que me siento, pues, extremadamente vulnerable. Bill y yo trabajamos hasta muy tarde por la noche, a veces incluso hasta las dos o las tres de la madrugada. Estoy agotada, extenuada, al límite de mis fuerzas.

El proceso de la escritura es desde el comienzo una intensa experiencia emocional para mí. La he asumido como el corazón, el centro, de un mensaje personal.

Pero en este período es cuando me desmorono. Ocurre en el momento en que saco de sus antiguas cajas los regalos de Moody. Había colocado sobre la estantería, sin mirarlas, las cajas de cartón recuperadas del guardamuebles. Libros dedicados, una cajita de música que toca una canción de cuna de Brahms al tiempo que hace girar una figurita elegida por mí: una mamá acunando a su hijo.

El desembalado de todos estos recuerdos hace surgir en mí un sentimiento sorprendente que hasta ahora he rechazado. Pero no puedo negarlo por más tiempo: ¡Echo de menos a Moody!

Peor aún, ¡una parte de mí le ama todavía!

Fue mi amigo más íntimo, mucho antes de mi matrimonio, mi compañero y mi confidente. Ahora me encuentro sola. Totalmente sola.

Una vez identificado este sentimiento, me embarga una oleada de culpabilidad, así como una terrible falta de confianza en mí misma.

¿Cómo es posible? ¿Cómo cabe imaginar algo así? ¿Cómo puedo sentir aún otra cosa que cólera vengativa hacia ese hombre? ¡Después de todo lo que nos ha hecho sufrir! Aunque esté mentalmente enfermo, hipótesis que he considerado por un momento y luego desechado, ¡añoro tenerle!

¿A quién voy a hablar de ello? ¿Quién puede comprenderlo? Al igual que toda mi familia, me he vuelto hábil en rechazar el problema, en no evocar el conflicto amoroso. Y me veo ahora sumida en una exploración interior irreversible. Este viaje personal me resulta atroz. Deseo desesperadamente escapar de él, olvidar el libro y todo lo que conlleva.

Ciertos días, comienzo las sesiones de trabajo con Bill en medio de una angustia tal que me levanto de un salto y voy a llorar a otra parte.

Bill y Marilyn nunca me imponen nada, pero están siempre ahí para sostenerme. Si sollozo en el baño, Bill se toma su tiempo para cargar la pipa y trabaja solo hasta que yo regreso.

Si se hubiera mostrado más agresivo, seguramente yo habría abandonado el trabajo. Y si no me hubiera sostenido, probablemente habría telefoneado a Moody.

Otros días, sentía una necesidad urgente y casi irresistible de él, como una droga, que hubiera sido capaz de echarlo todo a perder.

Sobrevivo a este mes difícil, y el resistir me permite girar finalmente la página más importante de mi vida.

He negociado con mi conflicto interior, he hablado abiertamente de él, lo he escrito, revivido. Como en un psicoanálisis. Salgo de él purificada, aliviada de una gran carga.

Por primera vez en mi vida, soy un ser libre.

La idea de la versión cinematográfica de
No sin mi hija
ha nacido al mismo tiempo que el libro y forma parte del contrato desde el comienzo. Las transacciones tienen lugar, cuatro meses después de la firma del contrato del libro en junio de 1986, con la Metro Goldwyn Mayer.

Para los productores de la MGM, Harry y Mary Jane Ufland, yo soy la asesora de la película.

Los Ufland son una pareja legendaria. Harry es un hombre de unos cincuenta años, bajito y desbordante de energía. Mary Jane debe de andar por los treinta; es más alta que su marido, muy delgada, con largos cabellos rubios y lacios.

Mi primera cita con ellos tiene lugar en un hotel-restaurante del aeropuerto de Detroit, unos días después de la firma del contrato. Allí aguardamos durante tres horas a que un eminente guionista de Detroit se digne a hacer su aparición. Harry se muestra muy amable conmigo, pero está furioso por este retraso, y presiento que no tiene la costumbre de esperar.

Finalmente, el guionista aparece, se instala con nosotros, y, sin emplear la menor fórmula de cortesía, me mira y dice:

—Bien, esto es lo que yo pienso: hay que crear una historia de amor entre usted y el hombre que la ayudó a salir de Irán.

Me sobresalto:

—¡Pero si las cosas no ocurrieron así!

—Eso no importa. Hay que hacer un film dirigido al gran público, que atraiga a la gente, y eso es lo que les gusta.

Harry y Mary Jane le observan en medio de un silencio glacial. Yo estoy consternada. Si la película ha de ser así, mejor será que me marche ahora mismo, aun cuando pierda todo control sobre el guión, puesto que me han hecho firmar una renuncia.

—No me gusta nada este punto de vista.

—Muy bien, si no quiere usted historia amorosa, la haremos liberar por la CÍA; ha de ser una cosa o la otra.

Después de su marcha, los Ufland se esfuerzan por consolarme. Para mi alivio, les gusta la historia tal como es, y no ven utilidad alguna en añadirle una trama artificial y tópica.

Para el nuevo curso escolar, ni siquiera he considerado la posibilidad de enviar a Mahtob a la escuela. Eso representa demasiadas cosas que asimilar al mismo tiempo.

Al aprender a leer y escribir el parsi en Irán, ha olvidado el inglés, y le quedan muchos traumatismos que superar: la pérdida de su padre, la de sus amiguitos de Irán, la muerte de su abuelo, sin mencionar la vida cotidiana en nuestra casa, totalmente trastornada por el frenesí del trabajo.

Mientras tanto, le doy a Mahtob una educación particular, muy diferente.

Hasta ahora me he contentado con proteger a mi hija con mis propios medios; desde nuestra llegada le he explicado lo que podía pasar, cómo su padre podría tratar de secuestrarla en la calle, o delante de la casa… pero no he hecho nada más.

Ahora debe ir a la escuela, y el riesgo es mayor. También he de tener en cuenta, en los meses venideros, los viajes que tendré que efectuar a causa del libro, las giras de conferencias, las sesiones de firmas. No puedo llevar a Mahtob de la mano, minuto a minuto y día tras día. Hay que elaborar un sistema de seguridad más eficaz. Así es como el detective Nelson Bates entra en nuestra vida. Es un hombre de cincuenta años, extremadamente amable, pero ancho de hombros y autoritario. De la clase de los que uno respeta con sólo oírle alzar la voz. Nelson viene a casa de uniforme, para habituar a Mahtob a los policías. Le enseña cómo reaccionar ante un eventual raptor, tanto en la casa como en la calle.

—No creo que traten de secuestrarte. Pero si llegara a pasar, debes saber cómo reaccionar. Por nuestra parte, haremos todo lo posible para protegerte, pero tú debes estar a la altura y aprender a defenderte. Te diré una cosa: no eres la única que se halla en esta situación, no es nada extraordinario. Yo soy abuelo, sabes, y mi propia nieta, que recogí en mi casa y a la que crié como si fuera mi hija, tiene el mismo problema. Buscamos al secuestrador también. Ambas os encontraréis y hablaréis de todo eso. Verás, es como tú. Lo más importante es no dejar nunca que se acerque un desconocido. Una vez que sepas conseguirlo, ya no tendrás miedo.

Las dos niñas se encuentran finalmente y descubren que tienen los mismos miedos. La ventaja para Mahtob es que así se da cuenta de que no es un caso excepcional.

Cuando cumple siete años, la matriculo en una escuela bajo un nombre falso, elegido la víspera del comienzo de las clases.

Los primeros días, cada vez que empieza un ejercicio escrito, copia su nuevo nombre de un borrador que le he preparado. La directora y los profesores están al corriente y han jurado mantener el secreto sobre su pasado.

Mi hija se toma muy en serio su identidad secreta. Una noche, su hermano John invita a una compañera, y entra gritando como de costumbre:

—¡Hola, Tobby! ¿Todo va bien?

Mahtob se lanza sobre él y lo arrastra al cuarto de la ropa blanca.

—¡Sssssshit! No vuelvas a llamarme así delante de tu amiga. Jamás.

Al igual que en Irán, sé que con ella un secreto está bien guardado.

Ruth Hatzung, su maestra, ha comprendido la dificultad que experimenta Mahtob al verse separada de mí. La ayuda a abrirse, a volver a asentarse nuevamente en América, a alejar el pasado, sin dejar de prestarle en todo momento atención. Lo lleva tan bien que Mahtob no tiene necesidad de una ayuda psicológica particular.

En cuanto a mí, acudo cada semana a la escuela para trabajar en ella voluntariamente, ayudar a los niños con problemas en los estudios, aquellos que les cuesta mucho aprender a leer, por ejemplo. Lo hago durante tres años, al principio con un nombre falso. Los niños ignoran quién soy, no hacen preguntas sobre nuestro pasado, y sus padres tampoco.

Sólo las maestras lo saben. Yo misma soy una especie de maestra de repuesto, naturalmente sin salario. Tengo necesidad de estar sobre el terreno, de conocer bien los lugares, y de no estar separada de mi hija. Pero tampoco me ahorro decepciones. Aquella madre de familia, por ejemplo, que me dice un día, cuando ya habíamos asumido nuestra verdadera identidad:

—Señora, su presencia pone en peligro su entorno. Mahtob no debería ir a la escuela; es peligroso para los demás niños.

¿Y si los secuestradores venían y disparaban contra ellos?

Pero las reflexiones de esta clase son raras.

El primer día de Acción de Gracias desde nuestra llegada adquiere un sentido muy especial. Mis amigos paquistaníes, Tarik y Farzana Ali, acompañados de sus dos hijos, vienen de Nueva York para celebrar con nosotros esta fiesta. No puedo olvidar que ellos intentaron todo lo posible para ayudarme a salir de Irán. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, de la época en que vivíamos con Moody en Corpus Christi, Texas, donde formábamos parte de un grupo de simpatizantes islámicos, que contaba también con familias originarias de la India, de Egipto y de Arabia Saudí.

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