—Calma. Las dos están aquí y todo va bien. Calma… Voy a hablar con ellas.
—¿Dónde está Vera?
—Se ha marchado a dar una vuelta por los clubes nocturnos. Tiene para un rato…
Craig hace una profunda aspiración, se dirige al baño y se lava la cara y las manos. No es el momento de asustar a sus hijas. Sigue a Frank hasta el salón, donde las dos niñas están viendo dibujos animados en la televisión. Están delgadas, paliduchas. Stephanie, con sus cabellos lacios desgreñados sobre la frente; Samantha, una papilla de bebé bajo sus rizos castaños. Frank anuncia:
—Niñas, hay alguien que quiere veros. ¡Es un amigo mío!
Stephanie se da la vuelta, fija su mirada dos o tres segundos en el hombre de cabellos negros, vestido con ropas demasiado anchas… Una eternidad para Craig, antes de que la pequeña grite:
—¡Papá! ¡Es papá!
Y rompe a llorar, abre los brazos y corre hacia él.
Craig se agacha para cogerla; el choque casi le hace caer al suelo. Samantha no está muy segura de comprender, pero sigue a su hermana, y muy pronto Craig tiene los brazos cargados con los dos seres por quienes lo ha arriesgado todo.
Le parecen más delgadas que en sus recuerdos. Llevan camisas de noche rosas de algodón raído. Su pelo tiene necesidad de un lavado y un corte. Pero son las niñas más bonitas del mundo. Se siente invadido de una oleada de optimismo, como si acabaran de liberarle repentinamente de un gran peso. «¡La sensación de bajar por una montaña rusa, la más alta, la más bella!»
Stephanie es la primera en preguntar:
—¿Vamos a volver a casa, papá?
Esta frase resuena en la cabeza de Craig como el tañido de una campana de felicidad:
—Sí, cariño, sí, las vacaciones han terminado. Ya es hora de volver a casa.
—¿Eran vacaciones?
—Eso es, cariñito, eran vacaciones.
Ninguna de las dos pregunta dónde está su madre, ni si ella les acompañará…
Siguiendo el plan previsto, Frank abandona su cazadora, su cartón de cigarrillos, su reloj, su encendedor y su ropa, como si fuera a volver, y deja una nota a Vera:
«Mi amigo Bob Servo regresa mañana a Estados Unidos y me ha invitado a tomar una copa antes de su partida. Voy a su casa con las niñas; no te preocupes. Si se hace demasiado tarde y las pequeñas se duermen, pasaremos la noche en su casa, y las traeré mañana por la mañana. Brad.»
Abandonan en seguida el apartamento, pese a que el retorno de Vera no está previsto para antes del alba. Pero Craig no quiere abusar de la suerte.
Samantha lleva consigo un conejito vestido de rojo, Stephanie coge su manta, una manta de viaje de bebé tejida por la madre de Craig por su nacimiento y que ella nunca abandona. Frank añade a ello una almohada y un grueso oso de felpa para el viaje. Sólo se lleva dos pañales para Samantha, lo suficiente para justificar la ausencia de una noche de las niñas sin alertar a Vera.
Luego los dos hombres, con las niñas en brazos, suben en el Peugeot. Craig se instala en la parte trasera para jugar con sus hijas. Frank se sienta al volante.
A las nueve de la noche están en la carretera. Marchan hacia los Países Bajos, o hacia el arresto en la frontera.
En la autopista, Frank pone la quinta marcha, pisa a fondo, lanzando el coche al máximo de sus cuatro cilindros. Esa noche deben conseguir un buen promedio. En principio, su plan está organizado hasta en los menores detalles. Se trata de mantener despiertas a las niñas hasta llegar al puesto fronterizo descubierto, para que se rindan al sueño justo antes del paso. Craig y las dos niñas se ocultarán entonces en el portamaletas del Peugeot, suficientemente espacioso y equipado con colchones de espuma y mantas.
Con un poco de suerte, las niñas dormirán hasta los Países Bajos. Si un aduanero se acerca al coche, Frank debe pisar tres veces el pedal del freno, y Craig, viendo la luz por la luna trasera, estará listo para cubrir la boca de las niñas, por si éstas se despiertan.
Hay también un plan de urgencia, en caso de que les arresten. Craig debe empujar violentamente al primer aduanero que esté a su alcance, y echar a correr, mientras Frank huye en el coche con las niñas para dirigirse al consulado americano de Ámsterdam y refugiarse allí a la espera de avisar a los padres de Craig y a su abogado.
Durante las tres primeras horas, el viaje es rápido y tranquilo, sin incidentes. Craig está ansioso, a la vez excitado y aliviado, en el límite del pánico. Para pasar el rato, juega con sus hijas; les ha dado a cada una una piruleta con la esperanza de que el azúcar las mantenga desveladas el mayor tiempo posible. Las pequeñas están fatigadas, pero bien despiertas, encantadas de volver a reunirse con los abuelos. Samantha, que aún no ha cumplido los dos años y está aprendiendo a hablar, balbucea en alemán. Stephanie no ha olvidado su inglés. En un momento dado, levanta los ojos hacia su padre y le dice:
—Sabía que vendrías a buscarme.
Y Craig, que hace todo lo posible para que las niñas no lloren, responde tontamente:
—Es que, mira, no podía dejaros allí.
Tras una breve parada en un área de descanso para cambiar el pañal de Samantha, el coche reanuda la marcha. Las niñas se duermen. Craig se instala en el asiento delantero. La noche ha refrescado, y han tenido que cubrir a las niñas con sus chaquetas y camisas de franela. Van los dos en camiseta. Craig opina que se encuentran aproximadamente a media hora de la frontera.
Craig, liberado de la obligación de distraer a las niñas, siente que los nervios se le relajan. Las preguntas se arremolinan en su cabeza. ¿Conseguirán pasar la frontera? ¿Qué pasará una vez en Holanda?
Y avanzan así en medio de la noche a través de bosques pantanosos, apenas cruzando palabra, cada uno de ellos sumido en sus sombríos pensamientos. ¡De repente comprenden que están perdidos! Horriblemente perdidos. Estúpidamente perdidos. Han seguido el mapa levantado el segundo día de su viaje de marcación para encontrar el pequeño puesto fronterizo, y aquél indicaba una bifurcación a la derecha, justo antes del final de la autopista. Esta bifurcación debía llevarles a una carretera de una sola vía. Han debido de girar demasiado pronto o demasiado tarde, pues al salvar la cresta de una colina aparece una señal blanca que ellos nunca han visto:
Zoll
, un kilómetro.
La frontera está aquí, pero ¿dónde? El pulso de Craig se acelera. Van derechos hacia algo mucho más temible que el minúsculo y simpático paso pedregoso…
Craig reflexiona a toda prisa:
—Te detendrás en lo alto de la colina. Voy a subir al maletero con las niñas; seguiremos el plan.
No tienen tiempo de ello. Frank frena bruscamente al descubrir un
stop
, y el Peugeot es de pronto barrido por unos reflectores. El cartel ha mentido, no estaban a un kilómetro de la frontera, ¡sino apenas a cien metros!
El puesto fronterizo es enorme, de ocho o diez carriles, una cabina de cristal en cada uno, guardias y reflectores.
El Peugeot es el único vehículo a la vista, todos los aduaneros de servicio deben de estar observándolo. El plan del maletero es imposible de llevar a cabo. Peor aún, no hay escapatoria posible. El paso fronterizo tiene sentido único. Se sale de Alemania, pero no se regresa a ella…
Bajo el efecto de la sorpresa, Craig ha vacilado. Señala con el dedo hacia un aparcamiento reservado para la inspección de camiones:
—Ponte ahí; reflexionaremos.
Presa del pánico, Frank se detiene en seco en medio del aparcamiento, apaga los faros y para el motor, colocándose así en situación de perfecto sospechoso. Los guardias tienen seguramente la mano sobre el arma.
—No podemos quedarnos aquí…
Craig distingue entonces una cabina telefónica frente a las garitas. Empuja a Frank fuera del vehículo:
—Ve allí y finge telefonear… Voy a inventarme algo.
No hay mucho que inventar. Están cogidos. La elección es sencilla: o lanzarse, o rendirse. Y Craig no tiene intención de abandonar. Frank finge telefonear, la frente perlada de sudor, y luego vuelve a sentarse al volante:
—¿Y bien?
—Trataremos de escurrir el bulto…
—¿Quieres que intente cruzar por la fuerza?
—¡No, dispararían contra el coche! Avanza simplemente hasta el
stop
junto a la cabina, tiende los pasaportes por la portezuela, no pares de avanzar, podremos ver perfectamente si nos hacen la señal de seguir. A veces, funciona…
Hasta ese momento Craig era presa del pánico. Pero, una vez tomada la arriesgada decisión, se relaja, y Frank también.
Craig ya había utilizado esta técnica, llamada «huida hacia adelante». Pero esta vez, la cosa no puede funcionar; su comportamiento y su pinta son demasiado extraños. Un guardia grita:
—
Halte!
Seis guardias salen lentamente de su cabina, la mano sobre el arma. Están a seis metros.
Dos guardias se acercan por cada lado del coche y piden los pasaportes. Frank obedece, pero Craig se queda paralizado en el asiento. He dejado sus documentos en una bolsa, y la bolsa está en el maletero.
Craig decide salir del coche, rezando para que las niñas no se despierten, para que el guardia no enfoque la linterna bajo la cobertura de chaquetas y camisas, en el asiento trasero. Coge las llaves que le tiende Frank y se dice a sí mismo: «Si las cosas van mal, ni siquiera podremos arrancar. »
Abre el portaequipajes, hurga en la bolsa y entrega su pasaporte con un aire lo más indiferente posible. Observa que el guardia lleva un pequeño ordenador portátil. El mismo modelo que estuvo a punto de pillarle en el tren de Fráncfort. Si el guardia pulsa el número, será descubierto.
En ese momento, un tercer guardia se inclina y barre con la linterna la parte trasera del vehículo. Los cabellos rubios de Stephanie sobresalen un poco por debajo de la ropa; ¿los ha visto? El hombre abre la boca para hacer una pregunta. Craig desvía su atención dando tres rápidos pasos hacia atrás y gruñendo:
—Bueno, ¿puedo cerrar el maletero ya?
Dos guardias desabrochan sus pistoleras y apoyan la mano en sus pistolas de 9 mm, la versión alemana occidental de la Colt 45.
—
Halte! Halte!
Craig adopta una actitud lo más normal posible, con los brazos tendidos, repitiendo con tono cansado:
—No hay nada, nada… Miren en el portaequipajes.
—¿Tiene usted algo que declarar?
—No llevamos nada, ya se lo he dicho… —Salvo dos niñas indocumentadas en el asiento trasero.
El aduanero devuelve los pasaportes a Frank, pero parece insatisfecho, y continúa dando vueltas alrededor del portaequipajes. Aquellos dos, intuye, no tienen aspecto de turistas corrientes. Sin afeitar, semblante cansado, casi sin equipaje…
—¿
Souvenirs
? ¿Cámaras fotográficas?
—Eh, pasamos la frontera habitualmente. ¡No vamos a llevarnos
souvenirs
cada vez!
—¿Droga?
—¡Vamos, registre!
Evidentemente, los guardias se interesan más por el maletero que por el asiento trasero. Uno de ellos examina el salpicadero; su linterna ilumina dos latas de cerveza, vasos de papel, papeles de bocadillo…
Frank aguarda silencioso; espera. Por fin, el maletero se vuelve a cerrar, Craig se sienta en el asiento del pasajero, vuelve a poner las llaves de contacto y susurra:
—Arranca suavemente, no cales el motor, no hagas crujir los neumáticos, conduce normalmente, como si nada.
En el instante en que Frank arranca, los guardias avanzan al mismo tiempo que el coche, unos pasos, como si no hubieran acabado su inspección. Luego dan media vuelta. El Peugeot pasa la barrera levantada y continúa… ¡Flan pasado! El episodio ha durado unos siete minutos… siete minutos de espantosa tensión.
Pero Craig aún no quiere cantar victoria. No lo habrán logrado hasta que lleguen a los Países Bajos… o si un segundo puesto de control les espera en la curva. Ni siquiera están seguros de seguir la buena dirección.
Avanzan durante una hora, hasta que las matrículas blancas alemanas dejan paso a las amarillas holandesas, y llegan a los suburbios de Rotterdam, al amanecer del domingo.
Allí, echan una cabezadita en un aparcamiento, pues el consulado no abre hasta el lunes por la mañana. También hay que economizar dinero. A Craig le quedan ochenta dólares, ¡de los veinte mil del comienzo!
Las niñas han dormido durante todo el viaje. Stephanie se despierta y se despereza:
—¡Papá, tengo hambre!
Frank va a comprar algo de comer y trata de telefonear a Michigan para avisar a la familia. Lo intenta en una cabina con marcos alemanes, y acaba por obtener comunicación: ha dado con una tienda de comestibles de Canadá, que responde: «¡No estamos!»
El lunes por la mañana, toman fotografías de carnet a las pequeñas, cogen nuevamente el coche y llegan a Ámsterdam, donde, en el consulado, se encuentran con una larga cola, con las niñas a remolque. «No importa —se dice Craig—, estamos en lugar seguro. Aquí se trata a la gente con respeto…»
Se encuentra entonces cara a cara con la funcionaría a la que había telefoneado el mes anterior, desde Estados Unidos. Elle le mira con severidad:
—¿Cómo ha conseguido usted cruzar la frontera sin pasaportes?
—Eso no importa, ya que estamos aquí. Éstas son las fotos, las partidas de nacimiento, las tarjetas de la Seguridad Social y la sentencia del tribunal que me concede la custodia de las niñas. Volvemos a América.
Pero la funcionaría quiere saberlo todo:
—¿Las ha hecho cruzar clandestinamente? ¿Ha herido a alguien? ¿Ha secuestrado usted a estas niñas?
—Escuche, ellas están aquí, son ciudadanas americanas. Aquí tiene los documentos. No hace falta saber cómo han llegado hasta aquí.
Pasa un cuarto de hora antes de que la funcionaria se ablande. Cumple con su deber, pero ha visto que las niñas tienen aspecto feliz con su padre. Se marcha y unos minutos más tarde regresa:
—Aquí tiene los pasaportes, señor DeMarr. Felicidades.
Esta vez, los
desesperados
se han convertido en héroes. Les facilitan reservas de avión, les buscan un hotel no muy caro para la noche, y, en lo demás, ya se arreglarán…
Al día siguiente, aún hay que tomar el tren hasta el aeropuerto, setenta kilómetros sin billetes…
—Sus billetes —pide el revisor.
—Aguarde, los tengo en alguna parte,… ¿No es esto? No, no es esto… Frank, ¿quieres coger a Samantha en brazos?, mientras yo busco; creo saber dónde están los billetes…