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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (13 page)

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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En el recuerdo, me veo tan cómico como una señora gorda subida a una silla porque ha visto un ratón. Pero en aquel momento no le veía ninguna gracia a la situación, palabra. Yo trepaba hacia la ventana del primer piso y, detrás de mí, escalando con los pies y las manos, echando chispas
por
los ojos y fuego por la boca, sabía que venía el
Puti
dispuesto a todo.

Su mano derecha arrugaba la foto de la sardina, y aquello me recordó algo que dejé para más tarde. No obstante, la imagen me quedó grabada.

Un pie aquí, otro allá, siempre hacia arriba con la intención de colarme por la ventana del primer piso, mientras la mano del
Puti
me arañaba las zapatillas sin poder agarrarme…

… Y yo que llego al alféizar de la ventana, y me izo a fuerza de brazos, apoyando siempre los pies aquí y allá, porque las cañerías tienen unos salientes muy fáciles de escalar…

Me perseguían los gritos y la mala leche del
Puti.
Se había puesto como loco. No estaba dispuesto a dejarme escapar, ni en broma. Oí el tintineo de las botellas de cerveza a las que se encaramaba, adiviné que se subiría a lo alto, que me agarraría por los pies, que tiraría y que yo caería…

¿Cuántos metros habría hasta el suelo? ¿Tres?, ¿cuatro? ¿Cuánto daño puedes hacerte cayendo desde esa altura?

¡La ventana estaba cerrada!

La golpeé con el puño.

—¡Abran! ¡Abran! —grité.

No podía detenerme. Aunque no mirara («Por lo que más quieras, no mires hacia abajo, o te marearás y caerás»), presentía la presencia del
Puti.
Imaginaba su mano lanzándose hacia mí, como el brazo del Hombre de Goma de Los Cuatro Fantásticos. Imaginaba que me cogía por el tobillo y tiraba…

… Y ahora la caída sería de más metros, porque yo ya había escalado un par de peldaños más, dos salientes de cañería más, apuntalando los pies en el alféizar de la ventana cerrada, buscando la próxima…

La próxima ventana estaba abierta.

Me temblaban las manos, me pesaba la mochila en la espalda, era consciente de que, si perdía el equilibrio hacia atrás, no habría nada que parara mi caída. Y eso me hacía calcular la anchura de las cañerías, y me daba cuenta de que mis talones apenas si tenían apoyo, e iba subiendo tembloroso, incluso en silencio, para concentrarme mejor en lo que tenía entre manos, como si temiera que el aire expirado al gritar pudiera proyectarme hacia el vacío…

Conseguí llegar hasta la ventana del segundo piso. Eché una mirada al interior.

Vi a una mujer sentada en la taza del water, con las bragas bajadas. Y no le vi nada, no había nada que ver, pero ella se puso furiosa, emitió un chillido capaz de romper copas de duralex, y empujó el batiente de la ventana.

El batiente me pilló los dedos, y me dolió.

Grité, me solté, estuve a punto de caer, sujetándome tan sólo a la cañería…

… Y, en ese preciso instante, la mano del
Puti
me agarró del tobillo.

Sentí que una descarga eléctrica me recorría el cuerpo. Grité y, sin poder evitarlo, miré hacia abajo. Había unos seis o siete metros de caída libre, y esto es muchísimo más de lo que parece.

Bajo mí, el rostro odioso del
Puti
riendo, y su mano agarrándome.

Me aferré con las dos manos y con todas mis fuerzas a la cañería y separé el pie libre de su soporte, para dejarlo caer a plomo.

Con todo el peso de mi cuerpo, cayó sobre la nariz del
Puti.
Todavía se reía cuando se vio chafado por el dolor perdiendo pie, con los ojos cerrados, y empezó a caer…

… Todavía me sujetaba el tobillo cuando empezó a caer, y tiró, y yo noté cómo se me despegaban los dedos de la cañería, resbalando hacia abajo…

… Pero me soltó en el último instante y oí el grito y el estrépito infernal de botellas y cajas que se producía al fondo del patio interior, y que parecía amplificarse ensordeciendo a todo el vecindario…

… Y mis dedos atraparon otro saliente, y mis pies hallaron dónde apuntalarse, y no me caí, no me preguntéis cómo lo hice, el caso es que no caí.

Durante unos instantes, el mundo dejó de rodar. Acto seguido, se puso a rodar demasiado deprisa. Oí aplausos y, al mirar hacia arriba, vi rostros amables que me sonreían y me animaban «¡Muy bien, chico! ¡Sube, ven para acá, sube…!»

Continué subiendo. A fin de cuentas, todavía quedaba un Tercer Simio, armado con una navaja, en el interior del bar.

Subir, llegar arriba, avisar a la policía y explicarles todo lo que sabía y acabar de una vez por todas con aquella aventura.

—¡Dame la mano, chaval! —decía un vecino, tendiéndome el brazo.

Le di la mano, y entonces me pareció que me abandonaban las fuerzas. Tuve la tentación de soltarme y confiar que aquel hombre me sujetara.

Pero un último esfuerzo me empujó hacia la ventana, y pataleando un poco me metí de cabeza dentro de un piso que me pareció lleno de juguetes infantiles.

—Muy bien, chico, ¿qué te ha pasado? ¿Qué querían hacerte esos dos gamberros?

—Ya lo ve… Querían jugar conmigo…

—Pues no creo que te pidan la revancha, no… Mírales…

Miré hacia abajo.

En el fondo del patio interior (que ahora ya no me parecía tan lejano) había un montón informe de cajas verdes y rojas. En la cima de la montaña, el
Puti
se quejaba de dolores agudos en una pierna. Bajo él, medio sepultado por las cajas y los cristales, chapoteando en un líquido de color indefinido, distinguí al
Piter.
Ambos parecían tan mal parados como yo deseaba.

Fernando Esteso se asomó al patio intentando sonreír.

—¡No pasa nada! —dijo a todo el vecindario—. ¡No es necesario que llamen a la policía, ya lo he hecho yo! —Y a mí me dijo—: ¡Chaval, ¿quieres bajar un momento?!

Claro que quería bajar. Sobre todo si iba a venir la policía. Me despedí precipitadamente de la familia que me había rescatado y, con la misma precipitación, me lancé escaleras abajo.

Más
sereno, empezaba
a reflexionar de nuevo sobre todas las sensaciones que había ido recogiendo en los últimos momentos. Sabía que tenía nuevos datos de los que sacar conclusiones, pero no acababa de concentrarme.

Además, me estaban esperando.

Estaban en la portería, pero yo no les vi.

Yo bajaba saltando los peldaños de dos en dos. Ya corría hacia el portal cuando aquella mano me agarró por el brazo y otra me tapó la boca. Y entre las dos me alzaron en vilo, y ni siquiera pude patalear, y me vi en la calle, y reconocí el Talbot Solara que el día anterior había estado aparcado ante los talleres Longo, y también vi aquella cabellera rizada, y me empujaron al interior del coche lleno de gente y una mano me amordazó.

El coche arrancó y yo no oí ni sirenas de policía ni gritos de protesta ni tiros ni nada por el estilo.

—Tranquilo, chaval, tranquilo… —me decía una voz femenina.

Yo estaba de bruces y sólo podía ver unos pantalones de gabardina, arrugados y sucios, que apestaban a cloaca. Los reconocí: los del gitano del sombrero, el que por la mañana registraba las ropas de Elías recién atropellado. Alguien me sujetaba las manos a la espalda, me tiraba de la mochila, me la quitaba, me arremangaba el impermeable y el chándal y me ataba las muñecas con un esparadrapo muy grueso.

Oí el riiiip de la tela engomada y el siguiente trozo me lo pusieron en la boca, para que no gritara.

La mano que me lo puso olía a perfume.

Corría el Talbot Solara y yo no tenía ninguna duda acerca de dónde me llevarían o acerca de lo que querían de mí. Lo único que me extrañaba era que no estaba asustado. Me había sobrevenido una especie de santa resignación al hecho de que la gente me avasallara. Y, de momento, aquella gentuza parecía más civilizada que los locos
heavies.

Detrás de mí, la mujer hurgaba en la mochila.

—Pues aquí no hay ninguna foto —dijo.

—Pues el Joaquín dice que le ha dado una foto —dijo el gitano.

—Pues debe de haberla escondido —dijo la mujer.

Cuando nos detuvimos y pude incorporarme, no me sentí en absoluto sorprendido por el hecho de que estuviéramos ante los talleres Longo. Tampoco me sorprendió ver la cara del gitano del sombrero y la del
moderno,
aquel Moreno de Nieve que había recogido el cuarto de millón en las Ramblas. Con ellos iba una de esas mujeres muy rotundas, muy altas y además encaramadas en sus talones de aguja, que tanto gustan a algunos de mis compañeros de clase. Una especie de folklórica descarada, segura de sí misma, muy pintada y en plan
«aquí estoy yo porque he venido».
Era la propietaria de aquella cabellera rizada que había entrevisto al volante del Opel Kadett, aquel día, en la calle Bergara.

Entre los tres me empujaron hacia la puerta que llevaba al piso de los Longo. El taller estaba cerrado, la persiana bajada, abollada por los golpes que le habían propinado los
heavies
la noche del sábado.

Subí la escalera casi vertical a empellones. Me di cuenta de que no sentía absolutamente ningún miedo y, automáticamente, empecé a sentirlo. Me vino de una manera suave y disimulada, en forma de ¿qué me harán ahora?, pregunta a la que cabía responder: «Nada, ¿qué te van a hacer, si no tienes la foto?» No obstante, la respuesta no resultaba nada convincente.

Me vi en aquel comedor donde había conocido al
Lejía,
el señor Longo, aún no hacía dos días. Todo me recordaba la presencia de Clara. Los
souvenirs
de mal gusto, el lugar donde había dejado su bolso, la silla donde se había sentado. Casi esperaba verla aparecer, sirviéndoles cafés y bebidas a mis secuestradores. Pero no estaba. Por suerte o por desgracia, no estaba.

El
Lejía
me pareció más viejo, más cansado. Lucía un esparadrapo en la frente y se apoyaba en un bastón. Reminiscencias de la pelea del sábado.

—Hola, hijo —me dijo. Suspiró. Yo le aguanté la mirada, desafiante. Me sentía cada vez más excitado. El miedo se me manifestaba en forma de un cansancio generalizado. Tenía que hacer un esfuerzo para mantener la moral, y estaba seguro de que si cedía un poco en ese esfuerzo algo se rompería en mi interior, y me echaría a llorar y las piernas me fallarían, y entonces sería como si se acabara el mundo.

El Moreno de Nieve, muy chulo, relató lo que había ocurrido. El
Lejía
le escuchaba sin quitarme el ojo de encima.

Me habían estado buscando toda la mañana. Por fin, se les había ocurrido mirar en
La Tasca
y me habían encontrado. Los
heavies
del
Puti
se les habían adelantado, pero yo me había librado de ellos. Me habían atrapado por segundos, porque el camarero del local, el Joaquín, ya había llamado a la pasma cuando ellos llegaron. El camarero del bar, el Joaquín, les había dicho que me había dado una foto, sí, pero ellos no me la habían encontrado en la mochila.

El
Lejía
suspiró como si yo le diera mucha pena, como si le supiera muy mal tener que actuar como lo estaba haciendo. Movió la cabeza y una mano apareció tras de mí y de un tirón me arrancó el esparadrapo de la boca.

—¿Dónde has escondido la foto?

Me aclaré la garganta.

—¿Qué foto?

—Venga, no te hagas el tonto. La foto, chico, la foto que me quitó Elías Gual…

—… Y que antes usted le había quitado a él.

—Primero yo se la quité a él, y después él me la quitó a mí, sí. Yo ahora vuelvo a necesitarla.

—¿Por qué? ¿Para volver a hacerle chantaje al
Pantasma?

—¿A quién? —le vino la risa.

—Al
Pantasma.
A Miguel, el conserje de la escuela, le llamamos el
Pantasma…


Pantasma
—repitió el señor Longo. Y se rió—. Ja, ja,
Pantasma,
tiene gracia… —De nuevo se puso serio—: ¿Dónde tienes la foto?

—Me la han quitado el
Puti
y el otro.

El
Lejía
alzó las cejas para consultar con los que me habían llevado hasta allí.

—Sí… —dijo dudando el Moreno de Nieve—. Es posible…

—No hemos podido registrar a esos gamberros… —dijo el gitano.

El
Lejía
suspiró de nuevo.

—Ay, ay, chaval… —hizo—. Ven…

Me cogió por los hombros y me empujó hacia el pasillo, aquel mismo pasillo por donde yo había visto aparecer y desaparecer a Elías, con el sobre de papel de embalar en las manos, la noche del sábado. Me metió en una habitación oscura como la boca del lobo y cerró con llave. Sin decir palabra.

Tragué saliva y constaté que, aparte de un ligero temblor en las piernas, todo lo demás parecía ir bien. Había dejado de preguntarme qué podían hacerme. Era esa la pregunta que me ponía nervioso. Lo que debía preguntarme era qué podía hacer yo.

¿Y qué podía hacer yo?

La habitación estaba completamente a oscuras, y olía a cerrado. Me acerqué a la puerta, con la intención de localizar el interruptor y moverlo con la barbilla o con la cabeza. Pero desde ahí se oía perfectamente lo que hablaban afuera el Moreno de Nieve, la mujer, el gitano y el
Lejía,
y me quedé parado, conteniendo la respiración y escuchando.

—Vamos, volved a
La Tasca,
a ver si ya ha pasado el follón y podéis recuperar la foto…

—¿Y si ha llegado la policía y se la han llevado ellos?

—¡Os capo! —gritó de pronto el
Lejía.
Se calmó un instante, sólo para irse excitando de nuevo a medida que hablaba—. Si la foto ha caído en las manos de la policía, todo se ha ido a hacer puñetas, ¿no lo veis? ¡Aquí tan tranquilos, como si no pasara nada…! Si la pasma tiene la foto, os metéis en la comisaría y la robáis… ¡A tiros, si hace falta! —jamás hubiera imaginado que el padre de Clara pudiera perder los estribos de aquella manera. Acabó—: ¡Venga, largaos! ¡Corred!

Pasó un instante de silencio y su voz recuperó la serenidad.

—Tú no, Asunción —dijo—. Tú quédate.

Lejos oí el coche, que arrancaba y se iba. Más cerca, sonido de vasos, de una botella vertiendo líquido.

—¿Y qué piensas hacer ahora con el chaval? —preguntó la mujer, Asunción.

Si no sabían qué hacer conmigo, ¿por qué me habían secuestrado?

—¡No lo sé! —decía el
Lejía,
preocupado.

—Sólo nos faltaba este follón.

—¡Estamos en manos de Miguel, qué quieres hacerle…!

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