No me iré sin decirte adónde voy (38 page)

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Authors: Laurent Gounelle

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BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—No, ¿por qué? ¿Qué pasa? —preguntó él, preocupado.

—Pues… se diría que ha habido filtraciones, señor.

A Marc Dunker se le heló la sangre. Se levantó de un salto y cogió la pila de periódicos.

—¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?

Se hizo con
La Tribune
y comenzó a hojearlo a toda velocidad, arrugando las páginas y medio arrancándolas.

—Página 12, señor.

Dunker vio en seguida el artículo que Andrew había subrayado en amarillo. Lo leyó, luego cerró el periódico y volvió a sentarse lentamente.

—Hay un topo entre nosotros —dijo, pensativo.

Parecía calmado, pero su rostro se había vuelto rojo.

—No tiene importancia —afirmó como para convencerse a sí mismo—. Dentro de quince días, ya nadie se acordará de esto.

48

E
l largo Mercedes negro tomó la curva con dificultad y se internó por una callejuela comercial, antes de encontrarse atrapado detrás de un repartidor que descargaba cajas de melocotones y nectarinas.

Tras bajar del coche de Vladi, Igor recorrió los últimos metros a pie, abriéndose camino por entre el barullo matinal. París no era realmente una ciudad concebida para los coches, pensó. Sobre todo esos antiguos barrios medio destartalados, y saldrían ganando si los derribaban y los destruían en el marco de la normativa.

Se adentró bajo un pórtico, un verdadero peligro, salió a un patio y vio la escalera que les había indicado Vladi. Se acercó a ella y se asomó desde lo alto: los oscuros escalones parecían hundirse en las entrañas de la tierra, era aún peor de como se la había descrito su chófer. ¿Por qué Alan había ido a parar a una ratonera semejante? Bajó la escalera y se encontró delante de lo que parecía la puerta de un calabozo. Tocó el timbre con insistencia, no del todo seguro de que a esa hora hallase un alma en aquellas mazmorras: los fantasmas y los murciélagos no se despertaban más que de noche.

La puerta se entreabrió y apareció un tipo pelirrojo. Igor entró.

A pesar del ambiente seco del verano, la cava olía a humedad. En invierno debía de ser insoportable.

—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó el pelirrojo.

Igor echó una ojeada a su alrededor escrutando el suelo destartalado, la vieja tarima medio podrida, el viejo frigorífico que armaba un jaleo infernal.

El pelirrojo se cruzó de brazos mientras Igor se tomaba su tiempo.

—He venido a hablar de uno de los clientes de su sociedad.

—Quiere usted decir de un miembro de nuestra asociación, ¿no?

—¿Hay diferencia?

—Somos una asociación sin ánimo de lucro.

Igor sonrió.

—Resulta gracioso definirse uno mismo con una negación, indicando una finalidad que no es la suya…

El otro hizo una pausa. Luego respondió hablando lentamente, escogiendo con cuidado las palabras que traducían con mayor exactitud su pensamiento.

—La finalidad de nuestra asociación es que sus miembros mejoren su manera de expresarse cuando deben tomar la palabra en público.

—Mejorar… Muy bien. Y… ¿usted mismo es miembro?

—Por supuesto.

Igor asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Lo felicito, sinceramente. Hoy en día es escasa la gente que desea evolucionar… uno acepta evolucionar cuando es niño, ¡luego ya nada! De adulto, ya no se quiere cambiar sea cual sea la manera en que uno se comunica, la forma en que uno se comporta. Todo el mundo dice: «No, quiero seguir siendo quien soy», como si el hecho de evolucionar en sus relaciones fuese a cambiar lo que son. ¡Es tan estúpido como si un niño se negara a aprender su lengua materna aduciendo que quiere seguir siendo quien es!

El pelirrojo asintió.

Igor dio algunos pasos por la sala.

—El hombre de quien quiero hablarle se llama Alan Greenmor. Vino a inscribirse hace poco.

—Sí.

—Tal vez le haya dicho que debe hablar delante de un grupo de gente importante a final de mes.

—Sí.

—Lo que sin duda debió de omitir es que se juega su futuro personal en esa ocasión. Su equilibrio psicológico, por tanto.

El pelirrojo frunció el ceño.

—Más exactamente, tomará la palabra para intentar convencer a los presentes de que le den su voto en un sufragio privado. Que lo logre o no, no tiene importancia. En cambio, es fundamental en su situación, diría vital incluso, que no haga el ridículo en público. Si se la pega, no volvería a levantar cabeza. Es un tipo frágil. Las consecuencias serían dramáticas.

Igor bajó la cabeza, imaginando la escena. El otro seguía en silencio.

—Lo que quizá no sepa todavía es que en lo referente a hablar en público parte de… cero o casi. No es en absoluto su fuerte, se siente muy incómodo en esa clase de situaciones. En resumen, tiene un enorme trecho que recorrer…

—Entiendo lo que me dice, pero no puede esperar mucho de nosotros al respecto. Es un trabajo a largo plazo, ¿sabe? Esa clase de cosas no se aprenden en tres sesiones y…, por otra parte, no podrá participar más que en una sola.

—Hábleme de sus métodos.

—Es muy simple. Cada uno de los miembros debe pronunciar un discurso de unos diez minutos ante los demás miembros reunidos como espectadores. Luego cada uno anota anónimamente en un papel lo que debe ser mejorado, según él, en su actuación. Se entregan todos los papeles al orador, lo que le permite corregirse en el futuro. Así, progresa sesión a sesión. Al cabo de un año, todo el mundo alcanza un nivel bastante bueno.

—Al cabo de un año —repitió Igor, pensativo.

—No se lo he ocultado: es un trabajo largo y duro.

—Salvo que él no tiene derecho más que a una sola sesión…

—Tendría que haberse puesto a ello mucho antes.

—Me gustaría proponerle algo —dijo Igor mirándolo fijamente con sus ojos azul acero.

Acto seguido expuso su plan al detalle. El otro lo escuchó hasta el final sin decir una palabra, aunque su hostilidad resultaba manifesta. Al final, negó con la cabeza.

—No, eso no es posible.

—Por supuesto que sí. No hay ninguna dificultad en llevarlo a cabo.

—No es eso lo que quiero decir. Ésos no son nuestros métodos. No trabajamos así, lo siento.

—Bueno, ¡pues es la ocasión perfecta para intentar algo nuevo!

—No, la asociación tiene unas normas de funcionamiento. Nuestras técnicas han pasado unas pruebas y obtenemos resultados satisfactorios con ellas. Tal vez sea lento, pero hay que darle tiempo al tiempo. Es importante hacer las cosas como es debido. Me niego a cambiar el método que empleamos desde hace más de cuatro años.

Igor trató de persuadirlo, pero el pelirrojo se aferraba a sus posiciones, manifiestamente convencido de poseer la verdad absoluta.

Al final, Igor terminó dirigiéndose a la salida. Cuando llegó frente a la terrible puerta de la mazmorra, se volvió.

—Es sorprendente —dijo— que un hombre que consagra su tiempo a ayudar a los demás a evolucionar se niegue a evolucionar él mismo en sus prácticas… Estaba convencido de que sería flexible, de que estaría dispuesto al cambio, abierto a la novedad, a intentar cosas desacostumbradas… Aunque tal vez me haya equivocado.

49

L
a memoria del mercado de valores es efímera. Las acciones de Dunker Consulting se mantuvieron durante una docena de días al nivel al que habían caído, y luego volvieron lentamente a subir. Al parecer, a los inversores les daba bastante igual la suerte de los desgraciados candidatos que habían respondido a las ofertas de empleo falsas. A nuestro presidente le había bastado con publicar unas cuentas preventivas tan optimistas que resultaban risibles para que los mercados financieros recuperasen la confianza. Los inversores no se hacían nunca muchas preguntas, y preferían engañarse, equivocándose de buen grado acerca de las capacidades reales de una empresa. Rapacidad rimaba con credulidad en este caso. Y, de todas formas, la realidad importaba poco, con tal de que el sistema se acelerase. Afortunadamente, guardaba en mi manga una sorpresa para tranquilizarlos un poco.

Llamé a Fisherman a
Les Echos
mucho antes de la hora de cierre. Me pasaron con la redacción y me presenté a la persona que descolgó el teléfono. El periodista aceptó atender la llamada. ¿Mi predicción demostrada había puesto fin a su escepticismo? Lo que debía hacer ahora era reforzar ese inicio de credibilidad.

—Tengo otra noticia que comunicarle —le dije en tono confidencial.

No reaccionó. Pero no colgó.

—Las acciones de Dunker Consulting van a bajar pasado mañana más de un 4 por ciento.

Una vez más, me había sacado la cifra de la manga. Un pajarito me había dicho que el cúmulo de informaciones escandalosas debería amplificar la reacción de la Bolsa.

—¿Pasado mañana?

Milagro, había hablado. Lamía el anzuelo con la punta de la lengua…

—Sí, pasado mañana.

Le dejaba así tiempo de publicar sus previsiones en la edición del periódico del día siguiente.

Fisherman no respondió.

Terminé colgando, mientras empezaba a lamentarme de haberlo elegido precisamente a él entre todos. Había apostado por él a causa de sus críticas incesantes a mi empresa en sus columnas. Mi error había sido creer que odiaba personalmente a mi jefe y que se precipitaría de cabeza sobre todo aquello que fuera contra la sociedad. Tal vez le había atribuido a él mis propios sentimientos… Pensándolo bien, me parecía un hombre completamente desprovisto de emociones. Tan sólo criticaba a Dunker porque no creía en su estrategia.

Esa toma de conciencia me estropeó el resto del día. Por la noche, me costó mucho conciliar el sueño. Todo mi plan se basaba en él. ¿Estaba fracasando ya?

Al día siguiente, al amanecer, bajé al quiosco para comprar
Les Echos
. Ni la más mínima línea sobre Dunker Consulting. Me sentí asqueado.

Ya era demasiado tarde para hacerle la misma propuesta a otro periodista. Probablemente gastaría mi último cartucho para nada, pero tenía que seguir apostando por Fisherman. Cuando un jugador de ruleta se pasa la noche entera apostando en vano al rojo, rara vez tiene el valor de hacer su última apuesta al negro: si, por desgracia, saliera el rojo en esa ocasión, no se lo perdonaría nunca.

A mediodía, repetí mi operación anterior. Me aislé en la oficina durante la hora de la comida y envié a todas las redacciones la prueba irrefutable de que Dunker Consulting había decidido conscientemente negociar con sociedades insolventes.

Había necesitado cerca de tres días nada más que para elegir el tema de mi discurso. La mayoría de la gente sólo habla bien de los temas que domina, es evidente. Así pues, tenía que escoger entre los procedentes de mi formación inicial, la contabilidad, o de mi oficio actual, la selección de personal. Consideraba este último como un terreno minado. Me arriesgaba a que mi público recordara experiencias personales desagradables, ya que todo el mundo ha vivido alguna al respecto, y que proyectara inconscientemente su rencor hacia mí. Podía pasar un mal rato…

Me refugié, pues, en un tema que giraba en torno a la contabilidad. Por otra parte, ¿no era ésta un refugio para todos los tímidos del planeta? Me arriesgaba a que mi discurso, en efecto, no fuese muy emocionante pero, al menos, minimizaba los riesgos en relación con los espectadores. Y, si se dormían, no me sentiría sino más a salvo.

Había preparado mi texto durante largo rato. Cuando se sufre el tormento de los nervios, es muy útil tener un discurso escrito de antemano al que agarrarse para no encontrarse paralizado buscando desesperadamente las palabras, con la boca seca y la mente en blanco.

Fui al sitio con tiempo. Sería tranquilizador para mí verlos llegar uno por uno antes que tener que enfrentarme a ellos en bloque. Eso me daría tiempo para aclimatarme, apaciguar mi miedo, y no dejar que se me agarrara a la garganta y se adueñara de mis facultades.

Éric, el responsable pelirrojo con el que me había inscrito, me recibió amablemente, logrando que estuviese cómodo en seguida. Eché una ojeada en dirección a la tarima como un condenado mira al cadalso. Me sorprendió ver un micrófono y un sistema de megafonía. Durante mi anterior visita, no me había dado cuenta de que la sala estaba equipada.

La gente fue llegando progresivamente. Todos saludaron a Éric amistosamente, luego bromearon entre sí como si se conocieran desde hacía años. Era muy agradable y tranquilizador, aunque, al mismo tiempo, no podía dejar de decirme que, si eran asiduos, habrían alcanzado sin duda un nivel muy superior al mío…

El responsable cerró la puerta justo a la hora convenida, lo que era un milagro en París, ciudad donde todo el mundo encuentra normal llegar treinta minutos tarde. Me tranquilizó constatar que los asistentes no eran más de veinticinco. Así estaría mucho más cómodo que si hubiese habido el doble.

Éric subió a la tarima, cogió el micro y dio unos golpecitos encima de él para comprobar que funcionara. El sonido reverberó en los altavoces. Tomó la palabra en un tono perfectamente sosegado, grave y seguro, que resonaba de manera agradable. Dominaba su arte. Anunció el inicio del nuevo año asociativo, una nueva temporada que prometía ser muy interesante. Aprovechó para recordar asimismo algunas normas básicas tales como estar al día con las cuotas, llegar puntual a cada sesión, o respetar una cierta regularidad en la asistencia.

—Y hoy —acabó diciendo— tengo el placer de presentaros a un nuevo miembro…

Se me encogió el corazón en el pecho.

«Respira, respira lentamente, relájate.»

—… que en seguida pronunciará su primer discurso: Alan Greenmor.

Todo el mundo aplaudió con amabilidad. Subí a la tarima mientras el responsable iba a sentarse en su taburete entre los otros asistentes. Tenía el pulso a ciento cincuenta. Se hizo el silencio en la sala. Todas las miradas estaban fijas en mí. Dios mío, ¿por qué no conseguía desembarazarme de esos malditos nervios? Menuda lata… Cogí el micrófono con la mano derecha, manteniendo mis apuntes en la izquierda a fin de remitirme a ellos si tenía necesidad.

Es horrible saber que todo el mundo espera que hables…

—Hola a todos.

Mi voz era queda, como si estuviera atrapada en mi garganta. Mis labios temblaban, y me sentí horriblemente paralizado, rígido dentro de mi propio cuerpo.

Y pensar que aquella gente acababa de escuchar a Éric, tan seguro de sí mismo, que dominaba perfectamente su voz y su cuerpo. Yo debía de parecerles un completo inútil.

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