Mi mirada iba de la puerta de la finca a mi reloj, cada minuto que transcurría reforzando al mismo tiempo mi esperanza y mis temores. A las 22.18 horas, la luz del vestíbulo de entrada se encendió y se me encogió el corazón. Esperé, tenso, a que se abriese la puerta, pero nada. Luego se encendió otra luz, esta vez en la biblioteca, y recobré el aliento. Eran las 22.21 horas. Hacía doce minutos que se había marchado el bus. Me relajé. No pasaba nada nuevo. 22.24 horas. Todavía nada. 22.28. Nada. 22.30. Ahora sentía el deseo contrario: que Dubreuil apareciese lo más rápidamente posible. De la regularidad en su horario para soltar a
Stalin
dependía mi serenidad del día. Eran las 22.31 horas cuando se abrió la puerta, y solté un suspiro de alivio. Por tercer día consecutivo, Dubreuil acababa de soltar a su perro a la misma hora; bueno, tan sólo un minuto después. La costumbre parecía arraigada.
Al día siguiente no lo comprobaría. Estábamos a viernes, y era probable que la rutina cambiase el fin de semana. Debía atenerme a los horarios de entre semana.
Esperé a que terminara la operación y luego me levanté para dirigirme al metro. Caminaba en silencio mirando al suelo, sumido en mis pensamientos. Un breve timbre de mi móvil me arrancó de ellos. Un sms. Era él. Incluso en buena compañía, no me olvidaba… Cogí el cigarrillo prescrito y lo encendí mientras caminaba, aunque habría preferido aspirar el suave aire de la noche cargado de humedad de los árboles de la avenida. Comenzaba a estar harto de que me impusieran fumar cuando no tenía ganas.
Volví a pensar en el desarrollo de mi jornada. ¿De qué podía estar orgulloso ese día? «Veamos…, hacen falta tres cosas… Orgulloso…» Pues, bien, en primer lugar estaba orgulloso por haber tenido el valor de salir del despacho a las seis. Antes me sentía obligado a quedarme como todo el mundo hasta las siete, incluso aunque no tuviera ya nada que hacer. Luego…, a ver, ah, sí, estaba orgulloso de haber cedido mi sitio a una mujer embarazada en el metro. Y, por último, estaba orgulloso de la decisión irrevocable que acababa de tomar de poner fin a mis incesantes preguntas sobre la célebre libreta de Dubreuil: el lunes por la noche, dentro de setenta y dos horas exactamente, sabría lo que contenía.
L
a noche siguiente fue movidita. Por cuatro veces me despertó la orden de fumarme un cigarrillo. La peor fue la de las cinco de la mañana. Me lo fumé en la ventana, medio dormido y aterido, para evitar que el olor impregnase el apartamento. Me desagradó profundamente. Dubreuil me prescribía un cigarrillo unas treinta veces al día, y estaba empezando a no soportarlo. Llegué a esperar obsesivamente el sms que iba a imponerme la tarea. En la mesa, me sorprendí comiendo cada vez más rápidamente, por miedo a tener que interrumpirme para fumar. En cuanto sonaba el breve timbre que anunciaba el castigo me sentía presa de las náuseas, antes de que mi mano se metiera a disgusto en mi bolsillo para sacar de él el maldito paquete.
Como era sábado, me levanté a las once y recuperé así un poco el sueño atrasado. Después de una buena ducha revigorizante, me tomé un café con unos cruasanes comprados la víspera que recalenté en mi minihorno. El olor a bollos calientes inundó el apartamento. Habitualmente eso habría bastado para abrirme el apetito.
El sábado siempre había sido mi día favorito. El único día de descanso que anunciaba otro, el domingo. Pero ése era un día distinto. Estaba nervioso. Unos nervios latentes, soterrados, que, incluso cuando no pensaba en cuál era su causa, seguían haciendo que sintiera un nudo en el estómago. Ése era el día que había elegido para poner en marcha la misión exigida por Dubreuil con respecto a la señora Blanchard. Debía desembarazarme de ella, y cuanto antes, mejor. Dentro de una hora ya no le daría más vueltas pero, hasta entonces, debía reunir todo mi valor.
Así las cosas, masticaba ansioso mis cruasanes, y sólo la agradable sensación del café caliente en mi garganta logró relajarme un poco. Lo saboreé hasta la última gota, menos por apurarlo que por retrasar el momento fatídico.
Acabé levantándome, descalzo, y crucé la sala en dirección al equipo de música. Debía retirar los auriculares enchufados permanentemente, pero en el último momento cambié de opinión. Más que nada, no quería proporcionarle una razón válida para quejarse. Por otra parte, podría haber pasado sin música, pero sentía necesidad de ella para ponerme en situación. Necesitaba incluso un rollo un poco… desfasado. «A ver… ¿Qué podría poner?… No, esto no…, esto tampoco… Ya está: la versión de
My way
de los Sex Pistols. Frank Sinatra revisitado por el grupo punk.» Cogí mis cascos, unos auriculares envolventes que te aislan y te hacen sentir solo en el mundo, y me los puse. La voz grave de Sid Vicious brotó de pronto entonando con calma la primera estrofa. Subí el volumen y eché a andar por la sala con el cable de los cascos en la mano, como un cantante que agarra el de su micrófono. De repente las guitarras eléctricas se excitaron furiosamente y comencé a moverme al ritmo de la música, mis pies descalzos en contacto con el suelo. La voz del vocalista se descontrolaba en todas direcciones, como si vomitase su canción. Olvidar a la vecina. Subir todavía más el volumen. Más fuerte. Dejarse llevar. La música, en mí, en mi cuerpo. Moverme, vibrar, bailar. A fondo. Liberarse de todo. Saltar, sentirlo todo…
Eso duró sin duda varios minutos antes de que me diera cuenta de que la batería ya no seguía el ritmo… Los repetidos golpes provenían de otro sitio, y a pesar de la especie de trance en el que me había sumido, conocía bien su procedencia.
Me arranqué los cascos y quedé atrapado en el silencio ensordecedor de la habitación, mis orejas zumbando todavía por lo que les había hecho sufrir.
Los golpes en la puerta sonaron de repente otra vez, más fuertes. Ya no la golpeaba: la sacudía.
—¡Señor Greenmor!
El momento, en efecto, había llegado.
«Si empujas, te repele… y lo contrario es cierto también —había dicho Dubreuil—. Cuanto más lo rechaces, más insistirá él…»
—¡Señor Greenmor! ¡Ábrame!
Me quedé paralizado, de repente invadido por las dudas. ¿Y si Dubreuil se equivocaba?
Los golpes se redoblaron. ¿Cómo se podía ser tan detestable? Tan sólo debía de haber saltado cinco o seis veces mientras bailaba. No debía de oírse gran cosa desde su casa… Realmente quería arruinar mi vida. ¡Qué mujer tan odiosa!
La ira me impulsó a la acción. De una sacudida me quité el jersey y luego la camiseta. Me encontré con el torso desnudo, en vaqueros, con los pies descalzos.
—Señor Greenmor, ¡sé que está usted ahí!
Di un paso hacia la puerta pero me detuve. Sentía latir mi corazón a un ritmo acelerado.
«Vamos.»
Me quité los vaqueros y los dejé caer al suelo. Dubreuil estaba realmente loco…
—¡Abra la puerta!
Su tono era autoritario y estaba teñido de odio. Recorrí los pocos pasos que me separaban de la famosa puerta con los nervios de punta.
«Ahora.»
Conteniendo el aliento, deslicé mis calzoncillos hasta el suelo y luego los lancé lejos. Era horrible estar desnudo en semejante contexto.
—¡Sé que me oye, señor Greenmor!
«Ánimo.»
Alargué la mano hacia la manija. No daba crédito a lo que estaba haciendo. Ya no era yo mismo totalmente.
Dio tres golpes postreros mientras bajaba la manija. Tenía la impresión de estar accionando mi propia guillotina. Tiré de la puerta hacia mí y, en cuanto la hube entreabierto, una corriente de aire fresco me hizo cosquillas en los testículos, como para recordarme que estaba desnudo. Un suplicio.
«La frase. Debes decir la frase. Con ganas. Vamos, es demasiado tarde para dar marcha atrás.»
Abrí la puerta de par en par.
—¡Señora Blanchard! ¡Cómo me alegro de verla!
Tuvo claramente la conmoción de su vida. Vestida por completo de negro con los cabellos cenicientos recogidos en un moño, debía de haberse apoyado contra la puerta con todo el peso de su cuerpo para sacudirla mejor, pues cuando ésta se abrió estuvo a punto de perder el equilibrio. Se echó hacia atrás y luego se quedó paralizada, abriendo los ojos de par en par mientras su tez iba adquiriendo un progresivo tono púrpura. Su boca se abrió pero no salió ningún sonido de ella.
—¡Bienvenida, pase usted!
Se quedó petrificada con la boca abierta, mirándome, desnudo como estaba, incapaz de pronunciar palabra.
Era atroz hallarme desnudo delante de mi anciana casera, pero me sentía envalentonado por su reacción. Casi me daban ganas de cargar las tintas.
—Adelante, ¡tómese una copita conmigo!
—Yo… yo… no…, yo…, pero… señor… señor… mío…, yo…, pero… yo…
Estaba como petrificada, el rostro escarlata, balbuciendo palabras ininteligibles, la mirada pegada a mi pene.
Hicieron falta varios minutos para que volviera parcialmente en sí, farfullase una excusa y se marchara a su casa.
Jamás volvió a quejarse del ruido.
D
omingo, seis de la mañana. El timbre del teléfono me sacó de un sueño profundo. No hay nada más penoso que ser despertado en plena noche. Un terrible cansancio se apoderó de mí. Era el tercer sms de la noche. Piedad. Ya no podía más. Ni siquiera tenía fuerzas para levantarme. Me quedé largo rato echado obligándome a mantener los ojos abiertos, luchando por no volver a dormirme. ¡Esa historia era una pesadilla!
Me costó incorporarme en la cama. Estaba completamente embotado por el sueño. Ya no soportaba tener que fumar a cada momento del día o de la noche. Era un verdadero calvario. Desanimado, acabé por volver la cabeza hacia la cabecera.
«No hay nada más horrible que ese paquete rojo y blanco. Es espantoso, y apesta.»
Alargué el brazo, lo cogí y saqué un cigarrillo de su interior. No tenía fuerzas para levantarme e ir hasta la ventana. Tanto peor por el olor. Envolvería la colilla y las cenizas en un pañuelo para no percibir el innoble tufo del tabaco frío al volver a dormirme.
Cogí mi caja de cerillas, una caja en miniatura decorada con un dibujo de la torre Eiffel. La primera cerilla se partió en dos entre mis dedos entumecidos. La segunda crepitó y la pequeña llama saltó liberando su olor característico. Era mi único instante de placer antes de la tarea. Acerqué la cerilla al cigarrillo, la llama lamió la punta y aspiré. El extremo enrojeció y una bocanada de humo invadió mi paladar, mi lengua, mi garganta, impregnándolos con su sabor áspero y fuerte. Demasiado fuerte. Exhalé a la mayor velocidad ese mal aire y sentí la boca pastosa. Repugnante.
Di una segunda calada. El humo me quemó la tráquea y me irritó los pulmones. Tosí, una tos seca que acentuó el sabor infame en mi lengua. Tenía ganas de llorar. Ya no podía seguir así. Aquello estaba más allá de mis fuerzas. Basta, por favor. Piedad…
Azorado, miré en torno a mí buscando algo que pudiera aliviarme, y acabé reparando en el mensajero del culpable: mi teléfono móvil. Los sms de Dubreuil… ¡Dubreuil! Irritado, alargué la mano y cogí el móvil. Pulsando las teclas, hice desfilar la lista de los mensajes recibidos. Los ojos me picaban y me costaba leer. Acabé por encontrar el número desde el que se habían mandado los sms. Dudé unos segundos y luego pulsé la tecla verde. Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, me llevé el aparato a la oreja y esperé. Un silencio, luego un tono. Dos tonos. Tres. Descolgaron.
—Buenos días.
La voz de Dubreuil.
—Soy yo, Alan.
—Lo sé.
—Ya… ya no puedo más. Deje de enviarme mensajes todo el tiempo. Voy… voy a reventar.
Silencio. No respondió.
—Se lo suplico: déjeme dejarlo. Ya no quiero fumar en absoluto, ¿me oye? Ya no soporto sus cigarrillos. Déjeme dejarlo…
Silencio de nuevo. ¿Comprendía en qué estado me encontraba, al menos?
—Se lo suplico…
Entonces rompió su silencio adoptando un tono pausado.
—De acuerdo. Si es lo que quieres, eres libre de dejar de fumar.
Colgó antes de que tuviese tiempo de darle las gracias.
Una bocanada de alivio, de felicidad, se adueñó de mí. Respiré profundamente. El aire me pareció delicioso, ligero. Me dormí como un angelito, ¡solo en mi cama a las seis de la mañana!
Era mi corazón colmado de alegría el que apagaba, aplastándolo directamente sobre la mesilla, el que sería el último cigarrillo de mi vida.
E
n un principio Dubreuil había rechazado ayudarme a preparar la entrevista concertada con Marc Dunker. «No conozco tu empresa, ¿qué quieres que te aconseje que debes decirle?», había replicado. Sin embargo, ante mi insistencia, había acabado por darme algunas pistas.
—¿Qué es lo que te resulta tan difícil? —me había preguntado.
—Es un tipo que actúa de mala fe, que suele hacer reproches injustificados. Si le preguntamos algo o le señalamos algo erróneo con el dedo, tiene tendencia a atacar para eludir responder…
—Ya veo… ¿Y qué hacéis tú y tus colegas cuando os hace esos reproches?
—Intentamos probarle que está equivocado, que sus críticas son injustas…
—Tratáis de justificaros, ¿no es eso?
—Sí, por supuesto.
—Luego, ¡sois vosotros quienes le hacéis el trabajo!
—No comprendo…
—Nunca debéis justificaros frente a recriminaciones indebidas; de lo contrario, ¡entráis en su juego!
—Tal vez, pero ¿qué quiere que hagamos?
Había puesto su carita de diversión.
—Torturarlo.
—Muy gracioso.
—No bromeo…
—Se olvida sólo de un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—No me apetece perder mi empleo.
—Haz como los inquisidores en la Edad Media. ¿Qué eufemismo empleaban para designar las sesiones de tortura insostenibles que estaban a punto de infligirle a alguien?
—No lo sé…
—«Vamos a someterlo a cuestión.»
—¿Vamos a someterlo a cuestión?
—Sí.
—Y ¿qué relación tiene eso con mi jefe?
—Frente a los reproches infundados, tortúralo haciéndole preguntas…
—O sea, ¿más concretamente…?
—En vez de dar explicaciones, ¡hazle preguntas para obligarlo a él a justificarse! Y no lo sueltes. Es a él a quien corresponde aportar la prueba de sus reproches, ¡no a ti probar que son abusivos! Dicho de otra manera, debes hacer que se lo curre…
—Ya veo…
—Acorrálalo. Pregúntale qué es lo que le permite afirmar lo que dice, y no dejes que se refugie detrás de generalidades: profundiza, reclama precisiones, hechos. Si actúa de mala fe, pasará un rato horrible. Y ¿sabes qué?