—Es horrible.
—Sí.
—Y… ¿qué hace que una persona se encuentre en esa categoría?
—Es complicado. Puede haber varios elementos, pero el más determinante es sin duda que tiene un déficit de autoestima. Si no está lo suficientemente convencida de su valía, en lo más profundo de sí misma presenta una grieta que algunos depravados advierten de inmediato. Les basta con hurgar donde más duele.
De pronto necesitaba aire.
—¿Podríamos ventilar esto un poco?
Dubreuil se levantó y abrió la ventana de par en par. El aire suave y tibio, cargado de humedad en los grandes árboles, llenó la habitación, trayéndonos los aromas relajantes de las noches de verano. Se percibía el suave piar de algunos pájaros ocultos en la hojarasca de los altos plátanos, mientras las ramas majestuosas de un cedro centenario se mecían plácidamente.
—Me pregunto si… Creo que… Tal vez me falta un poco de autoestima… De hecho, no es que no me guste, no es eso, y además me siento… normal, pero es cierto que me desestabilizo fácilmente cuando me hacen reproches, cuando me critican…
—Estoy de acuerdo. La próxima vez te encomendaré una tarea que te servirá para desarrollar la autoestima, la confianza en ti mismo, que te servirá para ser más fuerte.
Me pregunté si no habría hecho mejor en mantener la boca cerrada.
—A lo que íbamos, quiero creer que se puede lograr un cambio en la actitud del jefe de uno si esa persona evoluciona en sí misma. Pero eso, por otra parte, no va a cambiar el curso de los acontecimientos en la empresa…
—Digamos que eso exige saber comunicar bien, pero estoy convencido de que podrías convencer a tus jefes, de los que te quejas todo el tiempo, para que cambiaran de opinión sobre ciertos aspectos. Deberías poder influenciarlos para lograr un cierto número de avances.
—No lo veo yo tan claro…
—Dices eso porque todavía no sabes cómo conseguirlo, pero no es una fatalidad. Además, cuando una situación no nos conviene en realidad, uno puede simple y llanamente cambiar de empleo. Si supieses la cantidad de gente insatisfecha con su trabajo que se quejan de él constantemente y, aun así, siguen en su puesto. El ser humano tiene miedo al cambio, a la novedad, y a menudo prefiere quedarse en su contexto habitual, aunque éste sea penoso, antes que dejarlo por una situación nueva que no conoce.
»¡Es la caverna de Platón! Platón describía a gente nacida en una especie de gruta muy oscura de la que nunca había salido. Esa caverna era su universo y, aunque lúgubre, les era familiar y, por tanto, tranquilizador. Se negaban obstinadamente a poner un pie fuera, pues, como no conocían el exterior, se lo imaginaban peligroso y hostil. Por consiguiente, les resultaba imposible descubrir que ese espacio desconocido estaba de hecho lleno de sol, de belleza, de libertad…
»Mucha gente vive hoy en día en la caverna de Platón sin darse cuenta de ello. Tienen un miedo cerval a lo desconocido y rechazan todo cambio que les afecte personalmente. Tienen ideas, proyectos, sueños, pero no los llevan a cabo jamás, paralizados como están por mil miedos injustificados, pies y manos atados por esposas de las que ellos son, sin embargo, los únicos que tienen la llave. Cuelga de su cuello, pero no la cogerán jamás.
»Yo creo que la vida misma está hecha de cambio permanente, de movimiento. No tendría ningún sentido aferrarse al statu quo. Sólo los muertos permanecen inmóviles… Más nos vale no sólo aceptar, sino iniciar el cambio a fin de poder evolucionar en el sentido que nos conviene.
Dubreuil se sirvió un dedo de bourbon y añadió algunos cubitos que tintinearon alegremente en su vaso. Inspiré. El aire de fuera estaba delicadamente perfumado.
—A propósito de cambio, hay uno que deseo realmente y nunca logro, aunque no me concierne más que a mí: dejar de fumar. ¿Podría hacer algo al respecto?
—Eso depende. Háblame un poco más sobre ello… ¿Por qué quieres dejarlo?
—Por las mismas razones que todo el mundo: es una porquería que mata a fuego lento…
—Bueno, ¿entonces qué te impide parar?
—En primer lugar, me gusta, para ser honesto conmigo mismo. Es difícil pasar sin algo que uno aprecia. Lo echaría en falta, sobre todo en los momentos de estrés en que me ayuda a relajarme.
—Bien, entonces imagina que existiera otro producto muy bueno, muy agradable de consumir, y que además calmara los nervios. Puedes tomarlo cuando quieras. Imagínatelo.
—De acuerdo.
—En esas condiciones, ¿dejarías de fumar fácilmente?
—Pues… sí…
—Como respuesta, no es muy convincente, que digamos.
—No lo sé…
—Imagínalo: tienes en tu poder un producto mágico que te proporciona placer y hace que te relajes en cuanto lo necesitas. ¿El cigarrillo te aporta algo más?
—Pues… no.
—Entonces, ¿qué es lo que te impediría abandonarlo en esas condiciones?
Me había imaginado un producto milagroso que me proporcionase placer y relajación a voluntad, aunque algo me preocupaba en el hecho de abandonar el cigarrillo. Pero ¿qué? ¿Qué podía ser? Era como si sintiera confusamente la respuesta sin ser capaz de formularla. Necesité un largo rato antes de que surgiese para luego mostrárseme como una evidencia.
—La libertad.
—¿La libertad?
—Sí, la libertad. Aunque tenga ganas de terminar con el tabaco, hay tal presión social en ese sentido que tengo la impresión de que no es realmente mi elección, y que perdería mi libertad si me abstuviese de fumar.
—¿Perderías tu libertad?
—Todo el mundo me da el coñazo con el cigarrillo. Todo el mundo me dice «Deberías dejarlo», así que, si lo hiciera, tendría la sensación de ceder a la presión, de someterme a la voluntad de los demás.
Una sonrisa cruzó rápidamente por su rostro.
—Bien. Te enviaré mis instrucciones. Deberás seguirlas al pie de la letra. Como siempre.
Noté una corriente de aire en la espalda y me volví. Catherine había entreabierto la puerta para deslizarse en la habitación. Se sentó en un rincón en silencio y me dirigió una breve sonrisa.
Fue entonces cuando mi mirada recayó en una libreta gris, bastante grande, dejada sobre el escritorio. En su cubierta podía leer al revés mi nombre, escrito a mano en letras desligadas, con tinta negra, y subrayado con un trazo rápido pero marcado. ¿Dubreuil tenía toda una libreta consagrada a mí? Ardía en deseos de leerla. ¿Qué debía de contener? ¿La lista de pruebas que me iba a imponer? ¿Notas sobre mí, sobre nuestros encuentros?
—Bueno —prosiguió Dubreuil—, hagamos balance para saber en qué punto te encuentras ahora. Has aprendido a manifestar tus desacuerdos, a expresar tus deseos, y a afirmarte en la relación con los demás.
—En resumen, sí.
—En adelante, y eso enlaza con lo que decíamos hace un rato, debes aprender a comunicarte mejor con los demás. Es fundamental. No vivimos solos en el mundo. Debemos relacionarnos obligatoriamente con los demás, y no lo hacemos siempre bien. Hay cosas útiles para saber ser apreciado por los demás, respetado, y mantener así buenas relaciones.
Algo me desagradaba en su formulación.
—No tengo ganas de aplicar técnicas para comunicarme mejor. Quiero seguir siendo yo mismo, y no tener que decir o hacer cosas predeterminadas para tener buenas relaciones.
Me miró desconcertado.
—En ese caso, ¿por qué aceptaste aprender a hablar?
—¿Perdón?
—Sí, hablas francés, e incluso inglés, ¿no es así? ¿Por qué has aceptado aprender esas lenguas?
—Eso es diferente…
—¿Por qué? No naciste hablándolas… Las aprendiste, adquiriste sus reglas, y ahora las aplicas para expresarte. ¿Tienes la sensación de no ser tú mismo cuando hablas?
—No, por supuesto.
—¿Estás seguro de ello? Para seguir siendo verdaderamente natural, tal vez prefieras expresarte mediante onomatopeyas, proferir mugidos para hacerte entender…
—Aprendí el lenguaje cuando era niño. Eso marca una gran diferencia.
—Entonces, ¿eso significa que lo que se aprende antes de cierta edad forma parte de nosotros, y que lo que se aprende después de esa edad es artificial y que uno ya no es uno mismo al utilizarlo?
—No lo sé, pero no me siento natural cuando no hago las cosas de forma espontánea.
—¿Quieres que te diga algo?
—¿Qué?
—¡Es otra vez la resistencia al cambio! Es la principal diferencia entre el niño y el adulto: el niño tiene ganas de evolucionar. El adulto hace todo lo posible para no cambiar.
—Tal vez.
—Voy a darte mi parecer…
Se inclinó ligeramente hacia mí y adoptó un tono de confidencia.
—Cuando ya no tenemos ganas de evolucionar, empezamos a morir muy lentamente…
Tragué saliva. Catherine se puso a toser. Fuera, un pájaro dejó escapar un chillido que parecía una larga risa sarcástica.
—Me he dado cuenta de algo turbador —continuó—. En la mayor parte de la gente, esa voluntad de no hacer evolucionar su comportamiento aparece alrededor de los veinte o los veinticinco años. ¿Sabes a qué corresponde esa edad biológicamente hablando?
—No.
—Es la edad en que el proceso de desarrollo del cerebro concluye.
—Entonces, quizá no sea por azar que se trate de la edad en que ya no tenemos ganas de evolucionar. A lo mejor es natural…
—Sí, pero la historia no termina ahí. Durante mucho tiempo se creyó que el número de neuronas disminuía entonces de manera irreversible hasta el fin de nuestra vida, pero muy recientemente se ha probado que éstas podían seguir creándose de adulto.
—Me sube la moral, comenzaba a sentirme viejo…
—Más concretamente, ese proceso de regeneración puede sobrevenir bajo el efecto de diferentes factores, entre los cuales se encuentra… el aprendizaje. En resumen, si se decide seguir aprendiendo y evolucionando, uno sigue siendo joven. El cuerpo y la mente están íntimamente ligados. ¿Quieres una prueba de ello?
—Sí.
—Las estadísticas oficiales del Ministerio de la Sanidad: cuando la mayoría de la gente se jubila, su salud declina brutalmente. ¿Por qué? En tanto que siguen activos, están más o menos obligados a adaptarse, a evolucionar al menos un poco para no ser considerados unos viejos inútiles. En cuanto se jubilan, ya no hacen ningún esfuerzo al respecto. Se paralizan en sus costumbres, y la decadencia comienza…
—Qué bien…
—Para seguir con vida, basta con seguir «en la vida», es decir, estar en movimiento, evolucionar. Conozco a una mujer que ha empezado a tocar el piano a los ochenta y un años. ¡Es fantástico! Todo el mundo sabe que hacen falta años de aprendizaje antes de saber tocar realmente. Eso quiere decir que, a su edad, ¡aún considera que merece la pena el hecho de invertir unos años en aprender a tocar un instrumento musical! Apostaría fuerte por sus posibilidades de vivir todavía mucho tiempo.
»Si quieres seguir siendo joven toda la vida, continúa evolucionando, aprendiendo, descubriendo, y no te encierres en costumbres que anquilosan la mente, ni en la comodidad que te entumece con lo que ya sabes hacer.
—Bueno, entonces, ¿qué es lo que quiere transmitirme en el plano de las relaciones?
Me miró con una ligera sonrisa de satisfacción.
—Voy a confiarte un secreto. Un secreto para que te permitas relacionarte con cualquier persona, incluso de una cultura diferente de la tuya. Establecer contacto y hacer que en seguida esa persona tenga ganas de departir contigo, de escuchar tus palabras, de respetar tu punto de vista aunque sea diferente del suyo, y de hablarte con sinceridad.
Dicha perspectiva era por supuesto deseable…
Cogió una hoja de papel marfil del escritorio, luego un boli cuyo esmalte negro reflejaba la luz ambiental, y comenzó a escribir con un movimiento amplio y fluido, el oro de su pluma arañando ruidosamente el papel. Me lo tendió. La tinta húmeda brillaba en relieve, como si el papel se negara a impregnarse de un secreto que no le estaba destinado.
Abraza el universo de tu prójimo y se abrirá a ti.
Lo leí, lo releí, y me quedé pensativo. En efecto, la formulación me gustaba, me recordaba a un lema mágico cuyo sentido se me escapaba todavía un poco.
—¿Tiene las instrucciones que van con esto?
Sonrió.
—Si permaneciéramos en un nivel puramente mental, formularía ese secreto de manera diferente. Diría algo del estilo: «Intenta entender al otro antes de intentar ser comprendido.» Pero esto va mucho más allá. No se puede resumir la comunicación entre dos seres humanos en un simple intercambio intelectual. Sucede también en otros niveles, simultáneamente…
—¿En otros niveles?
—Sí, especialmente en el plano emocional: las emociones que sientes en presencia del otro son percibidas, a menudo inconscientemente, por tu interlocutor. Si no te gusta, por ejemplo, aunque logres ocultarlo perfectamente, lo sentirá de una manera o de otra.
—Es probable…
—La intención que uno tiene es también algo que el otro siente.
—¿Quiere decir lo que tenemos en mente durante la conversación?
—Sí, y no necesariamente de manera consciente, además… Un ejemplo: las reuniones de oficina. La mayor parte del tiempo, en esas reuniones, cuando un individuo hace una pregunta, no tiene verdaderamente intención de obtener una respuesta.
—¿Cómo?
—Su intención puede ser sólo demostrar que sabe hacer preguntas inteligentes… O incluso incomodar a su interlocutor delante del resto de los asistentes, o probar que se interesa por el tema, o incluso tomar el liderazgo del grupo…
—Sí, eso me recuerda a algo, ¡en efecto!
—Y, bastante a menudo, es más la intención lo que el interlocutor percibe, más que la pregunta en sí misma. Cuando alguien intenta arrinconarnos, lo sentimos claramente, ¿no es así?, aunque no haya nada en sus palabras que podamos reprocharle.
—Está claro…
—Creo que pasan también cosas a un nivel… espiritual, aunque en ese terreno todo es más difícil de demostrar.
—Bueno, entonces, concretamente, ¿qué hago con su bonita fórmula mágica?
—Abrazar el universo del otro es hacer madurar primero en ti las ganas de entrar en su mundo. Es interesarte en él hasta el punto de querer experimentar lo que supone estar en su piel: cogerle gusto a intentar pensar como él, a creer lo que él cree, e incluso a hablar como él, a moverse como él… Cuando logres eso, estarás en condiciones de sentir con bastante precisión lo que el otro sentirá y comprender auténticamente a esa persona. Cada uno de vosotros sentirá que está en la misma longitud de onda que el otro. Por supuesto, después puedes retomar tu postura. Conservaréis una calidad de comunicación que ambos podréis aprovechar, y verás que el otro intentará entonces comprenderte también. Se interesará por tu universo, movido especialmente por el deseo de hacer perdurar una relación de calidad.