—¿Presuntamente?
—No quiero dar a entender que haya ninguna duda sobre eso. Lo que pasa es que no hay pruebas legales. Según nuestros amigos de la Interpol, ningún miembro de la familia Skard ha sido condenado por nada nunca. Los testigos potenciales siempre cambian de opinión. O desaparecen.
—¿Los Skard son los dueños de Karmala Fashion?
—Probablemente. Todo sobre ellos es probable; probablemente esto, probablemente lo otro. No ponen muchas cosas por escrito.
—Entonces, ¿de qué demonios va Karmala Fashion?
—Nadie lo sabe. No podemos encontrar ni un solo proveedor de tela o minorista de ropa que haya hecho negocio con ellos. Ponen anuncios de ropa de mujer increíblemente cara, pero no hemos encontrado ninguna prueba de que la vendan.
—¿Qué dicen de ellos los representantes?
—No hemos encontrado ningún representante comercial.
—Joder, Jack, ¿quién coloca los anuncios? ¿Quién los paga?
—Se hace todo por correo electrónico.
—¿Desde dónde?
—En ocasiones se hace desde las Islas Caimán. A veces desde Cerdeña.
—Pero…
—Lo sé, no tiene sentido. Se está investigando. Estamos esperando más material de la Interpol. También de la Policía italiana. Y también de las Islas Caimán. Es complicado, porque nadie ha sido condenado por nada y las chicas desaparecidas no lo están de manera oficial. Y aunque lo estuvieran, su relación con Karmala no probaría nada, y no hay nada por escrito que relacione a Karmala con los Skard. «Presuntamente» es lo máximo que se consigue. Desde un punto de vista legal, estamos en un campo minado en un día de niebla. Además, gracias a las observaciones que compartiste con el fiscal, todo el caso se lleva ahora con pánico y necesidad de cubrirse el culo.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que en lugar de un par de tipos en ese campo minado, ahora tenemos una docena que tropiezan unos con otros.
—Reconócelo, Jack, te encanta.
—Que te den.
—Bien. Entonces supongo que este es un buen momento para pedirte un favor.
—¿Como cuál?
De repente sonó plácido. Hardwick era extraño en ese sentido. Reaccionaba al revés, como un niño hiperactivo que se calma con una anfeta. El mejor momento para pedirle un favor era justo cuando pudieras pensar que era el peor y viceversa. El mismo principio invertido gobernaba su respuesta al riesgo. Tendía a verlo como un factor positivo en cualquier ecuación. A diferencia de la mayoría de los policías, que tendían por naturaleza a ser jerárquicos y conservadores, Hardwick poseía el verdadero gen del inconformista. Tenía suerte de estar vivo.
—Hay que romper las reglas—dijo Gurney, notando por primera vez desde hacía veinticuatro horas que pisaba terreno sólido. ¿Por qué no había pensado en Hardwick antes?—. Harán falta malas artes.
—¿Qué quieres?—Parecía que acabaran de ofrecerle un postre sorpresa.
—Necesito que saquen las huellas de una copita y las cotejen en la base de datos del FBI.
—Deja que lo adivine, no quieres que nadie sepa por qué, no quieres que se abra un expediente y no quieres que la petición lleve hasta ti.
—Algo así.
—¿Cuándo y dónde consigo esa copita?
—¿Qué te parece en Abelard’s dentro de veinte minutos?
—Gurney, eres muy presuntuoso.
D
espués de confiarle la copita a Hardwick en la pequeña zona de aparcamiento delante de Abelard’s, a Gurney se le ocurrió la idea de continuar hasta Tambury. Al fin y al cabo, Abelard’s estaba casi a mitad de camino, y la escena del crimen podría tener algo más que revelarle. También quería seguir en movimiento, impedir que la angustia por el asunto de Jykynstyl lo envolviera.
Pensó en Marian Eliot y
Melpómene
, aristócratas amantes del aire libre:
Melpómene
escarbando detrás de la casa de los Muller; la mano de Kiki asomando del suelo como un guante de jardín asqueroso. Y Carl. Carl el navideño. Carl, que bien podría terminar como sospechoso por el asesinato de su mujer. Por supuesto, el hecho de que le hubieran cortado la cabeza señalaba a Héctor. Pero si Carl fuera listo…
¿Había descubierto la aventura de su mujer con Héctor? ¿Y había decidido matarla de la misma manera que Héctor había asesinado a Jillian Perry? Concebible, pero improbable. Si Carl fuera culpable, eso convertiría el asesinato de Kiki en una digresión de lo ocurrido en Mapleshade. También significaría que Carl había estado lo suficientemente furioso como para matar a su mujer, que había sido lo bastante racional para imitar el modus operandi de Héctor y lo suficientemente loco para enterrarla en una tumba poco profunda en su propio patio. Gurney había visto secuencias de acontecimientos más extrañas, pero eso no hacía que ese escenario pareciera más creíble.
Gurney sospechaba que había una explicación mejor para el asesinato de Kiki Muller que la cólera de un marido celoso, algo que lo relacionaría de manera más directa con el misterio mayor de Mapleshade. Al girar por Badger Lane desde Higgles Road, estaba empezando a sentirse él mismo otra vez. No es que tuviera ganas de silbar una canción, pero al menos se sentía como un detective. Y no tenía ganas de vomitar.
Calvin Harlen y dos clones suyos tatuados estaban de pie junto a la pila de estiércol que separaba una casa ruinosa de un granero desvencijado. Los ojos apagados de los hombres siguieron con la mirada el coche de Gurney con perezosa malevolencia.
Conduciendo hacia la casa de Ashton, Gurney medio esperaba ver a Marian Eliot y al ya famoso
Melpómene
, desenterrador de pecados, con pose dura delante del porche delantero, pero no había rastro de ninguno de los dos, ni tampoco había ningún signo de vida en la casa de los Muller.
Cuando bajó del coche en el sendero adoquinado de Ashton, a Gurney le volvió a impactar el ambiente inglés del lugar: la sutileza con la que comunicaba riqueza y exclusividad discreta. En lugar de ir directamente a la puerta principal, caminó por la pérgola en arco que servía de entrada al amplio césped que se extendía por detrás de la casa. Aunque los arbustos que lo rodeaban seguían siendo en su mayoría verdes, empezaban a aparecer algunos matices amarillos y rojos en los árboles.
—¿Detective Gurney?
Se volvió hacia la casa. Scott Ashton estaba de pie junto a la puerta abierta.
Gurney sonrió.
—Lamento molestarle un domingo por la mañana.
Ashton se dio cuenta de su sonrisa.
—No esperaría diferencias entre un día laborable y un fin de semana en una investigación de homicidio. ¿Hay alguna cosa concreta…?
—En realidad, me estaba preguntando si podría echar otro vistazo a la zona de alrededor de la cabaña.
—¿Otro vistazo?
—Exacto. Si no le importa.
—¿Hay alguna cosa en particular que le interese?
—Espero saberlo cuando lo vea.
La sonrisa de Ashton era tan mesurada como su voz.
—Avíseme si necesita ayuda. Estaré con mi padre en el gabinete.
Alguna gente tenía «estudios»; otra gente, «gabinetes», pensó Gurney. ¿Quién había dicho que Estados Unidos era una sociedad sin clases? Ciertamente nadie con una casa construida en piedra de Cotswold y cuyo padre se llamara Hobart Ashton.
Caminó por el jardín lateral y pasó bajo la pérgola que daba a la zona principal del jardín trasero. Había estado tan preocupado que no se había fijado hasta ese mismo momento en el día espléndido que hacía; uno de aquellos días de otoño en que el ángulo alterado del sol, el color distinto de las hojas y una absoluta quietud en el aire conspiraban para crear un mundo de paz atemporal, un mundo que no requería nada de él, un mundo cuya calma le quitaba la respiración.
Como todos los momentos de serenidad en la vida de Gurney, este duró poco. Había llegado allí para concentrarse en un crimen, para absorber más plenamente la esencia real del lugar en el cual había ocurrido, el escenario en el que el asesino cometió el asesinato.
Continuó rodeando la casa por detrás hacia el amplio patio de piedra, hasta llegar a la mesita redonda, la mesita donde cuatro meses antes la bala de un rifle Weatherby calibre 257 había hecho añicos la taza de té de Ashton. Se preguntó dónde estaría Héctor Flores en ese mismo momento. Podría estar en cualquier sitio. Podría estar en el bosque vigilando la casa, sin quitar ojo a Ashton y a su padre, sin quitarle ojo a él.
La atención de Gurney pasó a la cabaña, a lo que había ocurrido el día del asesinato, el día de la boda. Desde donde estaba sentado podía ver la fachada delantera y un lateral, así como la parte del bosque por la que Flores tenía que haber pasado para dejar el machete en el lugar donde se encontró. En mayo las hojas estarían saliendo, igual que ahora estaban menguando, con lo cual las condiciones de visibilidad en el bosquecillo serían más o menos iguales.
Como había hecho muchas veces durante la pasada semana, Gurney imaginó un latino atlético saltando por la ventana de atrás, corriendo con la zancada de un jugador de fútbol americano a través de los árboles y arbustos hasta un punto situado a unos ciento cincuenta metros y escondiendo a medias el machete ensangrentado bajo algunas hojas. Y entonces… ¿Entonces qué? ¿Poniéndose alguna clase de bolsas de plástico encima de los pies? ¿O rociándolos con algún producto químico para destruir la continuidad del rastro de olor? ¿Para poder seguir sin dejar rastro hasta algún otro destino en el bosquecillo o hasta la carretera? ¿Para poder reunirse con Kiki Muller, que esperaba en el coche para sacarlo de la zona y ponerlo a salvo antes de que llegara la Policía? ¿O llevarlo a su propia casa? ¿A su propia casa, donde luego él la mató y la enterró? Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿O se equivocaba de pregunta al suponer que el escenario debía tener un sentido práctico? ¿Y si una gran parte de ello estuviera impulsada por una patología pura, por alguna fantasía retorcida? Pero esa no era una vía de investigación útil de explorar. Porque si nada tenía sentido, no había forma de darle sentido. Y Gurney tenía la sensación de que bajo la capa de furia y demencia todo tenía sentido de algún modo.
Entonces, ¿por qué el machete estaba solo parcialmente escondido? Parecía absurdo cubrir el filo y al mismo tiempo dejar el mango a la vista. Por alguna razón, esa pequeña discrepancia era la que más lo molestaba. Quizá «molestar» no era el verbo adecuado. De hecho le gustaban mucho las discrepancias porque sabía por experiencia que, al final, proporcionaban una ventana a la verdad.
Se sentó a la mesa y miró al bosque, imaginando lo mejor posible la ruta de fuga. Aquellos ciento cincuenta metros desde la cabaña a la ubicación del machete quedaban ocultos casi del todo, no solo por el follaje del bosque en sí, sino también por el seto de rododendros que separaba la zona silvestre del césped y los arriates. Gurney trató de calcular hasta qué punto de profundidad del bosque podía ver, y concluyó que no era mucha; resultaba fácil pasar por donde Flores había pasado sin que nadie reparara en él desde el césped. De hecho, desde donde estaba sentado, el objeto más distante que Gurney podía ver a través del follaje era el tronco negro de un cerezo. Y solo podía distinguir una estrecha rendija de él a través de un hueco en los arbustos de no más de unos centímetros de ancho.
Cierto, ese fragmento visible del tronco del árbol estaba en el lado más alejado de la ruta que Flores habría tomado y, en teoría, si alguien hubiera estado mirando al bosque, concentrado en ese punto en el momento adecuado, él o ella habría captado durante una fracción de segundo un atisbo de Flores al pasar. Pero en ese momento no habría significado nada. Y las posibilidades de que alguien se concentrara en ese punto preciso en ese momento eran casi tan probables como…
¡Cielo santo!
Gurney puso los ojos como platos al darse cuenta de que había pasado por alto algo obvio.
Miró a través del follaje a la corteza negra del cerezo. Sin perderlo de vista, caminó hacia él, recto por el patio, a través del arriate donde Ashton se había derrumbado, a través del seto de rododendros que rodeaba el césped, al bosquecillo. Su dirección era más o menos perpendicular a la que suponía que había tomado Flores desde la cabaña al machete. Quería estar seguro de que no había ninguna manera de que el hombre evitara pasar por delante del cerezo.
Cuando Gurney llegó al borde del barranco que recordaba de su primer examen del bosquecillo tres días antes, su hipótesis se confirmó. El árbol estaba en el otro lado del barranco, que era largo y profundo, de laderas muy empinadas. Cualquier ruta desde la cabaña que pasara por detrás del árbol implicaría cruzar ese barranco al menos dos veces, una tarea que consumiría tiempo y que sería imposible de cumplir antes de que la zona fuera un enjambre de gente después del hallazgo del cadáver; por no mencionar el hecho de que el rastro de olor iba por el lado más cercano del barranco y no por el más lejano. Aquello significaba que cualquiera que fuera desde la cabaña hasta el lugar del machete tenía que pasar por delante del árbol. Simplemente no había forma de evitarlo.
Gurney recorrió el camino a casa desde Tambury a Walnut Crossing en cincuenta y cinco minutos, en lugar de la hora y cuarto de costumbre. Tenía prisa por ver otra vez el vídeo de la recepción de la boda. También se daba cuenta de que su prisa podría estar relacionada con una necesidad de permanecer lo más implicado posible en el asesinato de Perry, un crimen que por horrendo que fuera le causaba mucha menos ansiedad que la situación con Jykynstyl.
El coche de Madeleine estaba aparcado junto a la casa y su bicicleta permanecía apoyada contra el cobertizo. Supuso que encontraría a su mujer en la cocina, pero cuando entró por la puerta lateral y gritó «Estoy en casa», no hubo respuesta.
Fue directamente a la mesa larga que separaba la amplia cocina de la zona de asientos, la mesa donde estaban extendidas sus copias de los materiales del caso, para enfado de Madeleine. Entre las carpetas había unos DVD.
El de encima, el que se había sentado a ver con Hardwick, llevaba una etiqueta que decía: «Recepción Perry-Ashton, edición del DIC». Pero Gurney buscaba otro DVD, uno de los originales sin editar. Había cinco para escoger. El primero estaba etiquetado «Helicóptero, visión aérea general y descenso». Las etiquetas de los otros cuatro, cada uno de los cuales contenía el vídeo capturado por una de las cámaras fijas en la recepción, indicaban la orientación del foco de cada una de las cámaras.