Aunque, ¿quién sabía? Puede que tuvieran que volver cualquier otro día para arreglar aquel desaguisado.
En algún lugar de Estados Unidos
Sqweegel daba vueltas por su sótano, desnudo y con una escopeta recortada en la mano izquierda. Una capa de canela en polvo cubría su sudoroso y enjuto cuerpo.
Mientras deambulaba de un lado a otro, no dejaba de observar el panel de monitores. Era demasiado emocionante como para permanecer sentado y contemplarlo pasivamente. Los nervios le temblaban de excitación y sus músculos lo obligaban a moverse. Respiraba rápida y entrecortadamente.
Tenía muchas cosas que hacer ahora que el cazador por fin empezaba a escuchar. Pero lo primero era lo primero. Ahora tocaba dar de comer a los camachuelos.
El monstruo se acercó a una mesa de madera —la misma que su abuela tenía en la cocina—. Su superficie estaba cubierta de zigzagueantes marcas de cuchillo hechas décadas atrás. Los surcos eran profundos y oscuros. A veces Sqweegel metía la lengua en alguno de ellos para ver si todavía podía saborear los restos de algún ingrediente lejano. Para ver si podía recuperar algún olvidado detalle sensorial.
Pero aquel día no. Aquel día se limitó a cargar la escopeta.
Se apoyó la culata en la cadera, metió un cartucho en el cargador, y luego accionó el guardamanos para introducirlo en la cámara. El «clac» resonó por las paredes de piedra del sótano.
Los camachuelos que había en la jaula del otro lado de la habitación reaccionaron ante el sonido revoloteando nerviosamente entre los barrotes.
Sqweegel se acercó a la improvisada pajarera e introdujo sus delgados dedos entre las rejas de alambre. Él mismo había construido la jaula con los viejos estantes de un frigorífico que encontró en una chatarrería. La base de la jaula era una vieja bandeja de acero.
Se moría por acariciar sus cabezas, pasar los dedos por las suaves plumas de sus huesudas cabecitas, pero nunca le dejaban hacerlo. De hecho, no parecía que les gustara nada su nuevo hogar. Había varios huevos rotos en el fondo de la improvisada jaula, como si los camachuelos machos fueran incapaces de aparearse.
—¿Por qué voláis? —ronroneó Sqweegel—. ¿Por qué no cantáis? Si os libero moriréis. En una jaula sin alas.
Con un movimiento relámpago, Sqweegel levantó su escopeta cargada hasta la jaula y apoyó el cañón contra los barrotes.
Aquel movimiento volvió a aterrar a los camachuelos. Entonces se detuvo. Bajó el arma.
—Ya lo sé —dijo Sqweegel—. Tenéis hambre.
Se chupó la punta del dedo índice y luego dio con él unos golpecitos en el platillo de las semillas de los pájaros, una jabonera proveniente del cuarto de baño de su abuela. Lo dejaba fuera de la jaula para controlar la dieta de los camachuelos. Ya había pasado un día; debían de tener hambre.
Varias semillas se le pegaron a la punta del dedo. Sqweegel las frotó suavemente por el borde del cañón de la escopeta para pegarlas allí.
Luego volvió a apoyar el cañón en el borde de la jaula.
—Pío, pío —dijo Sqweegel—. Hora de comeeeeer.
Al ver las semillas, un valiente camachuelo se aventuró hacia el borde de la jaula. Se agarró con las patas a las rejas de alambre e inclinó la cabeza sobre el cañón. Parecía sentir curiosidad. ¿Qué era aquello? ¿Un nuevo modo de comer?
Unos momentos después, el pájaro dejó que el hambre venciera el temor. Empezó a picotear las semillas.
—Así, pequeñín. Así…
Sqweegel sonrió, dejando a la vista sus dientes negros. Esa imagen habría sido suficiente para asustar al pájaro y que saliera volando hacia el otro lado de la jaula, pero por alguna razón se sentía confiado. No había nada de lo que preocuparse. Sólo era otro modo de comer.
Pronto el camachuelo se terminó las semillas e introdujo la cabeza en el orificio de acero para ver si quizá…
Clic.
Bum.
El camachuelo —al igual que gran parte de la jaula que tenía detrás y sus antiguos compañeros de piso— quedó pulverizado por la explosión. Plumas y trozos de alambre salieron disparados contra la pared de piedra del sótano. De los restos de la jaula colgaban trozos de carne de pájaro. Y de ellos surgían minúsculas volutas de humo.
Sqweegel se arrodilló y, tras recoger unas cuantas plumas, se acarició suavemente la piel de la mejilla con una de ellas. No había modo de saberlo con seguridad, por supuesto… pero Sqweegel tenía la sensación de que el pájaro ni siquiera había oído el clic.
Oscuridad creciente
Observatorio Griffith, Monte de Hollywood
Miércoles/18.30 horas
Desde allí arriba se veía todo; toda la ciudad de Los Ángeles, sus más mínimos detalles, hasta su encuentro con el Pacífico.
Dark nunca le había prestado atención al observatorio hasta que Sibby lo arrastró allí unos cuantos meses después de que hubieran comenzado a salir juntos. «¿En qué otras ocasiones —le preguntó ella—, tienes la oportunidad de sentirte como Dios?». Para su sorpresa, Dark tuvo que admitir que le había gustado la vista, a pesar de que se había criado en Los Ángeles y consideraba aquel lugar una mera trampa turística.
Al principio de su relación solían subir a merendar allí. Se llevaban una botella de vino, y cuando se les subía a la cabeza se ponían a bromear diciendo que eran Dios y se preguntaban qué pecaminosas calles de la ciudad asolarían primero.
Pero no estaban allí para merendar. No aquella tarde.
Desde que Dark le había dicho a Riggins que se uniría a la caza de Sqweegel, el día se había transformado en un caos. Tras descubrir que ese escurridizo gusano había entrado en su casa, Steve tardó media hora en localizar a Sibby; la llamó mil veces, pero no contestaba ni al teléfono de casa ni al móvil. Al final, ella le devolvió la llamada y le dijo que se había ido de compras y que no había oído el teléfono. Que necesitaba salir un rato de casa.
Dark se quedó pensativo durante un momento, y finalmente dijo:
—Está bien. Quédate fuera toda la tarde. No me digas adónde vas; no se lo digas a nadie. Deja que te guíe el azar.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó Sibby, medio riendo.
—Hazle ese favor a un ex poli loco —respondió Dark sonriendo mientras pronunciaba aquellas palabras. Ex poli. Técnicamente, su retiro había terminado treinta y cinco minutos antes; volvía a estar en activo.
—Está bien, está bien —dijo ella—. Te veo esta noche en casa.
—¿Qué te parece si quedamos a las seis y media en nuestro viejo sitio? ¿En lo alto de la colina?
Sibby empezó a decir:
—¿Viejo sitio? Un momento, ¿te refieres al obs…?
—Exacto —dijo él—. Pásalo bien de compras. Te quiero.
—Yo también te quiero, aunque seas raro.
Dark había llegado una hora antes; básicamente para inspeccionar el lugar. Las paredes iluminadas y las oscuras cúpulas doradas hacían que el observatorio pareciera más un lugar de culto religioso que una atracción turística. Aunque claro, en cierto modo esa descripción también era válida. La gente se reunía allí para contemplar los cielos y reflexionar sobre el lugar que ocupaban en el universo. Casi como una iglesia para ateos.
Sibby llegó a las seis y media en punto y rápidamente desestimó los intentos de Dark por mantener una conversación trivial. Lo conocía demasiado bien.
—Está bien, ya basta —le espetó—. ¿Qué me estoy perdiendo? Me haces venir hasta aquí, a uno de nuestros lugares favoritos; no hemos hablado en toda la tarde… ¿Me quieres dejar o qué?
Dark se la quedó mirando. Así era Sibby, directa al grano. Ni rodeos ni juegos.
—Sí —dijo él.
Al principio Sibby sonrió, hasta que lo miró a la cara y se dio cuenta de que lo decía en serio. La estaba dejando.
El rostro enojado de Sibby le clavó a Dark miles de agujas ardientes en el corazón. Se quedó sin aliento hasta que ella apartó la mirada y se volvió hacia el valle de Los Ángeles.
—Si estás de broma…
—No, no lo estoy.
Sibby se giró de nuevo hacia él y escudriñó sus ojos cansados en busca de esas señales que únicamente los enamorados —las almas gemelas— son capaces de ver. Comprobó que le decía la verdad, y sus propios ojos se volvieron fríos. Sin vida.
Dark extendió la mano y acarició el brazo de Sibby. Ella lo mantuvo rígido. Inmóvil.
—Esta mañana nos hemos llevado los cristales de la ventana rota al laboratorio forense.
El rostro de Sibby permaneció inmutable. Era como la superficie de un lago congelado.
—La reconstrucción de la ventana nos ha indicado que alguien ha utilizado un cortavidrios para entrar en casa y que luego ha roto el cristal para ocultarlo.
Todavía nada. Su expresión era glacial. ¿Había oído lo que le estaba diciendo?
—Este tipo… este perturbado hijo de puta que ha roto la ventana… es quien ha dejado el reloj. Ha entrado con un cortavidrios, ha logrado evitar a los perros y, no sé cómo, ha permanecido escondido dentro más de una hora. Tú debes de haber estado dormida todo el rato. Él aún estaba dentro cuando yo he llegado a casa.
—No —dijo ella fríamente.
—¿No? ¿Qué quieres decir con «no»?
—Tengo el sueño ligero. Es imposible que alguien haya entrado en nuestra casa.
—Sibby, el análisis forense no miente. Alguien ha entrado. Y puede que haya estado en tu habitación.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Steve? ¿Tu habitación? Hablas como si ya me hubieras dejado.
No había tiempo para explicaciones. Y ahora él se daba cuenta de su error. Había querido dejarla con un recuerdo feliz. Lo más feliz posible, teniendo en cuenta las circunstancias. Su lugar favorito. Aunque, supuso Dark, en el fondo ya sabía lo que iba a pasar. Podría haber hecho esto en cualquier otro lugar y el resultado habría sido el mismo: un momentáneo destello de confusión rápidamente enmascarado por un intenso y poderoso mecanismo de autodefensa.
Lo que hacía fuerte a Sibby era lo mismo que le permitía activar sus escudos mentales. Y que Dios ayudara a quien intentara atravesarlos.
Así había superado el divorcio de sus padres cuando sólo tenía trece años.
También le había permitido superar una viólación en su residencia cuando sólo tenía diecisiete.
Y la hacía capaz de amarlo, libre e incondicionalmente, porque sabía cómo protegerse a sí misma en caso de que el mundo se viniera abajo. Como estaba ocurriendo en ese momento.
Sibby se puso en pie, a pesar de que Dark seguía hablando.
—He hecho empaquetar nuestras cosas y las he enviado a un lugar seguro —le estaba diciendo—. A los perros los han llevado a…
Pero Sibby ya no lo escuchaba… se estaba marchando. Dark no lo advirtió hasta que ella, moviéndose con sorprendente rapidez, se acercaba ya a las escaleras de cemento. Él recorrió la distancia que los separaba y la cogió de la mano. Ella la apartó.
—Por favor, escúchame, Sibby. Tu vida está en peligro. Ésa es la única razón por lo que lo hago.
Pero ya era demasiado tarde. Los escudos se habían activado. Sibby se había ido.
«Vete —pensó Sibby—. Aléjate del observatorio. Cruza el césped. Métete en el coche y luego desciende esta maldita montaña».
Mientras se alejaba de Dark, tropezó y a punto estuvo de torcerse el tobillo izquierdo, pero logró recuperar el equilibrio. No pensaba desmoronarse. Saldría de allí. Se escondería durante un tiempo; quizá en casa de su padre. Estaba a tan sólo una hora, en la costa. A Sibby le sorprendió darse cuenta de lo rápido que el plan tomaba forma en su cabeza mientras cruzaba la explanada en dirección a su coche.
Lo que la preocupaba no era el hecho de que Steve quisiera que se separaran. Quería protegerla, lo entendía. Sabía cómo funcionaba su mente. Era un gran error por su parte, y tenía ganas de gritarle por haberlo siquiera considerado, pero aun así lo entendía.
«Tu vida está en peligro». ¿Era eso lo que le había dicho? ¿Acaso Dark no se daba cuenta de que cuando sobreviene una crisis uno no se aleja de sus seres queridos, sino que se acerca más a ellos?
Pero, honestamente, no era eso lo que la intranquilizaba. El problema era que había mentido a Steve aquella mañana.
No le había dicho que su sueño había sido extrañamente profundo.
Sibby se sentó en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto.
No había sido capaz de confesarle que le dolían las caderas.
Arrancó el coche y empezó a descender la montaña.
Y, hasta este mismísimo momento, mientras se removía en el asiento y sentía el cansancio en los músculos abdominales y en la espalda, ni siquiera se había permitido recordar lo peor de todo: aquélla no era la primera vez.
Dark le dio unos minutos. Luego cruzó el césped, subió a su Yukon y empezó a seguirla por el serpenteante camino de Hollywood Drive. No para interceptarla o hacer que cambiara de idea… francamente, aquello ahora le daba igual. Lo único que importaba era que Sibby se alejara de Los Ángeles, que se mantuviera fuera del alcance del inquietante monstruo que parecía haberse obsesionado con ella.
«Mírate, Sibby. Esforzándote por mantener tus emociones a raya, incluso en privado. No te relajas ni cuando nadie te ve».
«Bueno —pensó Sqweegel mientras contemplaba uno de los monitores de su guarida subterránea—, resulta que yo sí te estoy viendo. Pero tú eso no lo sabes, claro».
Sibby cogió la 101 a toda velocidad. Cambiaba de carril en cuanto tenía oportunidad. Técnicamente era hora punta; aunque, claro, en Los Ángeles siempre era hora punta. Al ver un hueco, apretó el acelerador y se coló en él; luego aceleró y buscó el siguiente. Quería alejarse lo más posible de Steve, del observatorio, de todo… al menos de momento. Ya pensaría luego.
Especialmente en el dolor muscular. Y en lo que significaba.
Dark la siguió por la 101, luego a través del centro de la ciudad por la 110 hasta la 10, y finalmente hacia la Autopista del Pacífico. Desde allí Sibby podía ir a cualquier lado. Podía coger la salida para ir a su casa de Malibú o bien continuar hacia el norte. Si pasaba de largo la salida de su casa, Dark se relajaría un poco. Querría decir que se dirigía directamente a casa de su padre, que la vigilaría como un halcón.
Ante sí tenía un mar de ojos rojos que parpadeaban con distintos grados de intensidad. El tráfico de Los Ángeles parecía un organismo vivo, y Dark era el primero en admitir que Sibby era mucho mejor que él navegando por su sistema circulatorio. Dark tenía que concentrarse mucho para no perderla de vista.