Niebla (5 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la negrura de la noche, cuando escapándose de junto a san Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la que ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!»

Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.

«El conocimiento viene después... —siguió diciéndose—. Pero... ¿Qué ha sido eso? Juraría que han cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas... ¿Habrá sido ella? El corazón me dice... ¡Pero, calla, ya estoy en casa!»

Y entró.

Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio.»

Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y mientras, la mujer de este, la cocinera, contemplaba el juego.

Empezó la partida.

—¡Veinte en copas! —cantó Domingo.

—¡Decidme! —exclamó Augusto de pronto—. ¿Y si yo me casara?

—Muy bien hecho, señorito —dijo Domingo.

—Según y conforme —se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.

—Pues ¿no te casaste tú? —le interpeló Augusto.

—Según y conforme, señorito.

—¿Cómo según y conforme? Habla.

—Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.

—Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de...

—Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito... —agregó Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo.

—¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!

—Pues que como el señorito es tan bueno...

—Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.

—Ya recuerda lo que decía la señora...

A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte.»

—Mi mujer tocará el piano —dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.

—¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? —preguntó Liduvina.

—¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios...

—¿De los nuestros?

—¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve... sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.

—¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?

—Liduvina... Liduvina...

La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.

—Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.

—Entonces no lo tocará —añadió con firmeza Liduvina—. Y si no, ¿para qué se casa?

—Mi Eugenia... —empezó Augusto.

—¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? —preguntó la cocinera.

—Sí, ¿pues?

—¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?

—La misma. ¿Qué, la conoces?

—Sí... de vista...

—No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo...

—Es buena muchacha, sí, buena muchacha...

—Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de mi madre!...

—Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?...

Y levantándose la criada, se salió.

—¿Y qué, acabamos? —preguntó Domingo.

—Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?

—A usted, señorito.

—Pues allá va.

Y perdió también la partida, por distraído.

«Pues señor —se decía al retirarse a su cuarto—, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»

Y se acostó.

Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos mortales años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay un aburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inventado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todas estas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y conmigo!»

Y quedóse dormido.

V

Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestádes; en derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: «¡
La Correspondencia!...
» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.

«¿Sueño o vivo? —se preguntó embozándose en la manta—. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el papel ese? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato más.» Y diose media vuelta en la cama.

¡La Correspondencia!...
¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos después.

«¡Imposible! —volvió a decirse Augusto—. Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia.»

Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?

Pero este pensamiento se le fue diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.

«La esencia del mundo es musical —se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo—. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.»

Le interrumpió un golpecito a la puerta.

—¡Adelante!

—¿Llamaba, señorito? —dijo Domingo.

—¡Sí... el desayuno!

Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.

«El amor aviva y anticipa el apetito —siguió diciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»

Se levantó a tomar el desayuno.

—¿Qué tal tiempo hace, Domingo?

—Como siempre, señorito.

—Vamos, sí, ni bueno ni malo.

—¡Eso!

Era la teoría del criado, quien también se las tenía.

Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.

Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla —se dijo—, si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó aún más con los ojos que con el sombrero.

Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera.

«Es ella, sí, es ella —siguió diciéndose—, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!»

Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos.»

Le volvió a la realidad —¿a la realidad?— la sonrisa de Margarita.

—¿Y qué, no hay novedad? —le preguntó Augusto.

—Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.

—¿No le preguntó nada al entregársela?

—Nada.

—¿Y hoy?

—Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo...

—¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.

—Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio.

—¿Que tiene novio?

—Ya se lo dije yo, señorito.

—No importa, ¡lucharemos!

—Bueno, lucharemos.

—¿Me promete usted su ayuda, Margarita?

—Claro que sí.

—¡Pues venceremos!

Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.

Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias.

De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.

Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del coco.

Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fue derritiendo los negrores.

Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido.

Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que era el poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo —le decía por las noches, antes de acostarse—, Augusto.» Y este llevaba a sus sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.

Como un sueño dulce se les iba la vida.

Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que trascendía a lágrimas lejanas.

Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: «Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fue en lo que más sobresalió aqueIla dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas...», se decía Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió psicología, y esto era lo que más se le resistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!», solía decir a esto. Estudió física y química a historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellos motajos raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele la sanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío —le decía—; no estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tienen las cosas de dentro.»

Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas exclamó: «¡Si viviese tu padre...!» Después le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al cenicero de su difunto.

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