Nido vacío (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Déjeme que la acompañe.

—No. Con este tipo siempre me he enfrentado a solas, hay algo que funciona bien entre él y yo.

—Por lo menos la llevo en coche hasta allí y la espero hasta que termine. Las chicas han seguido buscando niñas perdidas por la calle, y yo no tengo gran cosa que hacer.

—Está bien, como quiera.

Guardamos silencio durante el trayecto. Era la tercera entrevista que iba a tener con Expósito y de las dos anteriores no había salido nada importante, pero ahora sería diferente, estaba convencida. Lo sentía como algo más que una simple intuición. Garzón no lo veía con tanta claridad, por eso callaba.

Al llegar, suspiró:

—Bueno, inspectora, vamos a ver qué tal salen las cosas. ¡Ánimo, y al toro!

Sonreí de modo evanescente. Antes de cerrar la portezuela dije:

—Por cierto, Fermín, se me ha olvidado comentarle que yo también voy a casarme.

—Es usted la repera. A nadie se le ocurre ponerse a bromear en los momentos jodidos.

Me encogí de hombros, resignada a que mi mala reputación de irónica desmintiera los anuncios serios, y caminé intentando estar calmada.

Expósito, para mi sorpresa, se presentó solo, sin su abogado. De su rostro canallesco se había borrado aquella sonrisa de superioridad con la que siempre lo había visto. Venía serio, un tanto descompuesto, lo cual me llenó de esperanza.

—Vaya, sabihonda, supongo que todo esto tengo que agradecértelo a ti.

—¿Viene sin abogado?

—Lo he hecho a propósito, para que veas que todo lo que voy a decirte es verdad y que no necesito mandangas legales. Yo no he matado a nadie, a nadie. Eso quiero que lo sepas ya. Mañana declaro ante el juez y eso mismo le voy a decir, con estas mismas palabras. Tampoco querré que esté el abogado delante.

—El juez se quedará muy impresionado. Sobre todo siendo palabras que provienen de un condenado por pornografía infantil.

—Puedo haber comerciado con fotos guarras de críos, puedo haber estado en trata de putas, pero matar, no. También tendría gracia que ahora me condenaran por algo que no he hecho.

Noté un punto de desesperación en su voz, más incluso que miedo. Varié la estrategia cínica que tenía estudiada. Era posible que no estuviera mintiendo. Podía cometer un error mayúsculo, pero debía arriesgarme. Abrí la cartera y saqué el libro que había llevado conmigo por si se presentaba la ocasión.
Antología de los mil mejores poemas de la lengua española
. Lo dejé sobre la mesa de visitas. Pareció un objeto extraño en aquel lugar desvestido y gélido. Expósito lo observó, asombrado.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un libro.

—Ya lo sé.

—Es un regalo para ti. He pensado que, en el fondo, no eres tan tonto. Te gustaría aprender, ¿verdad? Mira, voy a leerte un poco.

Le leí un fragmento breve de
Campos de Castilla
, de Antonio Machado:

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

Y todo el coro infantil

va cantando la lección:

«Mil veces ciento, cien mil;

mil veces mil, un millón.»

Luego, «
Amor después de la muerte
», de Quevedo.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrán sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

Se quedó callado, expectante y quieto como un niño a quien le cuentan un cuento fascinante. Creí ver que al final de la lectura, flotando aún mi voz en aquella sala inhóspita, se le llenaron los ojos de lágrimas. Estaba asustado e inquieto de antemano, de modo que fue presa fácil de la emoción estética. Hasta las cucarachas tienen alma, pensé.

—Es hermoso, ¿no te parece?

—Inspectora, yo no he matado a nadie, ni tampoco he mandado matar, se lo juro. Mi abogado dice que podemos probarlo con facilidad, pero yo quiero que usted lo sepa porque yo se lo digo, que esté segura.

—Si pescamos a quien mató en tu nombre, será más fácil aclarar la verdad. ¿Quién era el rumano? Vamos, suéltalo ya, ¿no te das cuenta de que callar te perjudica?

Se pasó las manos por la cara, resopló con inquietud:

—Trabajaba para mí en el tema de la prostitución. Traía chicas de su país. Era guapo y tenía educación, las enrollaba bien. Luego aquí trabajaban para nosotros por lo menos hasta que pagaban su viaje de venida. Pero un día una de ellas se puso rebelde, él le dio unas hostias y, sin querer, la mató. Me aseguró que era un accidente que no se volvería a repetir. De todos modos, como no me fiaba, lo pasé al asunto de los niños. Cuando nos pescaron, él se libró porque no está ni fichado, y tenía papeles, entró legal en el país. No hice nada porque la poli le echara el guante, sólo me faltaba que me acusaran de un crimen, como ahora van a hacer. Era fácil pensar que yo le había ordenado que matara a aquella chica.

—Dime el nombre del tipo.

—Giorgui Andrase. Pero no lo encontrará en sus archivos, ya le he dicho que no estaba fichado.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—¿Qué hizo el tipo después? ¿Dónde se buscó la vida?

—Yo he estado en el trullo, inspectora, ya me dirá cómo coño lo iba a controlar.

—Han podido llegarte soplos.

—Sólo me enteré de que se lo habían cargado, y no tengo ni idea de quién, ni por qué. Aunque pudo ser cualquiera. El tío era una pieza de cuidado.

Asentí varias veces, mirándolo con seriedad.

—Más te vale no haberme mentido ni haberte guardado nada, por tu propio bien.

—Mi propio bien no le interesa a nadie.

—¿A ti tampoco?

—Debo de ser el único.

—Me vas a hacer llorar, Expósito.

—Llore si quiere, soy un desgraciado.

Me levanté y caminé hacia la puerta en silencio.

—Sabihonda, se deja su libro.

—Te dije que era un regalo, quédatelo.

—¿Por qué me lo regala?

—En realidad, no lo sé.

Eludí mirarle a la cara, que me producía náuseas.

—Gracias —musitó—. Es el primer libro que tengo en mi vida.

No le contesté ni le dije adiós. Salí con paso decidido, no fuera a pensar que me compadecía de él.

Garzón me esperaba en el coche, con toda la pinta de haber echado una cabezadita.

—Ponga rumbo a la Oficina de Inmigración.

—Allá vamos. ¿Sabe cosas?

—Nuestro muerto fantasma ya tiene nombre: Giorgui Andrase. Entró legal en España y nunca lo hemos detenido. Trabajaba en trata de blancas para Expósito y se cargó a la madre de Delia, según este pájaro, por accidente, una hostia de más, y siempre por propia iniciativa. Expósito lo trasladó a la pornografía infantil. Escapó de la redada de Machado. Expósito nunca ha querido meterle mano porque podía irse de la lengua. Tampoco el rumano dijo nada. Jura que no sabe nada más.

—¿Cree que le ha dicho la verdad?

—Estoy segura de que sí.

—¿Por qué tanta seguridad?

—Tiene una buena pinza alrededor del cuello: la acusación de asesinato. Eso es algo serio. Incluso su abogado ha accedido a no estar presente para que me lo contara todo sin frenos. Por otra parte, yo puse la motivación positiva.

—¿Se puede saber cómo?

—Le regalé un libro de poesía, y le leí un par de poemas. Machado y Quevedo, para ser más exacta.

—¡Hostias!, ¿y qué?

—Se emocionó y sintió pena de sí mismo.

—¡Recojones!

—¿Es imprescindible que sea tan grosero?

—Es que nunca deja usted de sorprenderme, inspectora.

—Por eso intento superarme.

—Pues esta vez ha dejado el listón muy alto.

—Ya verá como en seguida lo salto.

—¿Cómo?

—Diciéndole la verdad.

—¿Qué verdad?

—La que antes no ha querido escuchar.

—No la entiendo.

—Es verdad que me caso, Fermín, es cierto, aunque le suene raro. ¿Qué me dice, he superado mi marca?

12

Garzón se tomó muy a mal el anuncio de mi boda. Pensaba que había estado ocultándole los diversos momentos en los que se había gestado mi decisión. No era fácil hacerle creer que no habían existido tales momentos y, si mucho me apuraba, tampoco tal decisión.

—Ha sido algo muy especial, subinspector. Como si se fuera configurando dentro de mí sin que yo lo supiera del todo, como si hubiera sido abducida por la idea del matrimonio.

—No lo entiendo.

—Ni yo, pero ya ve, estoy muy segura.

—¿Lo está?

—Desde luego, lo estoy. Al principio llegué a pensar que se trataba de la influencia del caso que llevamos. Tanta sordidez, tanto horror... Como si con un amor sincero y tranquilo esas impresiones se pudieran amortiguar. Luego me di cuenta de que el caso sólo había obrado como un detonante para hacerme pensar.

—¿En qué?

—En que bajo mi soledad también hay miedo.

—Todos tenemos miedo, casados o solteros.

—Nuestro trabajo nos hace descubrir lo peor del ser humano, Fermín. No quiero que nadie me ayude a llevar esa carga, sería demasiado egoísta, pero sí es bueno que alguien me aporte visiones de un mundo positivo.

—¿Y el de ese hombre lo es?

—Puede apostar a que sí. Marcos es positivo, calmado, desacomplejado, tiende a la felicidad.

Me miró como si para comprender aquello hiciera falta un esfuerzo superior. Elevó las cejas con empeño de filósofo.

—¿Eso significa que no se casa por amor?

—¡En absoluto!, pero digamos que dejo entrar la racionalidad en el amor. Ya tengo edad para eso, ¿no le parece?

—Entonces es que piensa que su vida junto a su esposo será mejor que la que lleva ahora.

—¡Exacto!, es una buena manera de definirlo. Eso debe de ser lo que también le sucede a usted.

—¿A mí?, ¡para nada! Yo estoy convencido de que mi vida empeorará. ¿Cómo voy a estar mejor que ahora, libre y acompañado? Cuando me case, ya sólo seré un marido.

—Eso es un remedo machista, y un recuerdo de su mala experiencia conyugal, pero si lo piensa un poco...

—Ya lo he pensado y es así. Lo que pasa es que no me arriesgaré a perder a Beatriz porque la quiero mucho.

—Si la vida en común es sosegada, tiene muchas ventajas.

—¿Usted cree?

—Eso espero.

—Yo también.

—Más nos vale.

—Sí.

Nos miramos a los ojos y nuestro momento de gravedad se zanjó con una carcajada. Garzón me alargó su mano carnosa.

—Le deseo mucha felicidad, inspectora.

—¡Ya era hora!

—Pero quiero que conste en acta que me ha sentado muy mal su sigilo. Creí que tenía más confianza en mí.

—Para romper esos últimos recelos quiero pedirle un favor.

—¿Cuál?

—Que sea mi padrino.

—Encantado. Y ahora a calzón quitado, Petra. Supongo que ese tío no interferirá en nuestras costumbres. No tendrá que irse usted corriendo a casa sin tomar la última cerveza, podremos improvisar una cena igual, perdernos en los vericuetos de un caso hasta que se nos acabe la inspiración; en fin, todas esas cosas que le dan algo de gracia al trabajo.

—Si yo viera la más mínima posibilidad, fíjese bien lo que digo, la más mínima posibilidad de que esas cosas peligraran, en ningún caso me casaría con él.

Su rostro me transmitió satisfacción, aunque en el fondo seguía pensando que estaba loca. No podía reprochárselo; si yo me paraba a pensar, también me daba cuenta de que pensar en un tercer matrimonio a mi edad y con mis antecedentes era algo temerario.

Giorgui Andrase figuraba en las listas de la Oficina de Inmigración. Había venido a España con un contrato de trabajo para una empresa catalana, una especie de grandes almacenes donde se vendían todo tipo de objetos relacionados con la ferretería y el bricolaje. Había estado trabajando en Cornellà, ciudad cercana a Barcelona. Cualquier otro detalle que quisiéramos obtener requería labor de campo.

Mientas nuestras «chicas» —así las llamaba Garzón— seguían buscando infructuosamente a la niña perdida, él y yo fuimos tras las huellas del rumano.

La tienda era enorme, como una pequeña ciudad. Llegué a la conclusión de que en su interior podía encontrarse cualquier cosa, aunque, curiosamente, nada de lo que allí se exhibía era algo que yo fuera a necesitar: pinturas, maderas, herramientas, tornillos, máquinas que no sabía para qué podían servir, cortinajes, colchones... Garzón advirtió mi cara de asombro.

—Seguro que no había entrado usted nunca en un almacén como éste.

—Pues no, claro, ¿es que usted sí?

Sonrió con sorna.

—Yo, inspectora, he sido durante años un hombre entregado a mi hogar que sabe hacer chapuzas por sí mismo.

—¡Nunca lo hubiera pensado! ¿Ve?, ¡pero si es usted prácticamente un marido consustancial!

—No empecemos. ¿Necesita algo?

—Al encargado.

Hablamos con el jefe de aquel emporio, un hombre bastante maduro que se mostró amable y participativo. Hizo una previa declaración al ver por quién nos interesábamos.

—Una cosa les tengo que decir. Aquí hay contratados muchos empleados rumanos, un montón. Y todos son buenos trabajadores y honrados. Yo juraría que son de los mejores empleados con los que contamos.

—Estamos seguros de eso.

—Si hay alguno que se ha descarriado, es la excepción. Lo digo porque en España somos tan bestias, con perdón, que cuando uno hace algo mal la pagan todos. Y a mí me parece que eso no está bien.

—Lleva toda la razón. ¿Recuerda usted al hombre?

—Yo no, la verdad, pero miraremos en el ordenador y nos saldrá la sección donde estaba, acompáñenme.

Nos llevó a un pequeño despacho carente de todo confort donde una mesa ocupaba casi todo el espacio. Le pasé el nombre escrito. Tecleó. Nos miró con la sonrisa satisfecha de quien no acaba de creerse por completo los adelantos de la técnica:

—Aquí lo tienen, en la sección de carpintería. Un año estuvo aquí. Me parece que ahora me acuerdo: era un tipo alto, bien plantado.

—¿Podemos hablar con algunos compañeros suyos?

—Vengan, los acompañaré.

Los integrantes de la sección habían cambiado bastante en los últimos tiempos. Aun así, el jefe de todos ellos recordaba a Andrase. Había desempeñado su cometido en la serrería. Un trabajo poco complicado, quien manejaba la sierra debía cortar tablones de madera a la medida que necesitara el comprador. También cortaba las piezas que el almacén tenía en stock. A pesar de la sencillez de su cometido, el jefe consideraba al rumano como un buen trabajador.

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