Authors: Agatha Christie
—Así es —respondió Henry—. Me preguntaba si... bueno, no tenemos mucho tiempo y me preguntaba si no sería mejor cancelar el viaje. A mí me parece que será un poco difícil que reanudemos el recorrido hasta que se aclaren las cosas. Me refiero a que si es algo tan grave que acabe teniendo un desenlace mortal, entonces tendrían que hacer una encuesta oficial o algo por el estilo.
—¡Por favor, Henry, no digas esas cosas!
—Estoy segura de que está siendo demasiado pesimista, Mr. Butler —señaló miss Cooke—. No creo que el estado de miss Temple sea tan grave.
—Sí, sí que lo es —manifestó Mr. Caspar con su acento extranjero—. Lo oí ayer cuando Mrs. Sandbourne hablaba por teléfono con el médico. Es muy, muy grave. Dicen que tiene fractura de cráneo. Vendrá un especialista para determinar si vale la pena operarla o si es imposible. Sí, es muy grave.
—Vaya —exclamó miss Lumley—, si hay algún problema, quizá tendríamos que volvernos a casa, Mildred. Consultaré el horario de trenes —Miró a Mrs. Butler—. Verá, concerté con mis vecinos que se ocuparan de mis gatos y, si me demoro un par de días, podría causar un sinfín de dificultades a todo el mundo.
—Creo que no es bueno que nos alarmemos tanto —opinó Mrs. Riseley-Porter con su voz autoritaria—. Joanna, tira este bollo a la papelera. Es incomible. La mermelada es malísima. Pero no quiero dejarlo en el plato. Podría causar una mala impresión.
Joanna se deshizo del bollo.
—¿Creen que estaría bien si Emlyn y yo nos fuésemos a dar un paseo? —preguntó la muchacha—. Sólo para ver un poco la ciudad. No hacemos nada quedándonos aquí y lamentarnos. No hay nada que podamos hacer.
—Creo que es lo mejor que pueden hacer —afirmó miss Cooke.
—Sí, vayan a dar un paseo —manifestó miss Barrow antes de que la tía pudiera hablar.
Miss Cooke y miss Barrow intercambiaron una mirada y exhalaron un suspiro, meneando la cabeza.
—La hierba estaba muy resbaladiza —comentó miss Barrow—. Yo misma resbalé en un par de ocasiones. Cuando la hierba está cortada muy corta y se moja, es como caminar sobre el hielo.
—En cuanto a las piedras, hubo más de un desprendimiento —añadió miss Cooke—. Cayeron unas cuantas pequeñas precisamente cuando doblaba por una de las curvas del sendero. Recibí un golpe bastante fuerte en el hombro.
Después de acabar con el café, el té y las pastas, todo el mundo pareció sentirse incómodo y aislado de los demás. Cuando ocurre una catástrofe, es muy difícil saber la manera adecuada de hacerle frente. Todos habían manifestado su opinión y expresado la debida sorpresa y angustia. Ahora esperaban las últimas noticias y, al mismo tiempo, buscaban algo que les entretuviera durante el resto de la mañana. La comida la servían a la una, y a ninguno le hacía mucha gracia quedarse sentado y repetir los mismos lúgubres comentarios.
Miss Cooke y miss Barrow se levantaron a la vez y explicaron que necesitaban hacer algunas compras: un par de cosillas, aparte de ir a la oficina de correos.
—Quiero enviar un par de postales y necesito saber cuál es el franqueo para enviar una carta a China —dijo miss Barrow.
—Yo quiero ir a echar un vistazo a unos ovillos de lana —explicó miss Cooke—, y de paso ver un edificio muy interesante que está delante de la plaza del mercado.
—Soy de la opinión de que a todos nos vendría bien salir a dar un paseo —añadió miss Barrow.
El coronel Walker y su esposa aprobaron la idea e invitaron a la pareja norteamericana a que fuera con ellos. Mrs. Butler comentó que le interesaba ver alguna tienda de antigüedades.
—No me refiero exactamente a una tienda de antigüedades, sino a uno de esos lugares que venden trastos viejos. Algunas veces encuentras auténticas gangas.
Salieron en tropel. Emlyn Price ya había desaparecido en persecución de Joanna sin preocuparse por dar explicaciones. Mrs. Riseley-Porter, después de un inútil intento por retener a la sobrina, dijo que al menos en el vestíbulo se estaba más cómodo. Miss Lumley asintió y Mr. Caspar se encargó de escoltarlas.
El profesor Wanstead y miss Marple se quedaron solos.
—Creo —le dijo el profesor— que sería más agradable sentarse fuera. Hay una pequeña terraza que da a la calle. ¿Me acompaña?
Miss Marple le dio las gracias y se levantó. Apenas si había intercambiado alguna palabra que otra con el profesor Wanstead. Siempre iba cargado con unos cuantos libros científicos, y aprovechaba todos los momentos libres para leer, incluso en el autocar.
—Quizá prefiera usted ir de compras —añadió Wanstead—. Personalmente, prefiero esperar en algún lugar tranquilo a que vuelva Mrs. Sandbourne. Creo que es importante saber exactamente en qué estamos metidos.
—En eso estoy de acuerdo con usted. Ayer estuve paseando por la ciudad y no veo motivo para repetir la excursión. Prefiero esperar aquí por si puedo ayudar en algo. No es probable, pero nunca se sabe.
Dejaron el hotel y dieron la vuelta a la esquina donde había un pequeño jardín plantado en una terraza y varias sillas. No había nadie más, así que se sentaron. Miss Marple miró pensativamente a su acompañante: el rostro curtido, las cejas abundantes, el pelo gris. Caminaba un tanto encorvado. La anciana decidió que tenía un rostro interesante. Hablaba con un tono seco, casi cáustico.
—Si no me equivoco, usted es miss Jane Marple, ¿verdad?
—Sí, lo soy.
Se sintió un tanto sorprendida, pero no por ninguna razón en particular. No había estado con todos el tiempo necesario para ser identificada por los demás viajeros. Las últimas dos noches no había estado con el resto del grupo. Era bastante natural.
—Me lo pareció por la descripción que me dieron de usted —añadió el profesor.
—¿Una descripción mía? —Miss Marple volvió a sorprenderse.
—Sí, tengo una descripción suya. —Wanstead hizo una pausa, y después añadió en voz un poco más baja pero perfectamente audible—: Me la dio Mr. Rafiel.
—¡Vaya, Mr. Rafiel!
—¿Está usted sorprendida?
—Sí, creo que un poco.
—No creo que debiera usted sorprenderse.
—No me esperaba... —comenzó miss Marple y se detuvo.
El profesor Wanstead permaneció en silencio. Se limitó a mirarla con atención. «Dentro de un par de minutos —se dijo la anciana—, me preguntará: ¿Cuáles son los síntomas, mi querida señora? ¿Dificultades al tragar? ¿No duerme bien? ¿Problemas digestivos?» Ahora tenía la seguridad de que era médico.
—¿Cuándo me describió? Tuvo que ser...
—Iba a usted a decir hace algún tiempo, unas semanas atrás. Sí, unas semanas antes de su muerte. Me dijo que participaría usted en el viaje.
—¿También sabía que usted vendría?
—Puede decirlo así si quiere. Me informó que vendría en esta excursión, que él se había encargado de hacer todos los arreglos necesarios.
—Fue muy amable de su parte —afirmó miss Marple—. Muy amable. Me llevé una gran sorpresa cuando me lo comunicaron. Un magnífico regalo, algo que nunca hubiera podido permitirme.
—Muy bien dicho —aprobó el profesor. Asintió como quien aplaude a un buen alumno.
—Es muy triste que se haya producido esta desgracia, precisamente cuando todos disfrutábamos cada vez más.
—Sí, es muy triste y también inesperado. ¿Tal vez para usted no lo es?
—¿Qué ha querido decir con eso, profesor Wanstead?
El hombre esbozó una sonrisa mientras se enfrentaba a la mirada desafiante de miss Marple.
—Mr. Rafiel me habló de usted con cierta amplitud, miss Marple. Sugirió que debía estar en este viaje con usted y que en su momento nos conoceríamos, porque es inevitable que las personas que participan en un mismo viaje se conozcan, aunque es necesario que pasen un par de días para que se formen grupos de personas que comparten los mismos gustos o intereses. Además, me insinuó que no debía, por así decirlo, perderla de vista.
—¿No perderme de vista? —repitió miss Marple con cierto enfado—. ¿Se puede saber el motivo?
—Creo que el motivo es protegerla. Quería estar muy seguro de que no le pasara nada.
—¿Pasarme? Me gustaría saber qué podría pasarme.
—Quizá lo mismo que le pasó a miss Elizabeth Temple —contestó el profesor.
Joanna Crawford apareció por la esquina del hotel. Llevaba un cesto de la compra. Pasó por delante de ellos, insinuando un saludo mientras los miraba con cierta curiosidad y siguió su marcha. Wanstead permaneció en silencio hasta que la muchacha se perdió de vista.
—Una muchacha bonita y agradable —comentó—. Al menos, eso es lo que creo. Dispuesta por ahora a ser la bestia de carga de una tía autócrata, pero no tengo ninguna duda de que muy pronto llegará la hora de la rebelión.
—¿Qué ha querido decir con lo que acaba de manifestar? —dijo miss Marple sin el menor interés por la posible rebelión de Joanna.
—Ese es un tema que, quizá, debido a lo ocurrido, tendríamos que discutir.
—¿Se refiere usted al accidente?
—Sí, en el caso de que fuera un accidente.
—¿Usted cree que no lo fue?
—Creo que es posible, nada más.
—Por supuesto, yo no sé nada al respecto —señaló miss Marple, dudando.
—No. Usted estaba ausente de la escena. Usted estaba, digamos, ¿de servicio en otro lugar?
Miss Marple no respondió inmediatamente. Miró al profesor durante unos segundos.
—Me parece que no entiendo muy bien lo que quiere decir.
—Es usted precavida. Hace usted muy bien.
—Se ha convertido en uno de mis hábitos.
—¿Ser precavida?
—Yo no lo diría así, pero me he acostumbrado a estar siempre preparada a creerme o a no creerme lo que me dicen.
—Una vez más, tiene usted toda la razón. No sabe nada de mí. Sólo conoce mi nombre porque aparece en la lista de pasajeros de un viaje muy agradable por casas históricas y sus jardines. Creo que los jardines son lo que más le interesa.
—Posiblemente.
—Nos acompañan otras personas interesadas en los jardines.
—O por lo menos eso dicen.
—¡Ah! Se ha fijado usted en ese detalle. Bien, a mí me tocaba observarla, mantener más o menos un control de lo que hacía, estar a mano por si aparecía en algún momento alguna posibilidad de juego sucio. Pero ahora la situación ha cambiado. Tendrá usted que decidir si soy su enemigo o su aliado.
—Tal vez tenga usted razón. Lo ha expresado todo con mucha claridad pero no me ha dado ninguna información referente a usted mismo para disponer de elementos de juicio. Supongo que era usted amigo del difunto Mr. Rafiel.
—No, no era amigo de Mr. Rafiel. Sólo nos habíamos cruzado en un par de ocasiones. La primera, en el comité de un hospital y, la segunda, en algún acto público. Sabía quien era y supongo que él estaba en antecedentes sobre quién era yo. Si le digo a usted, miss Marple, que soy un hombre con un cierto prestigio en mi profesión, quizá me tome por un presuntuoso.
—No lo creo. Yo diría, si afirma eso sobre usted mismo, que probablemente me estaría diciendo la verdad. Supongo que pertenece usted a la clase médica.
—Ah, es usted muy perspicaz, miss Marple. Sí, sí, es usted muy perspicaz. Soy licenciado en medicina, pero también tengo una especialidad. Soy patólogo y psicoanalista. No llevo credenciales. Tendrá usted que aceptar mi palabra hasta cierto punto, aunque puedo mostrarle cartas dirigidas a mí y, tal vez, algunos documentos oficiales que podrían convencerla. En términos generales, la mayor parte de mi trabajo como especialista tiene relación con la jurisprudencia médica. Se lo explicaré en términos más sencillos. Me intereso por los diferentes tipos de cerebros criminales. Éste ha sido mi tema de estudio durante muchos años. He escrito varios libros al respecto. Algunos han sido objeto de violentas discusiones y otros han convencido a muchos de la validez de mis ideas. En la actualidad, ya no hago trabajo de campo, sino que la mayor parte de mi tiempo la dedico a escribir, centrándome en aquellos puntos que más me interesan. De vez en cuando me cruzo con cosas que me llaman la atención, hechos que deseo estudiar más a fondo. Mucho me temo que la estoy aburriendo.
—En absoluto. Espero que quizá, por lo que acaba de decirme, pueda explicarme algunas de las cosas que Mr. Rafiel no consideró oportuno explicarme en su momento. Me pidió que me embarcara en cierto proyecto pero no me facilitó ninguna información útil como punto de partida. Dejó la elección en mis manos y que actuara a oscuras. A mí me parece que enfocó este asunto de una manera muy poco sensata.
—¿Pero usted lo aceptó?
—Lo acepté. No quiero mentirle. Había un incentivo económico.
—¿Eso influyó en su decisión?
—Quizás usted no me crea —contestó miss Marple, después de reflexionar unos momentos—, pero mi respuesta es: «Realmente no».
—No me sorprende. Sin embargo, provocó su interés. Eso es lo que quiere decirme.
—Sí. Despertó mi curiosidad. No conocí muy bien a Mr. Rafiel. Sólo nos tratamos durante unas semanas en las Antillas. Veo que está usted más o menos al corriente.
—Sé que fue allí donde la conoció Mr. Rafiel y que ustedes dos colaboraron juntos en alguna actividad.
Miss Marple le miró con una expresión de duda.
—Vaya, ¿eso fue lo que dijo? —Meneó la cabeza.
—Sí, eso dijo. Añadió que usted poseía un instinto notable para el crimen.
—Supongo que a usted eso le parece algo bastante inverosímil —señaló la anciana, enarcando las cejas—. Le sorprende.
—Rara vez me permito la sorpresa ante lo que ocurre —replicó el profesor—. Mr. Rafiel era un hombre muy inteligente y astuto, sabía juzgar a las personas. Decía que usted también sabía juzgar a las personas.
—Yo no diría tanto —manifestó miss Marple—. Sólo digo que algunas personas me recuerdan a otras que he conocido y, por tanto, considero que pueden actuar de la misma manera. Si usted cree que sé lo que estoy haciendo aquí, se equivoca.
—De una manera un tanto accidental, parece que nos hemos encontrado en el lugar adecuado para discutir ciertos asuntos. No hay peligro de que nos espíen. No estamos cerca de ninguna ventana o puerta y no hay ningún balcón o ventana por encima nuestro. O sea que podemos hablar.
—Se lo agradecería. Insisto en que no sé absolutamente nada sobre lo que estoy haciendo o se supone que debo hacer. No sé si Mr. Rafiel quería que fuera así.
—Puedo responderle. Quería que usted se enfrentara a una serie de hechos, de sucesos, libre de los prejuicios que pudiera transmitirle cualquiera.